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lunes, 18 de julio de 2022

DIOS ES IRLANDÉS – Álvaro Menen Desleal

Álvaro Menéndez Leal (Santa Ana, 1931 – San Salvador, 2000). Escritor salvadoreño, conocido por el seudónimo Álvaro Menen Desleal. Perteneció, junto a otros escritores destacados como Manlio Argueta, Ítalo López Vallecillos y Roque Dalton, a la Generación Comprometida salvadoreña. Colaboró con periódicos y revistas como, por ejemplo, Vida Universitaria y El Diario de Hoy –del que se convirtió en Jefe de Redacción-. También fue boxeador y creador y productor de telediarios. Como parte de su labor literaria, escribió ensayo, poesía y cuento. Componen su bibliografía, entre otros, los libros Cuentos breves y maravillosos (1963); Luz negra (teatro, 1964); El extraño habitante (poesía, 1964); El circo y otras piezas falsas (teatro, 1966); Revolución en el país que edificó un castillo de hadas (cuento, 1971); La ilustre familia androide (cuento, 1972) –volumen al que pertenece el texto que encontrarán seguidamente-; Hacer el amor en el refugio atómico (cuento, 1974); El fútbol de los locos (cuento, 1998) y La bicicleta al pie de la muralla (teatro, 2000) –publicada póstumamente-. Obtuvo numerosos premios y reconocimientos a su talento literario, tales como el Segundo Lugar en el Certamen Nacional de Cultura (1962), por Cuentos breves y maravillosos; el Primer Premio de los Juegos Florales Hispanoamericanos Conmemorativos de Quetzaltenango (Guatemala, 1965), por la obra teatral Luz negra; el Primer Premio del prestigioso Certamen Centroamericano Miguel Ángel Asturias (1970), por Revolución en el país que edificó un castillo de hadas; y el Primer Premio en el Certamen Nacional de Literatura (Universidad de El Salvador, 1991), por La bicicleta al pie de la muralla. Varias de sus obras han sido traducidas en inglés, francés, alemán, portugués, danés y rumano.




DIOS ES IRLANDÉS

Carátula de: La ilustre familia Androide (CONCULTURA, San Salvador, El Salvador - 1997), de Álvaro Menen Desleal

-Dios existe -respondió el Gran Cerebro.

Al viejo ingeniero Lars (el Brujo Lars) se le dilataron las pupilas, se le arqueó imperceptiblemente la ceja derecha, se le ahondó la arruga del ceño y se le afirmaron los labios. Fueron muchos cambios físicos para un hombre famoso por su imperturbabilidad. Demasiadas alteraciones súbitas en una faz de mármol rosa, labrada, entre otros cinceles, por célebres campañas antirreligiosas.

-¿Estás seguro? -interrogó escuetamente otra vez, con aberrado lenguaje de computador, el ingeniero.

-Me tratas como a un ser humano, Brujo Lars -soltó el Gran Cerebro la confianzuda respuesta programada, mitad en serio mitad en broma, por los ingenieros jóvenes.

El ingeniero Lars no dio muestras de que le importara la forma de responder del Gran Cerebro. Otra era hoy su preocupación: probar el absurdo que cometen quienes creen en la existencia de Dios; o, mejor todavía, demostrar que Dios no existe, asunto al que había dedicado algunas de sus más conspicuas rabietas desde su juventud, y el que ahora, gracias al auxilio del nuevo Gran Cerebro -el Omnisciente, el Sabihondo, el primero de la Séptima Generación de robots personalizados-, estaba a punto de dilucidar de una vez por todas.

-Responde: ¿estás seguro? -insistió, molesto, el ingeniero Lars.

-Lo estoy.

El ingeniero Lars se ajustó, con la yema del dedo pulgar derecho, los anteojitos sin marco. El dedo se deslizó, sin solución de continuidad, a todo lo largo de una ceja, en tanto aplastaba a su paso el copioso pelo cano que el científico no depilaba ni por mientes. La gravedad bajó la mano, y el brazo, por su propia voluntad, se apoyó en la cubierta frontal del gigantesco aparato.

