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lunes, 13 de junio de 2022

ESTIRPE – Leonardo Dolengiewich

Tengo varios días buscando en mi cabeza cómo fue que descubrí los textos de Leonardo Dolengiewich. No recuerdo si fue en una revista literaria, si los encontré en redes, citados por algún escritor, o si me los recomendó alguien… Lo que sí recuerdo con exactitud es que todo comenzó con algunas de sus microficciones, la inmediata fascinación que me produjeron, las ganas de leer una y otra y otra y otra más… Y claro, la dificultad a la hora de elegir una para publicarla en el blog. Esto mismo lo viví hace unas semanas, cuando tuve el deleite de releer su más reciente libro de cuentos, La gente no es buena (2020), en el cual Leo demuestra, una vez más, esa gran habilidad narrativa que cumple eso que decía Cortázar en cuanto a que “…un cuento en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente, a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia.” Leer a Leo es asistir a ese hechizo en el que te sumerges en una historia, deseas saber qué va a pasar, pero no quieres que se acabe; y una vez que, inevitablemente, termina, igual sigue resonando en tu interior, te sigue moviendo y conmoviendo, te sigue interpelando. Por eso me complace compartir con ustedes este cuento y, con su lectura, celebrar el día del escritor y la escritora en Argentina, de la mano de uno de sus grandes exponentes contemporáneos. ¡Que lo disfruten!

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Leonardo Dolengiewich.




ESTIRPE

Carátula de: La gente no es buena (Macedonia Ediciones, Argentina - 2020), de Leonardo Dolengiewich

—Pero no es tan terrible, hijo. Yo también dejé una carrera. Dos, en realidad, antes de empezar Ingeniería.

—Sí, pa. Todo bien. Pero no es lo mismo. No es solo dejar una carrera. Es dejar también un lugar. Volverse al pueblo, a esta mierda, a este lugarcito de mente chica e infierno grande.

—Mendoza es una de las ciudades más grandes del país.

—Sabés a qué me refiero.

El padre se encoge de hombros y estira los antebrazos con las palmas abiertas hacia arriba. El hijo retoma la palabra:

—Para un ingeniero, como vos, Mendoza es una ciudad más. Para un artista, es la muerte. Acá todavía siguen sin entender que un trabajo puede no ser de ocho horas, con un salario fijo.

—Bué, cierto que tengo un hijo del siglo veintidós.

—No es eso. Es que acá te la tenés que pelar diez veces más que en Buenos Aires o en otros lugares para ser actor. Todos mis amigos actores de acá tienen otro trabajo.

Luego de un silencio angustioso, después de tragar saliva, agrega:

—Además, me mata la culpa.

—¿Qué culpa?

—Son muchas cosas. No es solo dejar una carrera y una ciudad. Yo allá tenía una vida: tenía una casa, amigos…

—La casa sigue estando a mi nombre, Abraham —interrumpe el padre.

—Abraham, Abraham… ¿Por qué se te ocurrió ponerme ese nombre tan hermoso, tan moderno?

—Ya lo hemos hablado, hijo. Mi zeide…

—Sí, ya me la sé de memoria esa —interrumpe el veinteañero—. Tu zeide quería que su primer bisnieto llevara el nombre de su padre y bla, bla, bla. ¿Y la mamá no se opuso?, ¿no te dijo que era horrible el nombre?

—Sí, ja, ja, ja. Pero cedió, finalmente. Sabés que soy tozudo.

—Me atormenta todo esto, pa. De repente, no sé quién soy, no sé qué quiero de mi vida. No valgo nada.

—A vos te pasa algo más que lo de haber dejado la carrera y haberte vuelto a Mendoza.

El hijo no contesta. Pierde la mirada en el parquet, inspira profundamente y vuelve a tragar saliva. El padre insiste:

—¿Hay algo más, no?, ¿por qué te volviste así, tan de repente? Contame qué es lo que te angustia tanto. Recién hablaste de algo que te da culpa.

