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lunes, 21 de marzo de 2022

TRES DESEOS - Concepción Jiménez de Araújo

Concepción Jiménez de Araújo (Cartagena, Colombia, 1862-1929). Escritora colombiana. Se desempeñó como promotora cultural y contribuyó con la creación de la facultad de Bellas Artes en Cartagena. Además, perteneció a la Junta Patriótica de Señoras, cuyo objetivo era recolectar fondos para la celebración del centenario de la Independencia de su país. Cultivó, además de bellas artes como la escultura y la música, géneros literarios como el teatro y la narrativa, y escribió varias obras teatrales y publicó el libro Ideas y sentimientos (1901) –donde se publicó originalmente el texto que aquí les presento, el cual fue incluido en el volumen compilatorio Varias cuentistas colombianas en su versión electrónica (2017)-.




TRES DESEOS

Carátula de: Varias cuentistas colombianas (Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá, 2017), varias autoras

Este castillo no se parecía en nada a los otros castillos de genios y de hadas. Aquellos junto a este eran como humildes moradas de siervos junto al real alcázar de su señor.

Aun los más suntuosos aparecían ridículos y mezquinos, con su ya tan conocida construcción de piedras preciosas sobre oro fino y plata calada, al compararlos con la soberbia magnificencia, con la espléndida sencillez del castillo en que habitaba el hada Eriona.

Para poderlo describir es necesario dejar al espíritu que penetre en la región de lo imposible, en esa región ideal, a donde llega en alas de la fantasía y donde puede crear, forjar, inventar a su capricho y antojo, sin más límite que el que él mismo se trace, ni más meta que la que sus propias fuerzas le señalen.

Era, pues, el castillo del hada Eriona una tan maravillosa construcción, que ningún mortal podía contemplarlo sin quedar deslumbrado, y hasta los genios más poderosos al mirarlo se sentían corridos y avergonzados.

Tallado en un solo diamante grande, inmenso, imposible; lanzaba, cuando los rayos del sol se quebraban sobre sus artísticas facetas, luces irisadas de resplandores tales, que parecían gigantesco incendio cuyas llamas se revestían con los calores del prisma.

De noche, la irradiación era blanca y tan intensa que iluminaba en muchas leguas a la redonda, facilitando así la estricta vigilancia que el hada tenía establecida por medio de terribles gigantes, monstruosos trasgos y contrahechos enanos.

La espantable vigilancia tenía por único y exclusivo objeto mantener aisladas de todo contacto, de toda relación, a tres niñas hermosísimas, tres princesas de encantadora belleza que el hada Eriona había criado ocultas aun de los más suspicaces genios, para fines especiales sólo de ella conocidos.

Las tres niñas eran: Brunilda, morena de espléndida belleza, altiva, resuelta y cruel como una verdadera hija de la antigua Germania; Gricelda, de flexible talle, sonrisa seductora y ojos en los cuales se reconcentraba una llama inquieta y sombría, y Gilda, que parecía una flor de alabastro, un sueño delicioso de amor, la hermosa representación de una alma buena y apasionada.

¿Cómo, a pesar de la severa vigilancia establecida en el maravilloso castillo, había llegado hasta ellas el hermoso retrato del príncipe Eddín? ¡Misterio, misterio incomprensible que el hada aún no ha podido averiguar! Pero es lo cierto, que aquel retrato cayó allí como la manzana de la discordia.

Enamoradas las tres niñas del bello príncipe, creía tener cada una mejor derecho que las demás al amor de él, y aquellas hermanas tan unidas antes eran ahora esquivas y recelosas y huían la ocasión de encontrarse reunidas.

Ya no tañían juntas el arpa, ni bordaban en la misma labor, ni se sumergían a la vez en el mismo perfumado estanque, llenando el encantador recinto con sus alegres gritos, con sus risas de niñas felices, sino que retraídas y angustiadas se iban a los lugares más recónditos del jardín, donde la sombra era más espesa, los murmullos más dulces, para allí solas, enamoradas, entregarse libremente a sus sueños de amor.

