Giovanna Rivero (Montero-Santa Cruz, Bolivia, 1972). Escritora boliviana, radicada en Estados Unidos. Como parte de su quehacer literario, ha cultivado con éxito el cuento, la novela, la ficción para jóvenes, la escritura académica especializada en ciencia ficción, el ensayo y la crónica; y ha publicado los libros Las camaleonas (novela, 2001); La dueña de nuestros sueños (literatura infantil, 2002); Contraluna (cuento, 2005); Sangre dulce-Sweet Blood (cuento, 2006); Tukzon, historias colaterales (novela, 2008); Niñas y detectives (cuento, 2009); Helena 2022: La vera crónica de un naufragio en el tiempo (novela, 2011); 98 segundos sin sombra (novela, 2014) - llevada al cine por el director boliviano Juan Pablo Richter, con la actuación especial de Geraldine Chaplin-; Lo más oscuro del bosque (literatura juvenil, 2015); Para comerte mejor (cuento, 2015) y Tierra fresca de su tumba (cuento, 2020). Ha recibido, entre otros galardones, el Premio Municipal de Santa Cruz de Literatura (1997), por su colección de cuentos Las bestias; el Premio en Cuentos Franz Tamayo (2002), por La Dueña de nuestros sueños; la beca Fulbright (2006), que le permitió obtener una maestría en literatura latinoamericana de la Universidad de Florida, donde, también, concluyó el doctorado en Literatura Hispanoamericana; el Premio Cosecha Eñe (2015) y el Premio Bancosol al Mejor Libro Editado en Bolivia 2021 (2022). Además, el año 2011 fue elegida por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de Los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina. El cuento que aquí les presento fue publicado originalmente en la Revista Brecha de Uruguay. (https://brecha.com.uy/respiracion/)
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Giovanna Rivero
RESPIRACIÓN
Se detiene frente al hoyo de diámetro más amplio y zapatea un poco sobre la superficie. Roncos estertores del hielo rajándose en lo más hondo brotan del agujero. Quejidos que no ahuyentarán a los cardúmenes.
El viento baja desde las copas de los altos pinos como una exhalación. El hombre se mueve un poco para tensar mejor el carrete. Si el mundo se midiera sin otra pasión que los ángulos y si eso fuera suficiente para aceptar el destino de las cosas, de los peces que dormitan, de los pescadores, de las corrientes ciegas de agua, bastaría con saber que el sol ilumina la espalda del hombre a unos cuarenta y cinco grados. Y cuando pica un pez morado, de una cresta que recuerda a un antiguo gladiador, el sol le pinta manchas tornasoladas en las escamas. El hombre se quita el guante de la mano derecha a rápidas mordidas, la moja, mientras con la izquierda sostiene a su presa horizontalmente. Saca la pinza del bolsillo de su anorak y le extrae el cebo del paladar. Acaricia por unos segundos al pez sin tocar las agallas. El pez se retuerce un poco. El hombre se agacha y con la mano desnuda lo desliza en el agujero. Agita el agua y saca la mano aterida.
El hombre busca en el bolso de hule el trépano y se dirige hacia el corazón del río. Abre cinco huecos: se para en el medio. Mira a su alrededor y luego mira a sus pies. No es posible saber si imagina a los dueños primigenios de ese reino acuático. Indios de pisada ágil que se instalaban en las riberas del Susquehanna y les ponían nombres a los abetos y a la forma e intensidad del viento. El hombre no sabe que al viento que bajaba de los árboles lo llamaban “Respiración” y, si ese viento quebraba los lagos con su silbido, entonces se llamaba “Wahya”. Quizás el hombre nunca ha leído sobre esa gente. Nadie se para sobre un valle de cristal para revisar mentalmente almanaques de profecías. En este momento es solo un hombre rodeado de agujeros que prometen un mundo secreto.
Debilitado, el sol lo ilumina en porciones cuando el hombre se vuelve hacia el oeste. La mitad de su rostro es un amasijo de tejido devastado. Fuego o ácido. En la otra mitad, en esa cara que también sabe de mesetas y formaciones topográficas, los rasgos van expresando los tonos y pliegues de una personalidad, de una forma de relacionarse con el paisaje. La ceja izquierda es tupida y enmarca un ojo de córnea oscura. El pómulo se alza con valentía, haciendo él solo el trabajo de definir el rostro. Cuando espira con mayor determinación, la aleta sana de la nariz se abre, hambrienta. ¿Qué sentirá el hombre cuando se lleva a esa boca arrasada la mano tiesa para calentarla con el aliento? El tacto se acostumbra antes que el corazón a las cicatrices.
Tampoco sabe el hombre que para los que habitaban el Susquehanna en otra espiral del tiempo, el tacto era lo más confiable. Humedeciendo las yemas de los dedos y oponiéndolas a los polos, podían saber qué tan bravo iría a bajar el Gran Espíritu. Si ese brazo invisible del aire volcaba el orden del mundo, despellejando a las criaturas, arrancando sus pieles y cortezas, hurgando en el estómago de los animales, entonces aquellos hombres debían vestir sus Rostros Falsos mejor trabajados y suplicar misericordia. No era seguro que el Gran Espíritu los escuchara, incluso si los indios más viejos, protegidos por las máscaras de madera, contaban entre sollozos sus “anhelos del alma”, esos sueños en que, siendo coyotes, se montaban sobre las ancas de las hembras y las penetraban, sueños que eran gemidos y vergüenza y eternidad. En ocasiones el Gran Espíritu simplemente bostezaba y recogía su furia hasta el próximo invierno. Pero la mayor parte de las veces desoía esa purga de los viejos y vomitaba escarcha y vendaval, y recién con la Destrucción perfecta se apaciguaba.
Se pone en cuclillas. Pronto no habrá ni un ángulo de luz que le muestre ese sistema venoso sobre el que debe caminar a tramos muy cortos, ejerciendo una tensión moderada y equilibrando el peso corporal en ambas piernas. Otro pescador se habría incorporado con esa última luz, habría tomado el bolso y las cañas y se habría dirigido a la orilla, allá, donde ya es de noche porque los gajos desnudos de los árboles interrumpen toda reverberación.
Pero él es sí mismo.
Está, entonces, el hombre y está la parálisis del río. Y están los pinos con sus brazos siempre extendidos hacia el cielo y los gigantescos abetos y la nieve que borra la memoria. Y está el quejido del hielo abriéndose, avanzando desde su mundo secreto hacia la superficie. Está la rajadura incontenible en busca de las cinco fauces que el hombre ha creado con su trépano. Está el sonido rápido, absoluto, como el que produce una gran garganta ahogada en su propia saliva. Está ese relamerse del río tragándose al hombre cuando las cinco fauces ceden en su equidistancia. Un glup profundo y único que no hace ecos en la noche temprana como si allí nada hubiera ocurrido. Nada más que el viento filo que desciende de las copas de los árboles y que seca con constancia la incansable exudación de la nieve, dejándola lisa, lunar, inmaculada, una extensa cáscara pálida.
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