—Hay algo más.

Otro silencio eterno llena el living. El sol ya empieza a perderse tras las montañas. El padre se para y enciende la luz. Abraham continúa:

—Estaba de novio yo allá.

—Pero eso es muy bueno, hijo. Nosotros ya creíamos que… ¿con una chica, no?

—Sí, papá. ¿Ves lo que es la mendocinada? Si pasás mucho tiempo sin novia y, además, sos actor, sos puto. No va por ahí.

—¿Y por dónde sí va? ¿Hace cuánto estabas de novio? Estabas, estás, no sé.

—Yo tampoco sé. Hace tres meses que estaba con ella.

—¿Cómo se llama la chica?

—No importa.

—Bueno. Está bien. ¿Y qué es lo que te da culpa?

—Está embarazada.

Esta vez, es el padre quien respira hondo, quien traga saliva. Abraham sigue:

—No sabía qué hacer. Se me caga la vida, ¿entendés? Veintitrés años tengo. Tenía que dejar todo…, empezar a laburar en lo que fuera, dejar de estudiar, dejar de juntarme con mis amigos cuando quisiera, perder libertad, ¡perder todo!

Ninguno de los dos mira al otro. No se atreven. El padre carraspea y sondea en su interior en busca del valor necesario para preguntar. De repente, las palabras le salen de la boca como escupidas, sin pedir permiso:

—¿Y qué pasó?, ¿qué hiciste? ¿Abortaron?, ¿te borraste?

No hay respuesta. El hombre comprende súbitamente y se responde en voz alta:

—Te borraste.

—Sí, viejo. Sí. ¡Soy una mierda! —grita Abraham con la voz rota y empieza a llorar tapándose la cara con las manos.

El hombre mayor deja que el llanto espasmódico suceda. Se pone de pie y se dirige hacia un mueble que está a unos pasos. Saca de allí una botella y dos vasos. Sirve una medida generosa en cada uno de ellos. Apoya uno en la mesa ratona que se ubica entre ambos sillones, retoma su lugar y hace un fondo blanco. Vuelve a servirse abundantemente. Saca de su bolsillo un pañuelo de tela y se lo extiende al hijo mientras le palmea suavemente el hombro.

—Tomá. Sonate. Y tomate eso. Te va a hacer bien. Es del de doce años, del que siempre me pedías que te convidara.

El joven hace uso del pañuelo y también hace un fondo blanco. Luego, ríe y dice:

—Claro. Del que no me convidabas y siempre te tomaba a escondidas.

—Y yo acusándola siempre a tu madre —responde el padre entre carcajadas.

Los dos, menos tensos, dejan pasar unos segundos mientras buscan valor. El padre lo halla primero y pregunta:

—¿De cuánto está?

—Un mes, un mes y medio… No le vino, esperó unos días y se hizo un test de embarazo. Yo no sabía nada. El domingo pasado, habíamos dormido en mi casa, ella se levantó antes que yo y me despertó a los gritos. Salió del baño gritando que estaba embarazada. Yo tardé un rato en terminar de despertarme, en entender lo que estaba escuchando. Ella estaba contenta. Yo le dije que no estaba seguro, que no me sentía preparado. Me dijo “Ni se te ocurra. Yo lo voy a tener”. Le pedí que se fuera, que me dejara solo, que me dejara masticar la situación. Apenas se fue, me armé dos bolsos con lo que fui encontrando y me saqué un pasaje para acá. Deben haber quedado hasta luces prendidas en la casa.

—¿Y estás seguro de lo que has hecho?, ¿no te vas a arrepentir?

Los dos toman. El padre rellena los vasos.

—Sí, pa. No puedo cagarme la vida a esta altura. ¿Vos me ves a mí de padre? Nunca laburé, tampoco tengo ganas de hacerlo. Nunca tuve más responsabilidad que la de estudiar. Nunca me pregunté si quiero ser padre, la verdad.

—Está bien, hijo. Si es tu decisión, yo te apoyo.