El hada Eriona, que leía en sus corazones como si fueran del cristal más puro y transparente, se puso a meditar, reclinada en el tallo flexible de un loto que sobrenadaba en las aguas del Ganges, sobre cuál de sus niñas tenía más méritos para obtener el corazón del hermoso Eddín.

Tomada su resolución, después de haber meditado mucho, las llamó a su habitación tapizada de pétalos de rosa y plumas de colibrí y les habló de esta manera:

—Hijas mías, conozco vuestro dolor, sé el pesar que os separa y aflige y querría complaceros a todas, pero como en un noble corazón no cabe más que un amor, el príncipe no puede amar más que a una de vosotras, y he resuelto que sea de aquella que exprese para él el mejor deseo. Habla tú, Brunilda.

Arrogante la princesa, con la frente alta, la mirada ardiente, y la voz firme, clara y sonora, dijo:

—Quiero para mi dueño y señor, todo el poder que un hombre pueda tener sobre la tierra; quiero que sus ejércitos innumerables como las arenas del mar, lleven su nombre glorioso al son de bélicos clarines del uno al otro confín; que la humanidad entera tiemble y se estremezca en su presencia, como tiembla y se estremece el tímido cordero en las garras del águila real.

Quiero además para él, todos los tesoros que la tierra oculta en sus entrañas y los que guarda el mar en sus senos misteriosos. Quiero que sea poderoso por la fuerza y poderoso por el oro para que nada pueda resistir la voluntad de mi dueño y señor. Este es mi deseo —dijo, y sus cabellos desatados cayeron sobre sus espaldas, simulando un manto real, y en su frente parecía sentir ya el peso de una diadema imperial.

El hada, severa la mirada, frunciendo el ceño, la contemplaba en silencio.

—Habla tú, Gricelda.

—Yo —dijo Gricelda levantándose con calma y arreglando los pliegues airosos de su vestido— quiero algo mejor para el elegido de mi corazón; quiero que la ciencia como mujer enamorada le entregue todos sus secretos, porque ese es el verdadero poder, porque junto a este, todo otro poder es nulo; y entonces su voluntad todopoderosa podría reducir a cenizas la más grande armada, el más numeroso ejército, con sólo oprimir un botón, con sólo tirar de una cuerda. De sus crisoles y retortas saldría, según su deseo, el oro por montones altos como las más altas montañas, los diamantes, los rubíes, las perlas, las esmeraldas como miserables guijarros, con los cuales podría empedrar siquiera las calles de su ciudad imperial. Quiero más: que la enfermedad y la muerte sean dominadas por él, y que los elementos sean bajo su mano armada con el látigo de la ciencia, como el brioso alazán bajo la fusta del domador…

El hada, inquieta y estremecida, veía fijamente a la ambiciosa muchacha que seguía hablando como hipnotizada.

—Quiero más aún: que sus inventos lo lleven más allá de todo lo conocido y que traspasando los límites de lo desconocido, penetre el secreto de esos mundos que están siempre a nuestra vista y como un enigma, como una tentación y…

Gricelda, con la mirada perdida en el espacio, los brazos tendidos, parecía el espíritu de los siglos evocando lo por venir.

—¡Oh, calla, calla! —le dijo el hada con expresión de profundo terror—. Ya es hora de que hable Gilda.

Gilda, oprimiéndose con la mano el corazón cuyo agitado latir se veía al través del blanco cendal que cubría sus gracias virginales, —yo —dijo, con voz temblorosa de emoción— no quiero para mi bien amado el poder de la fuerza, que oprime y mata, ni el del dinero, que tiraniza y envilece, ni tampoco las investigaciones científicas, que secan el espíritu y petrifican el corazón.

Quiero para él la bondad del alma, porque es en el ejercicio del bien en el que únicamente se encuentran los goces supremos. Mi deseo es que su nombre sea como iris de paz que lleve la dicha doquiera que se pronuncie, que su palabra sea como bálsamo maravilloso que cure las dolencias de la humanidad; que sus tesoros sean el manantial inagotable, donde todos los pobres y menesterosos alivien su miseria; que a su paso las madres agradecidas le presenten sus hijos con amor; que su nombre resuene del uno al otro confín, no al son de bélicos clarines y entre ayes de dolor y desesperadas maldiciones, sino llevado por el cariño y el agradecimiento de uno entre otro corazón…

Gilda resplandecía con la luz de las cosas inmortales. Parecía el ángel del bien pidiendo misericordia para la desgraciada humanidad.

