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lunes, 9 de mayo de 2022

LA SEQUÍA – Ela Urriola

Ela Urriola (Panamá, 1971). Filósofa, investigadora de Estética, Bioética y Derechos Humanos, pintora  y escritora panameña. Se ha desempeñado como docente en las cátedras de Estética en la Facultad de Bellas artes -en licenciatura y maestría-, y Filosofía, Ética, Bioética y Derechos Humanos en la Facultad de Humanidades; y es miembro del Comité de Bioética de la Universidad de Panamá. Ha participado en diferentes congresos sobre Ética, Bioética, Derechos Humanos, Estética y Literatura, dentro y fuera de su país. Como pintora, ha realizado exposiciones individuales y colectivas de su obra. Ha desarrollado una destacada carrera literaria y ha publicado los libros La nieve sobre la arena (poesía, 2015); Agujeros negros (cuentos, 2016); El vértigo de los ángeles. Poemas (2019) y La edad de la rosa (poesía, 2019). Textos de su autoría han sido incluidos en diversas antologías poéticas y de narrativa, y su obra ha sido traducida al inglés, portugués y checo. Entre los reconocimientos que ha recibido por su quehacer literario destacan el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró en poesía (2014), por La nieve sobre la arena; el Premio Nacional de Cuento José María Sánchez (2015), por su libro Agujeros negros; el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró (2018), por La edad de la rosa; el Premio Anita Villalaz Escritora del Año Valores Perennes (2019); el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Carlos Francisco Changmarín (2020), por el poemario Las cosas de este mundo y el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró en cuento (2021), por Carosis. Es Miembro de la Academia Panameña de la Lengua. El cuento que leerán seguidamente fue publicado originalmente en Agujeros negros (2016) y fue tomado del volumen colectivo Cuentos Ultramarinos (2019).

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Ela Urriola




LA SEQUÍA

Carátula de: Cuentos Ultramarinos (Editorial Tecnológica, Panamá - 2019), varios autores

No ha llovido en ochenta y cinco días.

Tencio se quedó dormido para siempre en el maizal cuando la X le escupió veneno en la sangre. Lo encontraron con la mitad del cuerpo ennegrecido y la boca abierta, perpetuando un grito que nunca llegó a estallar. Desde entonces, cada noche Esperanza se despierta en la madrugada y rememora el encuentro con el cadáver de su marido.

No se lo puede sacar de la cabeza. Esa expresión sin consciencia, ese dolor más allá del dolor. Recuerda el olor a miseria, el color de la muerte mientras lo envolvía en la sábana; las tablas que martillaron unos brazos voluntarios en su presencia, mientras a los niños los arrastraron al patio para contarles mentiras. Cuando se le secaron las lágrimas, llevaron el cuerpo de Tencio al Camposanto y ella caminó muda, ciega, exhausta de la ausencia que la acompañaría hasta el último de sus días.

Esperanza se sienta en la cama y lucha con la respiración entrecortada y la migraña. Su malestar no es solo sed sino angustia; la sórdida experiencia cotidiana, la del sueño interrumpido, el extrañamiento convertido en dolor. Así se queda esperando el alba, con una mano en el pecho y la otra extendida en el lado de la cama que continuará vacío. Su mano, que a veces avanza hacia la cabecera y luego aterriza en el centro del colchón, parece una paloma congelada en el vuelo.

—Hoy duele como ayer, porque el dolor que siento es el mismo —murmuró la mujer mirando la pared de quincha agrietada por la aridez y la precariedad.

La entrada y el portal los empezó su marido con cemento. El resto de la casa se haría poco a poco, con lo que la promisoria venta del ganado les dejaría. Nueve reses, que a la muerte del padre se repartirían entre los hermanos; a Tencio le tocaba cuidarlas en el terreno que el viejo les había dejado. Tres de los hermanos migraron a la ciudad, pero Tencio rehusó regalar el patrimonio.

—Esperanza, el señor Joaquín ha dicho que comprará. Pagará por el terreno y las vacas. Ha dicho que lo hará de una vez y entonces podremos empezar una vida. Pagará el precio justo.