—¿No pensás que soy un hijo de puta?

—No, no, hijo. Cualquiera se manda un moco. Y es cierto que no te podés cagar la vida así. Yo también… —el hombre se detiene, se arrepiente de haber empezado a hablar, aunque intuye que ya es tarde.

—¿También qué, pa? No me digas que… —deja la frase a la mitad porque no se anima a seguir.

—Sí, hijo. A mí me pasó lo mismo.

Callan. Una vez más, no se atreven a mirarse. Luego de una eternidad, el hombre se levanta y va al baño. El joven bebe y vuelve a servirse.

—Fue antes de estar con tu madre —dice el padre mientras sale del baño—. Yo estaba estudiando en Córdoba. Yo tampoco me bancaba Mendoza, ¿sabés? Y me fui a estudiar a Córdoba. Quería estudiar Física, pero más quería estar lejos de mis viejos, lejos de acá. Les dije que la FaMAF era lo mejor que había. Era cierto, pero no era lo que más me importaba. La cosa es que poco de Física y mucho de joda fue lo mío allá. Y empecé a salir con una chica, hermosa. Unos ojos tenía… Y, bueno, ya sabés…, la dejé preñada y cuando me enteré, rajé.

No han vuelto a mirarse ni han dejado de beber. Luego de unos segundos, el hombre, con la vista fija en una gota sobre la mesa ratona, continúa.

—Por eso te entiendo. La cosa no está en ser una mierda o no, sino en pensar en si uno está preparado, en si puede hacerse cargo de algo así, en el futuro. ¡El futuro!

—¿O sea que tengo un hermano?

—No lo sé, hijo. Supongo que sí.

—¿No supiste más nada?

—No.

—¿Y la mina no te buscó más?

—No sé. Tampoco era tan fácil. Ahora, ustedes, con el Facebook… es más fácil. A mí se me dio el año pasado por buscarla en el Facebook. Pero no la encontré. Tiene un nombre bastante común, también. Era difícil.

—¿Y no te intriga saber qué pasó, si tenés otro hijo?

—Elijo no pensar. Cuando uno toma una decisión así, tiene que hacerse cargo de lo que decidió y olvidarse.

Otra vez el silencio. Ya es de noche. Abraham mueve una pierna, levanta rítmicamente el talón y lo vuelve a apoyar contra el suelo haciendo ruido, como si siguiera el bajo en una canción. El padre agrega:

—Por eso te preguntaba si estabas seguro.

—Sí, pa. Estoy seguro. Aunque no entiendo nada. Y menos ahora con todo esto que me contás. Pero sí, ni en pedo puedo ser padre ahora.

—Bien, entonces hay que accionar rápido con esto. Yo voy a viajar mañana mismo a Buenos Aires a sacar lo que haya quedado en tu casa y a ponerla a la venta. Ah, a tu madre ni una palabra de esto.

—Está bien. Me parece bien —dice y traga saliva—. ¿Che, y dónde está la mamá? Ya es tarde.

—Salió. Le dije que quería hablar con vos, que no volviera hasta que yo le avisara. Le voy a llamar para que ya se venga.



En el avión, el hombre piensa en los pasos a seguir. No puede perder tiempo. En Aeroparque, comprará dos valijas para meter ahí lo que entre y dejará lo que no. Pondrá la casa a la venta, amoblada como está. Antes de dejar el aeropuerto, pedirá una guía telefónica y de ella copiará los teléfonos de varias inmobiliarias. La celeridad y la discreción deberán guiar sus actos.

Se permite pensar también en aquella cordobesa hermosa, de mirada felina, de mirada verde y felina. Y se permite, por primera vez en muchos años, pensar en aquel hijo a quien nunca conoció. Le imagina varias caras posibles y sonríe pensando en un hijo cordobés que lo llame paaapá. Pero se permite estos deslices por unos minutos, nomás, y sigue planificando lo que debe hacer. No es bueno pensar en estas cosas, se dice. Y menos ahora, que hay que actuar con celeridad y discreción.

