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lunes, 29 de marzo de 2021

COMORBILIDAD – Sisinia Anze

Sisinia Anze Terán (Cochabamba, Bolivia, 1974). Escritora boliviana. Durante más de una década se ha dedicado a la narrativa, cultivando la novela, el cuento y la microficción. Entre sus publicaciones destacan El abrigo negro (2009); La Clonación de Cristo (2010); Las últimas profecías (2012); El conjuro del abrigo negro (2014); Las crónicas del Supay (2015); Auroras de papel (2016); Juana Azurduy – La Furia de la Pachamama (2016); Insania (2018); La Casona (2018) y Ómicron (2020). Ha participado en antologías nacionales e internacionales. El 2020 participó en: Caspa de ángel, antología de cuentos, crónicas y testimonios del narcotráfico, compilada por Homero Carvalho Oliva y Marcia Batista-Ramos –a la cual pertenece el texto que aquí les presento-; A puerta Cerrada, antología de microficción de autor de Caro Fernández, Leo Mercado y José Manuel Ortiz Soto; Gestos de Escritura, antología de microficción de Pía Barros y Lorena Díaz; Antología de microficción No somos Invisibles; y la Antología de cuento Femenino Singular, Escritoras bolivianas actuales.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Sisinia Anze




COMORBILIDAD

Carátula de: Caspa de ángel (Grupo Editorial Kipus, Bolivia - 2020), varios autores

—Ahora bien, señora Guzmán. Le ruego que repasemos el hecho. No omita detalle. Cualquier dato, por irrelevante que parezca, puede ser valioso —suspiró el hombre—. Entonces usted dice que su bebita ha sido secuestrada por Rosa, la hermana menor de su esposo.

—Mi marido salió temprano. Su vuelo estaba programado para las siete de la mañana. Cuando llegó el taxi no había amanecido todavía. Salí a acompañarlo. Ni bien el taxi se fue, me acerqué a la cuna de la bebita y la vi durmiendo tranquilamente. Regresé a la cama, encendí la televisión y me quedé dormida. Desperté a las siete y media con el sonido del celular, era mi esposo llamándome desde Santa Cruz para decirme que pronto abordaría el avión a Brasil. Me comentó que había llamado a su prima, Daniela, para que me haga compañía. La idea no me gustó mucho, pero entendí su preocupación al dejarme sola en casa.

—¿Usted no tiene familiares aparte de su esposo?

—No en el país. Mi hermano y yo quedamos huérfanos cuando éramos apenas unos niños. Mi tía Rita nos tomó a su cuidado, pero hace unos cinco años ella enfermó y murió. Mi hermano se casó el año pasado y se fue a vivir a Alemania de donde es su esposa. No tengo a nadie más.

El hombre que escuchaba paciente esbozó una sonrisa.

—Bueno, luego me levanté, cambié y alimenté a mi bebita. La puse en su carrito y fui con ella a la cocina a prepararme algo de comer. De repente, escuché una risa atronadora y demencial, en la que reconocí a Rosa quien, desde que entró a la adolescencia, había empezado a comportarse grosera, no hacía caso, andaba ensimismada y hablaba sola en todo momento. Algo había afectado su mente. Simplemente enloqueció.

—¿Y qué dice su esposo al respecto?

—No mucho, no tiene el carácter, al contrario, justifica su actuar racionalizando que no ha superado el trauma de la muerte de sus padres.

—Siga usted.

—Al escuchar la risa ensordecedora, me arrebaté, e inmediatamente salí corriendo hacia el pasillo. Llamaba su nombre, pero no volví a escuchar nada fuera de lo común. Fue tan raro que llegué a pensar que había sido mi imaginación y regresé a la cocina donde estaba mi pequeña —hizo una pausa—. Fue entonces cuando la vi.

—¿A quién vio?

—Vi la maldita muñeca de Rosa dentro del cochecito, al lado de mi niña. Una mugrienta muñeca con los cabellos rubios desgreñados y el vestido hecho sucios andrajos.

—¿Qué hizo usted, entonces?

—Mi primera reacción fue tomar la muñeca y arrojarla lejos. Levanté a mi nena en brazos y corrí al dormitorio, coloqué a la niña dentro de su cuna y eché llave la habitación. Tomé el celular y marqué el número de mi esposo.

—¿Qué le dijo su esposo?

—No pude contactarlo. Seguramente ya estaba en pleno vuelo —dijo, mientras empezaba a frotarse nerviosamente las manos—. Le dejé un mensaje. Le dije que había escuchado algo en la casa y que me llamase en cuanto pudiera.

—¿Qué hizo entonces?

