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lunes, 8 de marzo de 2021

NIÑANA – Ada Pérez Guevara

Ada Pérez Guevara (foto en blanco y negro, close-up de su rostro, vista a la cámara)

Ada Pérez Guevara fue periodista, activista social y escritora. En cada una de estas actividades, luchó siempre por la reivindicación de los derechos de las mujeres, visibilizando sus necesidades y promoviendo sus fortalezas y talentos. Su narrativa, dotada a partes iguales de sensibilidad y conciencia social, da cuenta de una época –su época- en la que las mujeres se veían sometidas a la sumisión y la pasividad, a cumplir lo que otros, y no ellas mismas, determinaran para sus vidas. El cuento que leerán a continuación, tomado del libro Haz de cuentos (1993), ejemplifica algunas de las situaciones antes mencionadas y nos permite reflexionar, a las mujeres del siglo XXI y a los hombres que nos acompañan en el camino hacia el logro de nuestros ideales, sobre todo lo que hemos alcanzado y lo privilegiadas que somos, a pesar de lo mucho que todavía nos falta hacer.




NIÑANA

-¡Niñana!... La llama doña Dolores. ¡Niñana!... Que si hay huevos. ¡Niñana!... La limosna de la Virgen. Niñana... Niñana... Niñana...

Desde el amanecer hasta que todo está oscuro y en paz, el extraño acoplamiento de las dos palabras resuena por la casa. Parece que Niñana fuera el motor o mejor dicho el dinamo que diera movimiento a todo en el hogar. Doña Dolores tiene casi setenta años pero su cuerpo y su espíritu entraron en la senectud desde mucho antes. Su único hijo había muerto en plena juventud y ella enviudó luego ya en edad madura. Desde años atrás su carácter de por sí pasivo, se había amoldado tanto a la vida de casada, que a los cuarenta años de edad más bien parecía sombra del marido que mujer. No decidía nada, no pensaba, ni siquiera llegaba a comparar las cosas o los sucesos entre sí, simplemente preguntaba:

-Perucho, ¿qué te parece?

Y el parecer de Perucho era ley indiscutible, que ella se esforzaba en hacer cumplir.

El hijo único fallecido en extrañas circunstancias -se habló de accidente, de crimen, de suicidio- se había casado en una lejana población del Bajo Orinoco.

Doña Dolores nunca vio a su nuera, quien murió en el primer parto, según dijo el hijo, en el momento en que le hizo entrega de la recién nacida, antes de salir de nuevo del hogar, rumbo a un destino desconocido que resultó ser la muerte.

Entonces doña Dolores y Perucho, con la pasividad de quien se somete al deber, organizaron la vieja cuna de madera, con balancín, para la niña. Era la misma donde antes durmiera el unigénito. Atendieron a la chiquilla con cuidadoso celo, todos sus afectos convergieron hacia ella con la mayor fuerza después de la muerte casi inexplicable del hijo, quien apareció sin vida cerca de un farallón durante una cacería por los llanos. Y esta pena los impulsó a querer a la rubia, blanca Ana Dolores cada día más.

Después de la viudez, vino el rápido descenso de la matrona. Doña Dolores tenía carácter sumiso, éste degeneró en indeciso y luego de indeciso en pueril. Las cataratas que siempre la habían molestado, aumentaron, acaso con el constante llorar, y al fin llegó el momento en que se produjo en la vieja, solitaria casa de los Fernández, una extraña situación: Ana Dolores llegó a ser el centro, el factótum de ese hogar a la deriva. Doña Dolores concentró su única inquietud en el cuidado de su "Niñana", y en consecuencia, sus cortos alcances sólo le permitían una línea de conducta: tratar de que la niña estuviera cerca de ella y que no saliera de la casa, excepto para Misa, los domingos. Entonces iban juntas.

Niñana llegó a cumplir diez y seis años. Su frescura juvenil, su tipo un tanto exótico, que recordaba una desconocida ascendencia inglesa, sus blondos, bellísimos cabellos, largos hasta la cintura a ruegos de doña Dolores y su carácter tolerante, daban vida a la casa provinciana que se había convertido poco apoco en arsenal de recuerdos y cosas viejas y que se animaba cuando cantaban los turpiales o los canarios o cuando Niñana estudiaba piano, lo cual acaecía a lo menos una vez al día.