Pero Tencio murió. Y después le sobrevendría la sequía. Ahora ella era la custodia de lo que su marido tanto amó. Eran varias las cartas que había enviado a la ciudad, sin respuesta. Esperanza ya no tenía dinero ni aliento para esperar.

—No van a comprar. Con esta sequía nadie va a comprar nada. No hay agua para la gente, menos para los animales —musitó la mujer y un silencio espeso rebotó en las paredes.

Un par de azulejos volaron hasta el orificio que funge de ventana, pidiendo agua. Cerca de las siete, los niños llegarán hasta su cama y le pedirán lo mismo. Mientras tanto, todavía dormidos en el catre, parecen una camada de gatitos paralizados por el calor. Ese aliento de infierno que atraviesa los arrozales secos, las quebradas muertas, los caminos polvorientos y se cuela por las pencas hasta convertirse en pesadilla, los despertará pronto.

Esperanza sabe que el dolor engorda con la miseria. Cada día duele más, porque cada día hay menos. Como un círculo vicioso. Miserables y sufrientes, sobrevolando un agujero negro, así trascurren las horas de la mujer con sus hijos en medio del pastizal, con esas reses que no dejan de dar vueltas alrededor de la casa. Ella salió al patio, depositó los ojos en el infinito y el fogaje perpendicular anestesió su piel trigueña.

Ya perdió la cuenta de cuándo fue la última vez que se escuchó a sí misma reír. A veces, los niños jugando en el patio sueltan una risa furtiva al encontrar una libélula seca, o cuando desordenan el camino de hormigas sedientas, que entran a la casa para hurgar en las esquinas.

Esperanza estiró sus manos y con solo mirarlas supo que ya no tenía fuerzas. Fuerzas para seguir, para permanecer en este desierto en que se había convertido la finca. Ya no había ilusión en su pecho, y su mente también flaqueaba. Muchas veces se sintió desorientada, porque con frecuencia perdía la noción del día en que vivía. Entonces recurría a la cocina y miraba en el calendario con la imagen de santa Librada la fecha que desde hace mucho era una cifra imprecisa. El día era idéntico al anterior, quizás la inercia la mantenía despierta. La inercia, porque la lluvia se encontraba extraviada, muy lejos de aquí.

Sacó de una bolsita de fieltro un pequeño espejo con los bordes gastados por el tacto. Tenía la piel mustia. Una arruga vertical protagonizaba el espacio entre sus ojos y ya era imposible imaginar cómo se vería su frente sin ella. Ahora su rostro era una elipse de huesos. El poco líquido que quedaba en la casa estaba reservado a sus hijos: lo mezclaba con miel de caña y le echaba cascaritas de naranja seca para que algo se les quedara entreteniendo sus encías. En la tinaja ya no había agua, la última taza la utilizó remojando la avena que mezcló en la paila. Ninguna fuente de agua sobrevivió aquel verano. La gente que pudo se fue marchando, pero ella no tenía cómo largarse ni adonde ir.

Esperanza albergaba gritos en el pecho, silenciaba demasiados reproches en la punta de la lengua y sobre todo, no entendía los designios del Señor. La calmaban, pero no quería entender. Era demasiado misterio ese destino que les quitaba la lluvia y segaba la vida de las reses; demasiado castigo quebrándole la espalda y rellenándole las tripas de hambre. Ahora, además, le quitaba el marido.

Tenía preguntas, pero la gente decía que no estaba bien preguntar. No se reclama, porque Dios sabe cómo hace las cosas. O como dijo el padre: “Los caminos del Señor son inescrutables”.

—“Inescrutables” —repitió, para sí, Esperanza.

No comprendía del todo el significado de esa palabra, pero daba lo mismo porque nadie parecía interesado en explicarles la voluntad del Señor. Desde hace meses, ella y sus hijos estaban fuera de su vista. Se quedaron solos.