—Quedé sobresaltada, atisbaba por la ventana a cada instante, pero nada. Dejé a mi bebita dormida y, echando llave la habitación, salí hacia la sala. Caminé en silencio y cautelosa por toda la casa, pero no encontré nada extraño. Abrí la puerta principal e inspeccioné el jardín. Entré al depósito. No encontré nada fuera de lugar. Salí al jardín posterior de la casa.

—¿Vio a Rosa?

—Estaba de pie apoyada a la puerta de entrada. Grité para que me explicara qué hacía en la casa, pero ella, sonriendo diabólicamente, se perdió dentro. Corrí. Llegué a la puerta principal, intenté abrirla, pero no pude. Rosa le había echado llave. Grité y grité. Intentaba ver por las ventanas, mientras rodeaba la casa. Súbitamente, la vi entrar hacia la cocina y tomar un cuchillo. En total desesperación, vociferé su nombre golpeando la ventana, pero ella estaba absorta en sus pensamientos mirando fijamente el cuchillo. Por un instante levantó la cabeza y me miró con ojos amenazadores. Eran los ojos de alguien fuera de sí, como cuando alguien es presa de una adicción que se hizo incontenible. Sonriente y sin dejar de mirarme, caminó a paso lento hacia mi habitación. Yo le suplicaba que me abriera, que deseaba hablar con ella, que David y yo la habíamos echado mucho de menos y que deseábamos más que nada que regresara. Le dije: “Ahora que volviste, solucionaremos cualquier problema que tengas”, pero ella, girando sobre sus talones, se deslizó detrás de la puerta de mi habitación.

—Pero la habitación estaba con llave, ¿no es así?

—Sí, la aseguré. Lo recuerdo bien —dijo Analía Guzmán, frotándose la frente—. Pero ella estaba familiarizada con el lugar y dónde ocultábamos las copias.

—Continúe, por favor.

—Desesperada, empecé a golpear la ventana, corrí hacia la puerta trasera de la casa y, agarrando una silla del patio trasero, la arrojé contra el vidrio de la puerta. La primera vez ésta sólo se clisó, pero, al segundo intento, se rompió. Entré corriendo a mi habitación. Intenté abrir la puerta. La había trabado por dentro. Rogué insistentemente. De pronto escuché a mi bebé llorar. <<¡Oh, Dios! Deja a mi bebé tranquila, grité>>. Repentinamente, la puerta se fue abriendo. Alterada y fuera de mí, entré. Recorrí la mirada por toda la habitación y no hallé a Rosa. Era como si se la hubiese tragado la tierra. Me acerqué a la cama y, poniéndome de rodillas, miré debajo, alcancé a ver sus pies al otro lado en el momento en que la desquiciada salía de la habitación como un relámpago. Corrí vehementemente hacia la cuna. Al lado de mi bebé encontré el cuchillo. Sin pensar en nada más que en su vida, tomé a mi bebita en brazos.

—¿Qué pasó luego? —inquirió el hombre.

—Intenté llamar a mi esposo, pero mis llamadas seguían sin contestación. Por tratarse de un familiar no quise contactar a la policía, así que llamé a Daniela. Me dijo que tenía algunas cosas por hacer y que se retrasaría un poco. Ni siquiera terminó de escucharme cuando intentaba decirle que Rosa había estado en la casa.

—Continúe, por favor.

—Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Atendí a mi niña. Cuando se durmió, salí a la sala y barrí los vidrios que estaban por todo el piso. Estaba temerosa de que Rosa apareciera en cualquier momento. La puerta estaba rota, así que se me ocurrió empujar la vitrina de roble que estaba a un lado para cerrar la entrada. Era terriblemente pesada, pero empujé con todas mis fuerzas y finalmente pude tapar el hueco de la puerta. A eso de las seis, mi bebé empezó a llorar. Empecé a mecerla entre mis brazos, en ese instante, escuché el ruido de algo que cayó en la cocina. Dejé a mi bebé sobre la cama y, agarrando un palo de golf de los que mi esposo guarda en el placar, caminé cautelosamente hacia el lugar del ruido. Encendí la luz, en el suelo vi los biberones y la olla donde se los hace hervir. De repente, mi bebé echó un agudo grito y empezó a llorar desgarradoramente. Mientras corría hacia la habitación, escuché de nuevo la risa siniestra de Rosa. Al entrar, vi a mi bebita tirada en el suelo llorando a todo pulmón. La levanté e intenté colocarla dentro de su cuna, pero la endemoniada muñeca estaba adentro. Agarré esa abominación y con rabia la arrojé contra la pared. Acomodé a mi nena en su cuna y la mecí hasta que se tranquilizó. No se imagina la furia que sentí. Estaba histérica. Quería descalabrar a mi cuñada.

—Entiendo —dijo el hombre tomando apuntes—. ¿Qué hizo, entonces?