Doña Dolores se convirtió en una inválida, debido a una cruel caída,en la cual se fracturó la cadera, y no salió más de la casa.

Pero Niñana estaba allí y los turpiales tuvieron al amanecer alpiste y frutas, los pavos, su alimento, doña Dolores su ración de cariño y su desayuno; y el servicio fiel, órdenes prolijas que cumplir.

Los domingos, Niñana hacía matar una gallina para preparar el hervido, con vituallas y jojotos, pues éste era el plato preferido de su abuela. Luego, se vestía apresurada para ir a Misa en compañía de su tía Elena o de la vieja Manuela, quien desde la infancia había servido a los suyos como doméstica y era casi de la familia.

En la Iglesia, mientras el sacerdote prolongaba su sermón a veces florido, a veces hiriente, los forasteros miraban a Niñana de espaldas. Ella solía ir a Misa cubierta la cabeza con un amplio tul negro finísimo y los que no la conocían, preguntaban que quién era esa señorita.

-Es Niñana, contestaban sencillamente los paisanos.

Tal respuesta despertaba mayor curiosidad y si continuaban inquiriendo, llegaban a la conclusión de que esa atractiva chica era inabordable, debido a la celosa actitud de doña Dolores. Y si alguno, más interesado o decidido se acercaba hasta la casa, encontraba que las ventanas de ésta que tenían cortinas y no se abrían, excepto la del aposento de doña Dolores. Si tenía admiradores, Niñana no lo sabía. O no debía saberlo, porque ¡cuánto iba a mortificar ésto a doña Dolores!


-Esta es la Iglesia de San Francisco. Dicen que es la más bonita de Caracas.

Niñana se arrodilló delante del Altar laminado en oro, y pidió tres gracias como habitualmente lo hacía al entrar a una Iglesia por primera vez. Frente a ella, la delicada faz de la Virgen de la Soledad rodeada de blanco encaje y velo negro, se destacaba merced a un golpe de luz que entraba por la alta puerta principal. Poco después, la voz femenina, juvenil, acariciante, explicaba:

-¿Ves, Anita? Allí enfrente está el Palacio Legislativo. ¡Quítate de la cabeza ese pañuelito que salimos de la Iglesia! Ese Palacio, lo hizo hacer un Presidente, ¿te acuerdas? Guzmán Blanco, dicen que en noventa días. Vamos a entrar, si el portero... Quisiera que tú vieras las pinturas. En el techo del salón Elíptico, hay una Batalla de la Independencia. Y luego unos óleos de los héroes. En el jardín, una fuente y... Pero mira, antes de cruzar la calle, quiero que veas bien la ceiba de San Francisco. ¿La ves? Si esta ceiba hablara sería una gran historiadora. Tiene siglos. ¡Y cuánto ha visto! ¡Y cuánto ha oído! ¡Sabe hasta de negocios! ¡No te rías, Niñana! Ahora hay otro pintor, pintando allá, dentro del jardín del Palacio.

La mirada reflexiva de la joven y su sonrisa seguían jovialmente la apresurada, un tanto inconexa charla de su prima, quien hacía de cicerone para ella.

Niñana ni se excitaba, ni se mostraba asombrada, simplemente veía todo, con calma. Desde la vieja, corpulenta ceiba, hasta los subterráneos del Centro Simón Bolívar y los incipientes rascacielos que airosamente se levantaban cerquísima de la propia esquina de San Francisco. Era tan reposada la expresión de Niñana, tan tranquilo su modo de mirar todo, que parecía como que si antes hubiese vivido en alguna gran ciudad.

Lo que en realidad asombraba a Niñana era que doña Dolores hubiera permitido su viaje, quedándose sola con el servicio, aunque una de sus ahijadas había prometido ir a acompañarla. Los pocos días pasados en la ciudad, fueron plenamente aprovechados. Las primas que vivían en ésta desde años atrás, resultaron ser amables, condescendientes, generosas en su pobreza para con esa prima medio ignorada que despertaba la curiosidad del grupo de muchachos de la Urbanización Campo Claro, y que cuando salía llamaba la atención de los jóvenes transeúntes.

Luego, llegó el momento de comprar trajes, zapatillas, medias, ropa interior, y un recuerdito para doña Dolores y para cada una de las mujeres de servicio.