Recorrió el patio y una brisa haragana apenas le rozó la cara. Las pocas hojas que quedaban en las ramas de los árboles no se movieron; la mayoría había caído, convirtiéndose en una alfombra donde las vacas agonizaban. La ropa tendida desde hacía dos semanas tampoco se movió. Posó la mirada sobre una blusa descosida y la sábana deslustrada por el uso. Ondeaban en la soga como banderas después de la guerra, pero hoy tampoco tendría fuerzas para descolgarlas. La sequía se había llevado sus ganas.

Miró los cubos de aluminio que se llenaron de polvo esperando la lluvia. Algunos se habían volteado. Eventualmente rodaban y hacían ruido cuando los niños se tropezaban al jugar.

Tres reses llegaron hasta el portal. Se quedaron mirándola, los ojos acuosos y entrecerrados, pero fijos en su cuerpo. Si las vacas pudieran hablar, estas seguro lo harían. Le lanzarían a Esperanza las mismas preguntas que ella quería hacerle al Señor. Ella también se habría quedado muda, porque no tenía respuestas. Morirán de sed. Las miró a los ojos y se sumergió en esa noche de pupilas, más negra aún que la noche misma.

—Ay, Tencio, ¿por qué me dejaste en este mundo?

La mujer miró a su alrededor y todo era sinónimo de sufrimiento. Esto era el infierno. El castigo eterno del que habló el cura en el último sermón que escuchó.

Las vacas continuaban allí. Como ella, tampoco tenían fuerzas para moverse. Hizo un amago por espantarlas con el trapo de cocina que guindaba de su mano más por costumbre que por utilidad, pero las reses no se movieron, diríase que se quedaron clavadas en el cemento del portal. Pasaron las horas y a sus huesos esculpidos a lo largo del costillar los iluminaría la luna.

Esperanza entró en la casa. Quería gritar y preguntar sin freno, pero los niños la miraban atentos. Replicaban las preguntas de las vacas en sus rostros y el mutis hacía eco en sus pequeños cuerpos. Ni para las vacas ni para ellos tenía respuestas. Esperanza no tenía respuestas ni para sí misma.

La mujer los miró como miran las madres, con el océano de cariño que se entrega aunque se tengan las manos vacías. Los abrazó, y de ese gesto protector brotó el último gramo de fuerzas que le quedaba. El más pequeño era idéntico a Tencio: El hombrecito de la casa, recién había dejado de gatear. Las niñas eran dóciles y se parecían a ella.

Los sentó en la cama y los vistió con la ropita de fiesta, la misma que usaban para ir a misa los domingos cuando atravesaban la loma en familia. Desde que Tencio murió no regresaron a la casa del Señor.

Sacó la paila del fogón, que desde hace días se encontraba apagado y revolvió la avena. Distribuyó la materia reblandecida en partes iguales. Mientras colocaba las totumas sobre la mesa, a cada niña le dio un beso en la frente. Al más pequeño le hizo un biberón con agua de arroz y lo envolvió en su regazo. Sus pechos se habían secado como la tierra y no podía amamantarlo más.

Con el tiempo, sus lágrimas también se secaron, en complicidad con el cielo. Por eso ya no lloraba en las noches, tan solo un pequeño susurro escapaba de sus labios y los estertores se multiplicaban por su espalda, como si estuviera riendo. Anita, la del medio, le había preguntado un día

—¿De qué te ríes, mamá?

Ella no respondió, solo enderezó la arruga entre sus ojos y levantó los labios como un vuelo de pajarito, un gesto soso, para no hacerle entender lo incomprensible que era su dolor. Si Esperanza hubiera conocido el significado de la palabra lo hubiera dicho: inescrutable.

Comieron del veneno. Comieron y se quedaron dormidos con las entrañas reventadas por el matarratas. A la mañana siguiente llovería y se empaparía la tierra. Las vacas que resistieron la noche pudieron abrir sus fauces y sorber las gotas de esa humedad tardía, caída del cielo.

La puerta estaría abierta y los cubos se desbordarían de agua, pero no importaba, porque en la casa nadie volvería a tener sed.

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