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lunes, 4 de enero de 2021

Y DE YO – Liliana Lara

Descubrir a Liliana Lara y leerla fue un regalo de la Maestría en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar. Los primeros textos que leí de su autoría pertenecían a su blog, y me encantó la manera en que utiliza el humor, la mezcla de anécdota personal y referencia literaria que hay en muchas de sus creaciones, la sencillez y, al mismo tiempo, la honestidad con que plantea sus temas. Luego tuve la oportunidad de conocerla y de interactuar con una mujer cálida, generosa y muy cercana, y al leer sus cuentos mi admiración por su particular manera de narrar aumentó. Por eso, me hace sumamente feliz comenzar este año 2021 presentándoles una de sus crónicas, la cual forma parte del libro Abecedario del estío (2020).

Crónica que se publica íntegramente, con la autorización de Liliana Lara.




Y DE YO

Carátula del: Abecedario del estío (Sudaqua - 2020) de Liliana Lara

No sé por qué pero recuerdo aquellos días en un naranja opaco. Un naranja fórmica que era el que imperaba en la casa de mi abuela caraqueña. Y en medio de la fórmica y el poliéster de finales de los años 70, me veo a mí misma aburrida. Un mes en la casa de la abuela sin otro plan más que mirar televisión o ponernos las máscaras de los diablos de Yare antes de subir a la terraza a bailar frenéticamente y espantar a los vecinos. Un mes entero, unas larguísimas vacaciones en el exilio caraqueño, muy lejos de nuestra casa, lejos de nuestro patio, nuestras muñecas, nuestros padres y nuestros amigos. El tedio nos llevó por diversos caminos a mis primas, a mi hermana y a mí. No recuerdo bien cuáles fueron los caminos de ellas, pero el mío era apasionante: registrar las gavetas y los compartimientos secretos de los clósets. Descubrir zapatos antiguos, el vestido de novia de la hermana menor de mi abuela, la navaja de afeitar del abuelo. Cada cosa tenía una historia que mi abuela contaba complacida, algunas veces. Otras, la mayoría, se enfurecía y me gritaba que dejara ya de jorungar. Estas niñas – continuaba en su queja – no tienen oficio. Entonces se ponía a inventar actividades que casi todas confluían en la limpieza o la cocina. Pero pronto bajaba la guardia otra vez y yo podía sumergirme en los cajones y los baúles y los estantes y las cajas. Las cartas habían sido escritas en papel cebolla con una caligrafía alargada. Yo apenas las podía leer, no sólo por lo viejo y borroso de sus trazos, sino porque escasamente entendía el significado de algunas palabras tan pomposas como la caligrafía con la que estaban escritas. Leía una firma, reconocía algún nombre de un miembro de la familia, fechas y lugares, sellos y estampillas. Era como tener la historia familiar en las manos pero escrita en un idioma que entendía a medias. Las palabras me eran extrañas. Un idioma escamoteado. Unas historias que la abuela se negaba a contar. Fotos de extraños, sombreros extranjeros, pasaportes con sellos de muchos países, recortes de periódicos color mostaza - tiempo. Todo eso me condujo a la ficción: tenía que inventar una historia para ordenar aquel ovillo de datos reales.

A la hora de la siesta, sin cerrar los ojos, me acostaba a contarme esas historias. Cada día un fragmento, un pequeño capítulo que algunas veces modificaba según conviniera. Era un trabajo mental muy arduo, que requería una gran memoria y una no menor concentración. Había encontrado la ficción, pero no tenía cómo moldearla, más que en palabras mentales. Mi siesta, entonces, era la más larga de todas las niñas en aquellas vacaciones de finales de los setenta.

Al año siguiente ya podía yo leer perfectamente y añoraba partir al exilio caraqueño, a internarme en los recovecos de la historia familiar, pero sobre todo en sus secretos. Como era de esperarse, la realidad me veló el botín. Una tía divorciada había vuelto a la casa paterna, es decir, a la casa de mi abuela, y con ella habían llegado los candados, las reglas, el orden frenético de los cajones, la censura de las cartas, el destierro de los viejos vestidos. Pero con ella también llegaron miles de revistas femeninas que hablaban de modas y flirteos, y que traían novelitas de Corín Tellado o Bárbara Cartland. Leí todas esas novelitas con urgencia porque se me acababan los días de vacaciones, escondida porque sospechaba que no era lo correcto. Luego de tal banquete me convertí en la experta más joven en folletines románticos: reconocí una estructura que se repetía, unos diálogos que me parecían mágicos, unos personajes apasionantes y tomé la decisión de escribir mi propia novela rosa en un cuaderno viejo, escondida de todos, incluso escondida de mi hermana y de mis primas. Había encontrado la estructura para transcribir mis historias mentales.

Nunca fui una alumna aplicada, pero en ese cuaderno dejé horas y horas de borrones y garabatos para finalmente darme cuenta de que no eran novelas rosas lo que quería escribir sino historias de un color tal vez naranja opaco. Historias que tejieran la mentira de los recuerdos y las memorias con la verdad de lo imaginado. Historias que tejieran la poesía y la peripecia. Que me permitieran vivir esas vidas que intuía escondidas en las gavetas o más allá de las ventanas. Unas vidas sólo recuperables a través de la ficción.

2 comentarios:

  1. Bello texto. Feliz Año para Liliana y para los autores del blog más estable y cumplido!

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  2. pueden ir mamando el guebo, aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, q examen mas ladilla

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