—Ya se lo dije. Estaba furiosa y decidí deshacerme de la horrible muñeca, cuando estaba en eso, ocurrió lo peor: Rosa aprovechó para raptar a mi bebé.

—¿Es todo lo que recuerda, señora Guzmán?

—Es todo lo que pasó —contestó la angustiada mujer—. Ahora deberían estar buscando a mi hija. Ya le dije todo lo que pasó —alzó la voz con creciente ansiedad.

—Señora Guzmán, ahora le voy a pedir que recuerde.

—¿Que recuerde, dice usted? —increpó, molesta, la mujer—. Ya le conté todo, ¿qué más quiere?

—Regresemos al momento en que usted tomó a la muñeca para deshacerse de ella.

—No entiendo, ¿qué quiere decir? No comprendo —dijo, poniéndose de pie y caminando de un lado a otro frente al escritorio del hombre que la interrogaba.

Analía se frotaba las manos. Estaba muy nerviosa. Súbitamente, la mujer empezó a sentir un intenso malestar, todo giraba a su alrededor. La voz de su interlocutor se distorsionó. Ella pensó que estaba por desmayarse. Una sensación de irrealidad la invadía en feroces y sucesivas oleadas.

—Señora Guzmán, tranquilícese. Tome asiento.

El hombre giró la pantalla de su ordenador.

—¿Qué es eso? ¿Por qué aún no mandó buscar a mi bebé?

—Señora Guzmán, revisamos las grabaciones de las cámaras de seguridad en su casa.

—¿Cámaras, dice usted? Nosotros no tenemos cámaras.

—Sí las tiene, señora Guzmán, y en todas las instalaciones de la casa.

—¿Qué hay en ese video? —preguntó, quedándose en silencio mientras veía inquietantes imágenes en el computador.

—¿Recuerda esto?

—¿Qué dice? No. ¿Qué pretende con esta actitud? ¿Dónde está mi bebé? —empezó a gritar frenéticamente, mientras jalaba histérica sus cabellos con ambas manos.

—Rosa apareció…

—¿Cómo? ¿Dónde está esa perdida? ¿Y mi bebé? —preguntó inclinándose sobre el escritorio.

—Apareció muerta hace casi un año en su casa. Señora Guzmán, quiero que se fije atentamente en la fecha que aparece en la parte superior de la pantalla.

—¿Qué dice? ¿Se burla de mí? ¿Hace un año? ¿Muerta? —dijo la mujer mientras sentía un frío sudor recorrer sus sienes.

Entonces, unas imágenes asaltaron la mente de Analía Guzmán, se vio a sí misma dirigiéndose hacia el cuarto de lavado para sacar una soga y una bolsa de yute donde metió a la odiada muñeca de Rosa y sacarla al jardín. Luego se vio regresando a la casa, donde encontró a Daniela. <<—¿Dónde está la bebé?, preguntó la prima de su esposo, extrañada>>.

—Señora Guzmán, usted bloqueó de su mente todos los recuerdos de ese día. Borró el terrible suceso.

—Mi bebé, mi bebé, mi bebé. ¿Dónde está? ¡Dígame! —dijo, sintiendo que las rodillas le temblaban.

Su interlocutor hizo una mueca de pena al ver esos enormes ojos contemplando el vacío y ese cabello alborotado y húmedo por la transpiración. La mujer cayó de rodillas, agitada.

El hombre pacientemente hizo a un lado la pantalla de su computador y encendió la lamparilla de su escritorio.

—¿Ahora lo recuerda? —preguntó su interlocutor, mirándola fijamente a los ojos.

—Yo… yo…, yo soy una paciente. Soy paciente en esta clínica —dijo mirando a su alrededor, mientras las imágenes se hacían difusas y volvían a aclararse, mostrando la verdadera apariencia del lugar.

—¿Sabía a lo que su esposo se dedicaba?

—Es un empresario.

—Le voy a preguntar de nuevo, señora Guzmán: ¿Sabía usted a lo que su esposo se dedicaba?

—No —contestó, frotándose las manos con brusquedad y con la mirada perdida.

—Su marido no sospechaba que usted tenía acceso a la despensa donde ocultaba los paquetes, cocaína en su mayor parte. Cada vez que él salía o viajaba, usted aprovechaba para escabullirse a la habitación y drogarse.

—No. Usted está mintiendo. Yo sólo quiero a mi bebé.

—¿Sabe quién soy yo?

—¿Usted? —empezó a ver flashes del rostro del hombre en su mente—. Usted es mi psiquiatra. El doctor Soria.

—Y, ¿qué pasó con Rosa, señora Guzmán?

—No lo sé, no lo sé...No me haga pensar en ello.