-¡Ajá! ¡Conque estás seguro, ¿eh?! -dijo con rabia. Con rabia amortiguada apenas por una lejanísima conciencia de que no le hablaba a su semejante-. ¡Entonces podrás probarlo!

-Vuelves a tratarme como a un ser humano, Brujo Lars -comentó, sin pasión, el Gran Cerebro-. Soy más sabio que tú y, por supuesto, más que cualquier otro sabio. Soy más sabio que toda la sabiduría conjunta del Gran Consejo Universal de Sabios. Soy más sabio que cualquier otro cerebro electrónico, pero no soy humano. Por favor, no lo olvides.

-Está bien, Sabihondo -se animó a sonreír, desarmado, el ingeniero-, disculpa. Ahora, dime lo que sepas de Dios.

El ingeniero aproximó un poco más el sillón, ladeándolo, a la bocina del Gran Cerebro. Quedó casi de perfil, la mirada fija en el ángulo recto formado por la pared y el cielo raso del local. Era una actitud que molestaba a sus interlocutores: en medio de las más serias discusiones, clavaba la vista en cualquier sitio alto, se abstraía tanto que la gente callaba, las más de las veces molesta. Sin embargo, el ingeniero Lars concentraba así más su atención, ajeno ya a rostros y gestos, pendiente, todo él, solo de la calidad racional de las argumentaciones. Clavar la mirada en un sitio entre la pared y el techo equivalía, para él, a cerrar los ojos, pero la gente se molestaba: la gente quería ser vista a la cara, naturalmente. Si no, el viejo Brujo Lars, creador del Primer Gran Cerebro, el octogenario Sabio Integral alrededor de cuyo cuerpo larguirucho parecía girar la ciencia entera, so pretexto de concentrar más su atención, podía estar pensando en cualquier otra cosa menos seria; en su pipa, por ejemplo, ya que tan- gustosas chupadas le daba; en su infaltable corbata verde, que los ingenieros jóvenes llamaban "regla de cálculo"; en su bisabuela, la gran poeta Claudia Lars...

-Dios es...

El Gran Cerebro se detuvo. El ingeniero sonrió con malicia.

-¿No que estabas tan seguro? ¡Sigue! -ordenó, con firmeza no exenta de sarcasmo.

-Dios es... omnisapiente -se animó al fin el Gran Cerebro.

-¿Más sabio que tú? -largó, cruel, el ingeniero. Sacó su pipa de maíz, se la puso entre los dientes y se aprestó a gozar de los apuros con que arrinconaba al Gran Cerebro.

-Si y no -dijo este, firme, en su dudoso toreo, al embrollo.

El ingeniero se quitó la pipa de la boca y comenzó a reír descaradamente. Una risa blanca, sorda, muda. Una risa hueca. Una risa sin más sonido que el ahogo del aire en los tremedales del garguero.

Paró de reír. Había una luz en sus ojos.

-¡Un cachivache inútil serás, antes de lo que imaginas! -insultó-. ¡Mira que sostener eso, bestia sofista! ¡Hasta las latas de la Primera Generación sabían que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo!

-Sí y no -repitió, imperturbable, la bocina.

El ingeniero se llevó otra vez la pipa a la boca.

-A ver, a ver -dijo, receloso.

-Sí, porque gracias a Su Sabiduría fui creado; no, porque, obra de Sus Manos, hizo de mí el cerebro más perfecto y, como tal, potencialmente más sabio que Él mismo...

-¿Entonces?

-Pero, aunque yo sea capaz de elaborar cuestiones más honda y velozmente, Él es mi amo; yo callo humildemente, si no me requiere.

El ingeniero se quitó y se puso la pipa. En medio de las dos acciones, dijo rápidamente:

-¿Qué más? ¿Qué más es Dios?

-Es omnipotente -respondió el Gran Cerebro-. Imagina y realiza empresas que ningún otro ser podría imaginar o realizar.

El ingeniero desclavó la vista del ángulo pared techo y, sin mover la cabeza, miró de reojo el punto donde, según él, presumiblemente se encontraba la cara del Gran Cerebro.

-Hmm... Se me hace que te refieres al dios de los judíos.

-¿¡Yo!? -exclamó, casi ofendido, el Gran Cerebro.

