Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 1910 – Buenos Aires, 2000). Crítico literario, docente y escritor argentino. Fue doctor en Filosofía. Se desempeñó como profesor en universidades de su país y de Estados Unidos. Fue miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias y de la Academia Argentina de las Letras, de la que llegó a ser vicepresidente. En el transcurso de su trayectoria literaria cultivó géneros como la novela, el ensayo, el cuento y la minificción; y publicó, entre otros, los libros Vigilia (novela, 1934); El mentir de las estrellas (cuentos, 1940); Las pruebas del caos (cuentos, 1946); Fuga (novela, 1953); El grimorio (cuentos, 1961); El gato de Chesire (cuentos, 1965) –volumen al que pertenece el texto que aquí les presento-; La sandía y otros cuentos (1969); La locura juega al ajedrez (cuentos, 1971); La botella de Klein (cuentos, 1975); Victoria (cuentos, 1977); Dos mujeres y un Julián (cuentos, 1982); El tamaño de las brujas (cuentos, 1986); Evocación de sombras en la ciudad geométrica (novela, 1989); El anillo de Mozart (cuentos, 1990); ¡Y pensar que hace diez años! (cuentos, 1994); Reloj de arena (cuentos, 1995); Amorío (y un retrato de dos genios) (novela, 1997); La buena forma de un crimen (novela, 1998); Historia de una Rosa y Génesis de una luna (novela, 1999); y Consenso de dos (2000). Su abundante obra y su gran talento fueron distinguidos con reconocimientos tales como el Premio Municipal de Literatura, (Buenos Aires, 1935), por Vigilia; la Beca Guggenheim (1943); la Pluma de Plata del PEN Club Internacional (Centro Argentino) (1978); el Laurel de Plata a la personalidad del año (Rotary Club de Buenos Aires, 1983); el Premio Echeverría en el género narrativa (1983), otorgado por Gente de Letras de Buenos Aires; el Premio Konex Diploma al Mérito (1984), por su trayectoria como cuentista; y el Premio Mecenas (1990); otorgado por la revista Que Hacemos “por su contribución al desarrollo de la cultura”.
ESPIRAL
Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
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