Niñana casi en seguida se dio cuenta de que si ella progresaba en ciertos conocimientos, podría emplearse como sus primas; y ganar suficiente para vivir en Caracas. Sobre todo si estudiaba contabilidad, mecanografía, taquigrafía e inglés. No llegó a analizar bien lo que le ocurría, pero captó además que ella era una mujer que gustaba, que despertaba el interés de los hombres. Se dio cuenta también, de que la tierra es grande, de que hay pueblos, caseríos, ciudades, tanto en la geografía como entrevistos en el viaje en automóvil que hiciera con su tía Elena y que cada quien puede cambiar de vida, que no es obligatorio estar siempre en la misma casa, tener siempre la misma ropa, vivir siempre con las mismas personas. También pensó Niñana que ella no recordaba ni a su papá ni a su mamá, absolutamente nada. ¿Por qué nadie le hablaba de ellos? ¿Por qué doña Dolores no tenía en ese grueso y enorme álbum cuya cubierta ostenta un paisaje verde con una garza al relieve, el retrato de su madre? ¿Porqué sus primas vivían una vida tan diferente a la suya? Ya Ernestina se había casado y tenía un niño. Sin embargo, se vestía como cuando era señorita, y salía a cada rato, manejaba ella misma su automóvil y hasta trabajaba fuera de casa.

-¡Niñana! ¡Niñana!... ¡Ven acá, que Dios y la Virgen te bendigan!

El beso de doña Dolores era un beso tembloroso, sus manos tocaron el rostro, el pelo de Niñana, entonces ella dijo:

-Gracias a Dios que no te lo cortaste.

La anciana estaba deprimida, había enflaquecido. Pero al volver Niñana, empezó a comer más, se sentía contenta, le pedía que le contara de Caracas, de los pueblos del camino, de su hermana que se había ido hacía tanto tiempo con ese marido caminador; de sus sobrinas, que eran tres.

Niñana cada día contaba algo nuevo, luego repetía lo ya contado, y se sentía cada vez más prisionera en esa casa vieja y tan sola, que había sido su único mundo hasta entonces. Poco a poco, una extraña metamorfosis ocurrió en ella. De sumisa, se tornó terca, de paciente, impaciente y trató entonces de incorporarse a la vida, pero doña Dolores con su voz pueril y sus manos temblorosas, decía:

-Niñana, tú no debes salir a ninguna parte, y además, ¿me vas a dejar sola? ¡Con las palpitaciones que siento!

Por extraño que parezca, Niñana cedía entonces y permanecía en esa vida semiclaustral.

Una mañana salió a la puerta a recibir el pan como de costumbre, cuando un alto y fornido inmigrante le tendió el paquete y se quedó mirándola. Ella a diario recibía el pan y pagaba las compras.

El hombre era tosco, vigoroso, de grandes espaldas y ojos claros, facciones correctas y duras. Volvía cada día con el pan. Doña Dolores había entrado en una especie de continua somnolencia. Niñana había logrado readaptarse a esa su vida tan extraña que casi parecía fuera de este siglo, pero en ella había ahora rebeldía. De repente se encontró a sí misma pensando en algo que antes le parecía prácticamente inabordable.

-¿Por qué mamá no acaba de morirse?, se preguntó. Y luego reaccionó: ¡Que sea cuando Dios quiera!

En ella se inició entonces una interna, constante lucha entre el deber, las convenciones y un impulso recóndito que nunca sintió antes. Se tornó nerviosa, irascible. Tenía entonces veinticinco años.

Por algún tiempo, acarició la ilusión de que su primo Ventura iba a hablarle de amor. Era el único que alguna vez venía a saludar a doña Dolores y luego se quedaba sentado, mirándola y si había oportunidad, le hablaba de su trabajo, de la siembra de arroz, de la cría, de las crecidas del río. Pero cuando ella volvió de Caracas, supo que Ventura había "sacado" a la hija de Indalecia, la planchadora que vivía en la Calle Nueva, y se la había llevado para el hato.

Empezó a notar Niñana que en torno a sus ojos se formaban arrugas cuando reía, que sus manos enrojecían y ya estaban venosas con el diario trabajo, pese al limón que siempre usaba. Se tornó mucho más excitable, a veces se autocriticaba acerbamente cuando doña Dolores le decía:

-¿No me quieres Niñana? O: ¿Por qué te has perfumado tanto, mi hijita?