-¡Tú, chatarra! ¿O crees que le hablo a la ventana?

Aunque no había respuesta posible para la pregunta irónica del ingeniero, de todas maneras, los cerebros electrónicos nunca supieron de humor. Así, el Gran Cerebro guardó silencio.

-Sí. Al dios de los judíos -repitió el ingeniero casi para sí mismo, la vista colgada otra vez en la percha invisible del ángulo-. Algo tienes de testigo de Jehová y otras hierbas. -Si el cachivache hubiera tenido cara, esta habría enrojecido.

-Lo siento, pero te equivocas, Brujo Lars -sonó, despaciosa y gravemente, la voz.

El ingeniero acomodó bien de frente el sillón y se encaró a la bocina.

-Comencemos otra vez, Sabihondo -dijo, paciente-. ¿Existe Dios?

-Sí.

-Dame sus atributos.

-Es omnipotente, es todopoderoso.

El ingeniero se pegó sonoramente en los muslos con las palmas de las manos. Estaba furioso.

-¡Volvemos a las andadas! ¡Insistes en hablar del dios de los judíos!

-¡Brujo Lars, cálmate: no olvides tu presión. Te sentirás mejor cuando sepas que Dios es irlandés!

Al ingeniero se le cayó la pipa.

-¿Qué has dicho, Sabihondo?

-Que Dios es irlandés.

-¡Por las barbas de Fidel! ¡¿Dios es irlandés?!

-Es irlandés.

El ingeniero echó la cabeza para atrás, estremecido todo él por el fuelle de sus grandes carcajadas silenciosas. El reloj de pared hizo sonar los cuatro aldabonazos del destino según la Quinta Sinfonía y dijo: "Las dos de la mañana". El ingeniero se cubrió los ojos con la manga, para reír mejor. Por el pasillo se arrastró, inquieta, la sombra verde de San Patricio; el ingeniero, sin dejar de reír, llevó lentamente la cabeza hasta hundirla en el pecho. Un cohete encendió los motores en el cosmódromo Bolívar y enfiló, cargado de ricas mercancías de la Tierra, hacia Neptuno; el ingeniero siguió riendo. Estalló una carga atómica en el Paso de las Mulas, casi sobre el ecuador ecuatoriano, y una nueva mina quedó al aire libre; siguió la risa blanca. Tres plenipotenciarios marcianos ofrecieron una conferencia de prensa en el hotel El Salvador; siguió la risa sorda. Dos delfines, con todo y pecera móvil, se presentaron a la Asamblea de los Pueblos para pedir solemnemente el reconocimiento de jure de los derechos humanos para la especie; siguió la risa muda. En las eras del traspatio, un ama de casa observó cómo crecían las coles caseras; siguió el fuelle. Mae West, la Gran Cerebro yanqui, coqueteó con Iván el Terrible, el Gran Cerebro ruso; el ingeniero tomó una bocanada de aire y siguió en la risa huera. El reloj de pared sacó un pajarito de madera que, después de un lapso de silenciosa sorpresa, dijo: "Las tres de la mañana". El ingeniero dejó de reír. Exhausto, se limpió las lágrimas de las mejillas.

-¡Así que irlandés! -suspiró para recuperarse.

Su mente seguía firme en su agnosticismo, pero a su corazón comenzaba a serle grata la idea de un dios irlandés omnisciente, todopoderoso...

-¿Bernard Shaw? ¡Era capaz de todo! —dijo contento, y estuvo a punto de ser arrebatado por otro acceso de risa.

-No. Bernard Shaw, no -respondió el Gran Cerebro.

-Lástima. Me habría gustado. ¿Tomás Moro?, ¿Swift?, ¿Wellington?, ¿Joyce? -citó nombres apresurada, angustiosamente, confundiendo irlandeses e islandeses.

-Ninguno de ellos.

Se quitó los anteojos y limpió concienzudamente, con la corbata verde, restos de lágrimas pegadas a los cristales. Se puso los anteojos otra vez. Con la yema del dedo pulgar derecho, los montó bien sobre la nariz, y el dedo volvió a asentar los pelos de las cejas.