—¡Oh, Gilda! —dijo el hada abrazándola con efusión—. Tú, sólo tú comprendes la verdadera misión de los reyes y poderosos en la tierra. Tu deseo es el mejor; pero quiero presentaros esta verdad de bulto para que no me tachéis de injusta. Mirad.

Trazó en la pared un círculo con la varita mágica y apareció una gran lente, detrás de la cual como en un cinematógrafo ideal, pasaban las escenas de la guerra con el ruido de sus espantosas detonaciones. Una multitud horrorosa que apenas se veía entre el fuego y el humo batallaba con furia infernal; el brillo aterrador del acero se apagaba al hundirse en los cuerpos que caían vertiendo sangre por mil heridas, amenazando aún con los puños crispados por la ira.

Mujeres afanosas, llevando cántaros de agua, se perdían en aquella masa compacta y luego salían pálidas, desgreñadas, con las ropas empapadas en sangre, para volver a su piadosa tarea…

Luego aquel cuadro aterrador desapareció y apareció el campo de batalla, solo, desolado, los muertos sirviendo de horroroso festín a los voraces cuervos, multitud de heridos arrastrándose sobre un rastro de sangre o agrupándose para morir reunidos; y en medio de todo este horror, como figuras fatídicas y malditas, seres repugnantes profanando los muertos, maltratando los heridos para quitarles el dinero y las alhajas que llevaban encima, y a lo lejos el incendio devorando las hermosas ciudades y las feraces campiñas.

—¿Ves, Brunilda? La guerra no es más que robo, incendio, desolación y muerte. Ahora mira tú, Gricelda.

Brunilda había ido cubriéndose el rostro.

Un movimiento de la poderosa varita presentó a la vista el laboratorio de un sabio: alambiques, retortas, hornos, telescopios, volúmenes in folio, en los rincones de la pieza oro hacinado como montones de arena debajo de las mesas, tirados aquí y allá, montones de diamantes, rubíes, esmeraldas, perlas cuyos rayos luminosos desaparecían bajo espesas capas de polvo, que nadie se cuidaba de quitar, y en medio de todo esto el sabio, el príncipe Eddín con la cabeza calva, las facciones rígidas, cadavéricas, como si fueran de piedra, todo el fuego de la vida reconcentrado en los ojos, que fulguraban mirando con tenaz insistencia el fondo de una redoma, de forma extraña en la cual se movían millones de seres más extraños aún.

Después, pisando las piedras, empujando el oro con los pies, se acercó a una gran mesa de piedra, donde ella, Gricelda, extendida, con los ojos abiertos, palpitante de terror, viéndolo todo sin poder moverse, sujeta no sé por qué arte, esperaba sobre ella misma algún horrible experimento.

—¡Oh, no, por piedad, no más!…

Y Gricelda sollozaba, llorando el desencanto de su ambición.

—Esto es la ciencia, Gricelda. Mira tú, Gilda.

Apareció el más seductor cuadro que la mente humana puede concebir. Bajo un cielo azul donde se agrupaban nubes blancas, brillantes, se miraba una ciudad empavesada con lujo.

Por todas partes se veían los adelantos de la civilización, el imperio del trabajo honrado, libre, la suavidad de las leyes imperando por la fuerza de la justicia y la razón; la claridad como ley fundamental y obligatoria.

Por las calles una multitud feliz y risueña corría para ser cada uno el primero en ver al bienhechor, al fundador de todo esto, al príncipe Eddín, feliz porque era bueno, y bello porque la hermosura de su alma, reflejada en sus facciones, le hacían el ser más encantador y atrayente de la tierra.

Gilda había caído de rodillas, contemplando embelesada la realidad de su deseo, y el hada, con las manos tendidas, parecía bendecir la unión de aquellas almas puras que se habían comprendido, en lo más bello y perdurable de la vida, que es el bien.

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