Hace lo que tiene que hacer en el aeropuerto y toma un taxi con destino a Palermo. Por las dudas, le pregunta al chofer por inmobiliarias en la zona y va anotando los nombres. Cuando ya están a una cuadra de la casa, ve a una persona sentada en la puerta. Le pide entonces al taxista que lo deje a mitad de cuadra.

Desde allí, mira nuevamente hacia la casa de la esquina, la casa en la que había vivido su hijo hasta unos días antes, la casa que él mismo había elegido y comprado cinco años atrás. Avanza dificultosamente, con una valija en cada mano. Se felicita por el acierto de haberlas comprado con rueditas. Ve que es una chica la que está sentada en la puerta de la casa. ¿Y si es la piba?, piensa. Si me ve con las valijas, se va a dar cuenta de que vengo a sacar las cosas de Abraham. Y más si me ve entrar con la llave.

Decide arriesgarse a que le roben pero acercarse con cautela, sin nada en las manos. Deja las valijas en el pequeño espacio que hay en la calle, entre dos autos estacionados. Camina hacia la esquina. Ve que la chica llora. Es ella, la puta madre, se dice. Piensa en mil posibilidades en un segundo: irse e intentar volver más tarde, acercarse con disimulo y preguntarle si la puede ayudar en algo, decirle que es de una inmobiliaria y que le han encargado vender la casa… Y hasta se le pasa por la cabeza la idea de remediar simbólicamente aquello terrible que hizo veinticinco años atrás: decirle a la chica que él es el padre de Abraham, que el pibe está en shock y no puede hacerse cargo de la situación, pero que él mismo asumirá la responsabilidad y se hará cargo de pasarle cada mes la cuota alimentaria. Decide por fin acercarse y ver cómo se da la situación.

—Hola.

La chica se limpia los mocos con la manga del buzo y responde el saludo:

—Hola.

—¿Estás bien?, ¿necesitás algo?

—No, estoy bien, gracias. Cosas de la vida.

—Bueno. Te hago una pregunta: ¿vos vivís acá?

—No, yo no. Estoy esperando a un forro que sí vive acá.

—Ah. Y…, ¿no sabés si está en venta la casa? Te explico porque ya veo que no entendés a dónde voy con esto: me han dicho de una casa en una esquina por acá, que se vende. Pero no me acuerdo qué calles me dijeron. Sé que era sobre Godoy Cruz pero no me acuerdo de la otra calle.

—No, hasta donde yo sé, no.

—Está bien. Seguiré buscando entonces.

—¿Usted no es de acá, no? Tiene una tonadita…

—No, soy de San Juan —improvisa el hombre advirtiendo la sospecha de la chica.

—¿Estos son los chicles que querías, hija? —dice una mujer que llega caminando a la esquina—. Ah, hola, señor. No lo vi.

—Hola —responde él mientras la sangre se le hiela ante la mirada verde y felina que lo escudriña. 

—¿Horacio?, ¿sos vos?

—Sí. Soy yo —contesta, con la voz temblorosa, y traga saliva—. ¿Cómo estás, Patricia? Las vueltas de la vida…

—Tantos años. Mirá dónde nos venimos a encontrar. Ella es Sara, mi hija. Mi única hija.

2 comentarios:

  1. La historia vuelve a repetirse y aunque quieras cerrarla con siete llaves, ella se aparece y te la recuerda. Muy bueno!

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    1. ¡Hola, Mónica, gracias por tu lectura y por tu comentario! Sí, este texto es genial porque nos narra un episodio que ha ocurrido, ocurre y, seguramente, seguirá ocurriendo, como lo es el hecho de esconder una realidad a base de mentiras y creer que no va a llegar a descubrirse... Pero lo mejor es que lo narra sin moralinas ni preceptivas, sino que nos deja observar cómo pasa y formarnos nuestra propia opinión al respecto. ¡Abrazo enorme!

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