Ariel Barría Alvarado (Las Lajas, provincia de Chiriquí, 1959 – Ciudad de Panamá, 2021). Profesor universitario, editor, gestor cultural y escritor panameño. Entre sus libros publicados destacan los volúmenes de cuentos El libro de los sucesos (2000) –que incluye el cuento que encontrarán más adelante-, Al pie de la letra (2003), En nombre del siglo (2004), Al pie de la letra y otros cuentos (2007), Ojos para oír (2007), Las canciones que el público nos pide (2015) y Losa doce (2016); y las novelas La Loma de Cristal (2001) y La casa que habitamos (2007). Su quehacer literario mereció reconocimientos tales como el Premio Panorama Social (1980), por el cuento Cara y sello; el Premio Pablo Neruda (Escuela de Español de la Universidad de Panamá, 1981); el Premio Universidad (1987), por la obra De lodos y dioses; el Primer Lugar del Concurso Nacional César Candanedo (1999); y, cinco veces, el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró: por la novela La loma de cristal (2000), por la novela La casa que habitamos y el libro de cuentos Ojos para oír (2006), por Las canciones que el público nos pide (2014), y por los cuentos de Losa doce (2015).
CARA Y SELLO
“...en memoria de los inocentes caídos durante las inundaciones
del 8 de noviembre de 1978, en Río Abajo.”
Margarita soltó el maletín que hacía una hora llevaba agarrotado en su mano fría. El bulto se hundió un momento y luego se fue dando tumbos entre los troncos y la basura que arrastraba el sucio torrente.
Era lo único que había logrado salvar cuando la corriente invadió su cuarto, lo único que hubiese podido guardar bajo su pecho mojado. Pero Margaritas e sentía egoísta atesorando aquel trofeo, cuando desde la loma donde estaba se podían divisar los muebles, las camas, los componentes, las estufas, bogando corriente abajo. Se sentía egoísta, porque a su vecina María la inundación le llevó la casa y le llevó los hijos; porque a su vecina María se la llevaron al hospital cuando intentó arrancarse la vida con el cordón de la plancha que la mantenía, y se sentía egoísta porque junto a ella había mujeres desnudas, con los huesos mojados y los ojos secos de tanto llorar.
¿Cómo poder, entonces, aferrarse a aquel maletín que quién sabe qué contenía, sin herir la miseria de los que no pudieron aferrarse ni a la vida de los que amaron?
El torrente seguía llevando perros, muebles, troncos y hojas de zinc. El aguacero aún vomitaba su carga líquida, indiferente ante la tragedia, mientras por la ribera pasaba una cuadrilla hurgando el lodo en busca de más víctimas.
Margarita sintió ganas de maldecir al cielo.
* * *
Santiago miró hacia el alto cielo manchado de gallotes. El sol le convirtió los ojos en rendijas. Sobre los gallotes y sobre él no había más que una inmensa y pura vastedad azul que se pegaba al suelo por detrás del horizonte. Y del horizonte hasta sus pies, otra llanura: de resequedad, de sed, de calaveras ojonas y de arenales rojizos.
Hace tres días aún podían verse los dedos suplicantes del maíz reseco, y las cabelleras ralas del arroz a medio espigar; se podía escuchar el triste rugido de las vacas que se bebían la saliva mutuamente, cansadas de lamer polvo; se podían ver los polos flacuchentos jadeando bajo el esqueleto de los marañones, y se podía escuchar el lúgubre chirrido de la polea en el inútil viaje del cubo al pozo.
Pero hoy, nada se veía, nada se escuchaba... La sequía había dado el golpe de gracia a su miseria; la sequía se llevó sus cosechas, sus vacas, sus caballos y su mujer. Ella le había dicho que se iba porque su hermana le dejó su cuarto de la ciudad, luego de casarse con un extranjero que se la llevó sepa Dios a dónde. Pero él sabía que se iba empujada por la desilusión, por la desgracia que ya entonces metía sus pies en el hogar de Santiago. Y no quiso detenerla, porque no la culpaba; porque hasta él le daba terror ver cómo las vacas, los perros, las gallinas y hasta ellos mismos, se iban convirtiendo —día a día— en un esqueleto más del llano. Que se fuera... si él pudiera, lo haría: pero estaba atado a aquella tierra como cualquier escobilla de raíces hondas.
Un gallote bajó zumbando hasta una res a medio morir (Se quedan observándolas, presenciando su agonía, apurando su hora última; y cuando llega, o a veces mucho antes, le comen los ojos, le desgarran las pupilas y se sirven la poca vida en tragos cortos, libados en las cuencas vacías). El sol sacaba resplandores a la tierra calcinada y, tras los cerros, las pocas nubes que había eran casi rojas. A Santiago le entraron ganas de abrirse las venas y regar con su sangre el llano.
* * *
Margarita miraba embelesada la corriente, maldiciendo toda aquella agua sin cauce que arrebataba vidas. El aguacero empezaba a disminuir al fin, pero hacía mucho tiempo que su cuarto estaba arrasado.
Con el dolor de la intemperie se fue caminando por las calles de agua, sin saber a dónde ir. Ya no llovía, pero en el alma de Margarita seguía cayendo la amargura como plomo derretido. La ciudad era una bocaza enorme que parecía ir a tragársela.
Musitando algo por lo bajo, se marchó hacia ningún lugar, haciendo clap—clap entre las corrientes del camino. Al fondo de la calle, las luces intermitentes de una ambulancia competían con los vivos colores de un grueso arco iris que hacía una bóveda en el horizonte, retando a la noche que se daba prisas.
* * *
El viento sopló entre los esqueletos del llano y un polvo fino se levantó en rizos. Santiago levantó la vista al cielo y la fijó en la nube negra que se aproximaba por el norte. Una hora antes la había visto, burlona, en la cima de la cordillera, pero ahora había otras arrimándosele, violando la cegadora claridad del cielo.
Un trueno dejó oír su estallido por el horizonte y los gallotes se marcharon en formación cerrada. Poco tiempo después, Santiago se agarraba el sombrero ante las ráfagas de aire húmedo que barrían el llano.
—Ahora sí, esta es lluvia de verdá —dijo, desempolvando su ancha sonrisa.
El agua cayó de pronto en gruesas gotas que hicieron gemir el fuego que lamía la tierra. Todo el cielo era un manto de nubes que prometía devolver la vida. Santiago corría como un chiquillo por todo el llano, dejando que el agua lo empapara por completo. Hubo un momento que se detuvo para decir algo con una voz muy alta, que venció los truenos:
—Si te hubieras quedao, Margarita... ahora seríamos dos los que correríamos por el llano, locos de alegría por tanta agua...
Y después siguió alabando la lluvia, bajo el cielo que colgaba como un algodón de azúcar turbinada.
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