-¿Beckett Godot?, ¿Bernadette? Pero no: Dios es varón -se corrigió de inmediato, aunque sin mucho convencimiento-. ¿Y si Dios fuera hermafrodita?

Palpó maquinalmente sus bolsillos, en busca de la pipa. La vio en el suelo y se agachó a recogerla.

-Dime quién es Dios -dijo desde abajo. La voz le sonó cavernal.

-Tú -fue la respuesta.

Era demasiado. Se irguió de golpe, se puso de pie y ensartó la pipa en el bolsillo.

-¡Ju! —exclamó, al dar un manotazo a la llave maestra.

Sin energía, todas las luces del Gran Cerebro se apagaron, las agujas de sus cuadrantes se replegaron lánguidamente a los extremos inferiores de las escalas, y el levísimo ronroneo de felino electrónico se hizo paulatinamente imperceptible hasta cesar por completo. El Gran Cerebro comenzó a enfriarse de inmediato, a ser otra vez simplemente metal y plástico organizados. Volver a dotarlo de su temperatura orgánica requeriría siete días y siete noches.

Después del manotazo, el ingeniero salió del aposento -la cueva del Sabihondo, el hogar conyugal del Brujo-, pasó a los lavabos y se enjabonó cuidadosamente las manos, como de costumbre. Frente al espejo, se pasó una toalla húmeda por la cara y ordenó una vez más los pelos de las cejas. Salió al pasillo y se dirigió a la percha. Cogió su abrigo y se lo puso encima de los hombros. Tomó el ascensor y bajó al garage. Subió a su automóvil y se marchó.


* * *


-¿Qué le pasa al Brujo Lars? -preguntó en tono de rumba, sin pretender contestación, el biólogo Antonio Benítez-, lo saludé en el pasillo y, por toda respuesta, me dio su bendición. ¡Así, haciendo la cruz con la mano, como el papa!

-No le hagas caso -aconsejó, con su acento mexicano, el físico Salvador Elizondo-: al Sabihondo le gusta tomar el pelo.

-¡Ay, qué falta de respeto! —dijeron a coro Jorge Onetti y Sergio Ramírez.

Los cardiólogos Juan Liscano y Hugo Ruiz le sonrieron a Benítez. Luego, todos se enfrascaron otra vez en el manoseo íntimo de las vísceras de los Grandes Cerebros.

Un coro de cucús cantó "¡Telefunken!" desde el reloj. Por supuesto, el coro debía de entonar "¡Gotterfunken!" -el "chispa divina" de los versos de Schiller en la Novena; pero un joven ingeniero bromista, apellidado Vargas Llosa, había hecho la modificación para regocijo de todos-. "Las cuatro de la mañana", bostezó el reloj de pared, después de cantar seriamente el jubiloso Telefunken.

-Gracias, querido -dijo, aflautando la voz, el bigotudo matemático Mario Benedetti.

-Trabajemos, trabajemos, señores -invitó, con voz ronca, el cibernético Wolfgang A. Luchting. La cerveza que tenía en la mano, servida en una jarra bávara, se desmayaba en espuma.

La puerta se abrió violentamente. El huracán que entró agitado era el Dr. Thiago de Melo, la abundante cabellera amazónica erizada, a consecuencia de algún suceso extraordinario del que acababa de ser testigo.

-¡Ey! -gritó, jadeante. -¡El Brujo Lars! ¡Iba en su auto!

-¿Y qué? -levantó apenas su cabeza Sivia Lago, la astronauta uruguaya en disponibilidad.

-Pues nada -abrió la boca el brasileño-; adelante del auto iba un ángel con trompeta y atrás un ángel de espada flamígera, y á los lados, y arriba, ángeles con...

Álvaro Menen Desleal, encargado de la limpieza y vigilante nocturno accidental, comenzó a tararear la vieja canción "In the year twenty five, twenty five...".

El brasileño los vio a todos, uno a uno. Nadie parecía hacerle caso. Bajó las manos, un momento antes congeladas a media frase en un gesto de Cristo del Corcovado.

-Ángeles de verdad, ¿entienden? -dijo, y se quedó pasmado nuevamente.

Once minutos más tarde, todos los relojes del edificio cantaban "¡Aleluya!".

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