—Sí lo sabe. ¡Dígamelo!

—No puedo —se quedó absorta en sus pensamientos, sin ojos ni oídos para el mundo exterior.

—Sí puede.

La mujer se agarró la cabeza y empezó a balancearse en su sitio.

—No me obligue. Por favor. Por favor, doctor.

El hombre se puso de pie, se apoyó sobre el escritorio y dijo en voz alta:

—Necesito que me lo cuente. Entienda que esto es importante.

La señora Guzmán, sumida en una angustia indescriptible lo miró y contuvo las ganas de brincar sobre él y hacerle daño.

—El doctor volvió a mostrarle las imágenes en su computador.

—No, por amor a Dios, no lo quiero ver. No me haga esto, se lo suplico.

—Tiene que aceptar lo ocurrido, si no jamás podremos tratar su trastorno. Y esto no es lo peor.

—¿A qué se refiere?

—A la comorbilidad.

—¿Disculpe?

—¿Sabe que la policía cree que usted está fingiendo todo esto para evitar ir a la cárcel y que le den una pena de treinta años como a su marido? Quizá más, por lo ocurrido ese día.

—Mi bebé, mi bebé, doctor. ¿Dónde está mi bebé? ¡Dígame!

—¿A usted le diagnosticaron algún trastorno mental, antes?

La mujer se quedó en silencio, con la mirada clavada al suelo. Su pierna derecha temblaba incesantemente.

—Una vez me dijeron que yo era bipolar.

—Los trastornos mentales, más el consumo de drogas pueden predisponer a una persona a adquirir otro tipo de trastorno mucho más complejo. A ello le llamamos comorbilidad.

—¿Qué tipos de trastornos, doctor?

—El consumo de cocaína, como en su caso, puede inducir síntomas psicóticos permanentes e irreversibles, expresados como paranoia, alucinaciones y amnesia. Sin mencionar que la pérdida de la realidad se torne recurrente, aunque haya dejado de ser consumidora.

—Jamás consumí drogas, doctor. Se lo juro por mi bebé.

—Usted despidió a David esa madrugada y, cuando él se hubo ido, se acercó a la habitación que su esposo usaba para ocultar los paquetes de cocaína. Mire —le mostró la pantalla de su ordenador—. ¿Lo ve? Vea, sale y está completamente drogada.

La mujer veía en la pantalla cómo se quedaba apoyada a la pared y luego caía sentada e inconsciente. El doctor adelantó el video al momento en el que se veía a Analía dejar el carrito del bebé muy cerca a la hornilla de la cocina, mientras ponía las mamaderas en la olla para hervirlas y correr a la habitación para drogarse nuevamente. Luego, después de un largo momento, la mujer salió y se topó con Rosa, quien la había descubierto. En la pantalla se las veía discutir, luego irse a las manos. Analía la empujó contra la pared y corrió a la cocina, tiró al suelo las mamaderas y la olla, luego tomó un cuchillo y volvió rápidamente donde estaba su cuñada.

—No, no quiero ver más. No puedo hacer más esto.

Ella sintió una punzada en la cabeza y se la sostuvo con ambas manos. Se vio al borde de la cuna y a la bebé dentro, luego la bebé adquirió la forma de la muñeca y nuevamente su forma original, para transformarse una vez más en la horrible muñeca. La agarró con brusquedad para deshacerse de ella. Esa imagen le provocó un desesperado aullido.

—¿Dónde está mi bebé? ¿Dónde la tienen? ¿Quién metió esa maldita muñeca a la cuna?

Dos enfermeros entraron y, mientras uno le inyectaba un sedante, el otro le colocaba la camisa de fuerza.

—No, doctor, por favor, no.

En otro instante de cordura, Analía se vio a sí misma cómo, luego de haber enterrado en el jardín la bolsa de yute con aquello dentro que tanto la irritaba, se iba acercando a la prima de su esposo. <<—¿Dónde está la bebé?, preguntó Daniela>>. <<—¡Cómo que dónde está! Está en su cuna —contestó, alarmada, mientras corría hacia la habitación>>.

Analía se vio entrando a la casa, en el pasillo encontró a Rosa, boca abajo en el suelo y un charco de sangre rodeando su tórax. Gritó y corrió hacia la cuna. La horrible muñeca estaba dentro. Gritó y el grito una vez más se convirtió en un aullido aterrador mientras el sedante empezaba a surtir el esperado efecto de arrebatarla de su realidad. Ya no quería gritar, le resultaba agradable volver al otro plano, donde vería de nuevo a su amada bebé.

3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Aquí hice un comentario sobre la condición psicológica que lleva a la protagonista a un punto límite en la resolución de la historia.

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  2. Interesante la forma en la que termina el cuento, no lo esperé...

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