Ella por fin llegó a convencerse de que ya no se casaría. Esto ocurrió después que salió una vez de la Iglesia, ya tarde, de la Novena. En ese momento, unos muchachos venían por la misma acera. Tendrían entre dieciocho y veinte años. Ellos apresuraron el paso para requebrarla y para ver su rostro. Uno de ellos al mirarla, dijo pasándole al lado:

-Yo creía que era una muchacha, ¡es una vieja!

Y esa voz juvenil hirió profundamente a Niñana.

Pocas noches después, doña Dolores le preguntó a su cocinera que si no había oído ladrar al perro a medianoche.

-¿A medianoche? Yo estaría dormida -dijo la mujer.

Por varias noches más ladró el perro.

Niñana afirmó que tampoco oía al perro. Estaba entonces tentadora. Usaba trajes algo atrevidos, se ponía los zarcillos de oro, sus zapatos de casa relucían: Eran unas graciosas sandalias rojas. Cantaba cuando cosía y se volvió trascordada, según expresión de su abuela:

-¡Muchacha!... ¿En qué piensas?

Ella decía:

-En nada, mamá Dolores.

Luego pareció decaída. Sus rasgos se tornaron tirantes. No tenía valor de renunciar al mandato inconfesable, brutal, que surgía de ella misma. Tampoco podía huir, porque todo esto coincidió con un mayor decaimiento de la anciana, quien ya no se levantaba y por las noches, llamaba mucho a Niñana.

Un amanecer, al abrir ésta la reja del aposento de la ventana para limpiarla, encontró un pequeño sobre dirigido a doña Dolores. Era el clásico anónimo, donde con expresión cínica la ponían en cuenta de que debía vigilar más a su nieta. Una ola de cólera invadió a Niñana, de pies a cabeza; miró con atención la deformada letra, pretendiendo adivinar quién era el autor o autora. Pensó en don Aurelio por gozar éste fama de literato; o en alguna de las vecinas, quienes siempre decían que ella era muy orgullosa, pero no llegó a ninguna conclusión, simplemente lo rompió con presteza pues deseaba que nunca hubiera sido escrito. Por un momento le pareció conveniente el hecho de que doña Dolores estuviera inválida, y luego pensó que en los pueblos pequeños, la vida consiste en atisbarse los unos a los otros a toda hora.

La terrible lucha interior que sostuvo había cesado. Se sentía terriblemente deprimida, culpable, humillada, al borde de una resolución que temía y censuraba, tanto como todo lo acaecido.

De repente dejó de acicalarse y de perfumarse, descuidó su aspecto personal. Parecía avejentada. Doña Dolores continuaba mal. Ella notaba que las vecinas habían dejado de visitarla, a pesar del estado casi agónico de su abuelita. Por su parte ella dejó de ir a la Iglesia.

Llegó noviembre, con sus aguaceros y sus campanadas por los muertos. Ella ahora estaba silenciosa. Nunca abría el piano. Cruzaba por los corredores, rumbo a la cocina casi como una sombra. Los perros dormían cerca de la hamaca de doña Dolores.

Por las noches, velaba a solas, cabeceando casi siempre. Una pequeña lamparilla de aceite iluminaba la imagen de la Virgen y una estampita de José Gregorio Hernández, el sabio médico fallecido.

La noche del 30 de noviembre la llamó con lengua torpe, doña Dolores. Cuando se incorporó para atenderla, la silueta deformada de su cuerpo antes airoso se reflejó sin trabas en el espejo iluminado del escaparate. Pero doña Dolores estaba ya ciega, casi sorda y su cuerpo paralizado sólo podía llamarla:

-¡Niñana!...

5 comentarios:

  1. Aún hoy en día en algunas partes la maujer lleva una vida restringida y gobernada por sus parientes, como lo cuenta Ada Pérez.

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  2. Un cuento bien escrito, cauto, cuidado, casi invisible. Solo eso.

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  3. Cuando uno lee un cuento, o lo que sea, y se encuentra casi que oliendo el ambiente donde transcurre la historia, puede decirse que es bueno. Bien, este cuento es uno de esos. Excelente. Felicitaciones por publicarlo.

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  4. ¡Gracias a todos por sus comentarios! Efectivamente, se trata de un gran cuento que logra hacernos testigos de una problemática que, aunque nos pese, todavía no desaparece del todo de las dinámicas sociales de nuestros países. ¡Saludos!

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