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lunes, 17 de abril de 2023

HISTORIA DE UN GATO - Daniel Edgardo Petasne

Close-up de Daniel Petasne (full color)

Daniel Edgardo Petasne (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, 1956). Abogado, profesor de piano y escritor argentino. Ha publicado el libro de cuentos Anouk y otros relatos (2022). Coordina talleres de lectura y alimenta el blog El mago bestiario. A continuación podrán leer su cuento, hasta ahora inédito, Historia de un gato.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Daniel Edgardo Petasne




HISTORIA DE UN GATO

Soledad es cuando nos perdemos de nosotros mismos
y procuramos en vano nuestra alma."

- Chico Buarque, “Soledad”


Las cartas de amor se empiezan
sin saber lo que se va a decir
y se terminan sin saber lo que se ha dicho.

- Jean-Jacques Rousseau


Hace una semana que vago por la ciudad sin rumbo y ahora me he apartado del tránsito. No estoy preparado para vivir en la calle, estoy sucio, mi piel hiede. Ya no sirvo para nada. Me lo dicen en la cara. Soy un tonto extraviado y por mi aspecto de borracho mendicante me han corrido de algunos bares cuando me acerqué a pedir comida. La gente tuerce la mirada o se cruza de vereda, pero en el interior de un local me mira precavida, podría ser un maniático o un delincuente que esté pasando por una mala racha. En un pasaje escondido, revolví tachos de basura buscando un mendrugo y me corrieron sus habitantes. No hay caso, somos animales buscando sobrevivir y no nos gusta que invadan nuestro miserable territorio. Estoy perdido, no de mi casa, sino de mí mismo y soy un descarte inservible que se ha salido de la ruta y no sabe cómo llegar a destino. Yo tenía un destino o eso es lo que decían siempre mis padres. Haz esto o aquello. Cuídate. Ten un futuro. Una familia. Y uno trata, se golpea, da un paso atrás y trata de dar dos adelante, La vida no es fácil, insisten. Pero algunos nacen en cuna de oro y entonces, las rispideces se suavizan, los años transcurren entre algodones, salvo en la adolescencia donde todo te golpea. Otros ni siquiera logran hacerlo. Aun así, sobrevives. Hasta que conoces a alguien que te gusta y no importan todos tus logros materiales, propios o heredados, e ingresas en esa zona de peligro inminente que los humanos llaman amor. Nosotros no somos muy diferentes, pero agrandamos las cosas, quizás por el hecho de ser siete veces más crédulos e inconscientes. Algunos hasta el hartazgo, hasta el desconocimiento de uno mismo. Pensarán que exagero, que millones de seres inteligentes en este planeta han logrado encontrar la felicidad. Pero si uno, solo uno sufre, ¿no invalida ese presupuesto? ¿O la felicidad está hecha para las mayorías? En esta democracia del sentimiento si uno no se acopla a la manada y se satisface con migajas, no tiene futuro. Y estamos tan pobres que nos conformamos con la parte más pequeña del pan, con nada o casi nada, con las sobras de algún gran banquete al cual nunca fuimos convocados. Entonces corremos el riesgo de conformarnos y quedar reducidos a una esclavitud consciente donde te sujetas a sufrir por alguien por el cual sientes repugnancia.

Pude colarme en un vagón del metro y durante gran parte del día fui de aquí para allá sin importarme el recorrido absurdo que hacían millones de personas. Todo estaba bien, yo en mi mundo, ellos en la cotidianeidad, cuando dos policías me sacaron de los pelos y me pusieron contra la pared azulejada del andén. Quise explicarles que no había cometido ningún delito, que no era mi culpa no tener tarjeta de viaje, que nunca me la darían, ni siquiera los servicios sociales conocían mi existencia. Uno de ellos, comenzó a gritar que me callara. Su cuerpo se puso violento blandiendo su dedo índice acusatorio tan cerca de mi cara que su saliva y su aliento me aplastaban cada vez más contra la pared, mientras los viajeros miraban comprendiendo, con la excusa paralizante de estar en un tren que se movía, con ventanas que los protegían del espectáculo, igual que los asesinatos vistos en un celular. Me tiraron en la calle, en medio de los autos y cientos de pies que corrían como todas las noches, como todos los días. Tenía tanto miedo que olvidé mi hambre y busqué un lugar para esconderme. No fue fácil llegar hasta el techo del edificio. Tuve que sobornar al portero y correr por la escalera de servicio cuando se dio cuenta que no cumpliría con las promesas fingidas. Él se cansó en el segundo piso, agitado, el aire le faltaba, se recostó en los escalones y mientras me maldecía mil veces, lo miré por última vez. Luego subí los ocho pisos restantes y cuando llegué a la terraza del ático ya era otro. En nuestro imaginario la altura es símbolo de status y sus categorías, y yo carecía del dinero, honorabilidad, respeto e inteligencia necesario para ser valorado. No vengo de una familia tradicional, ni tengo herencia, mi lengua es inculta, nací en cualquier lado, carezco de títulos nobiliarios y méritos y mi color, quién sabe si es el adecuado. Pero en este momento soy dueño de la altura y de la vista increíble de la ciudad. Quiero pensar que no será así por siempre, que, pese a que la vida comience a golpearme, no lo seguirá haciendo eternamente. Sería un castigo olímpico y yo valdría menos que las cucarachas, quienes pese a todas las destrucciones que les propinamos, genéticamente están preparadas para sobrevivirnos. Calculo la altura del portero y elijo el techo del tanque de agua para dormir esa noche. Trato de engañar a mi estómago contando estrellas. Mañana podré investigar todos los techos de la cuadra. He sobrevivido otro día.

Vivir en los techos es como habitar un planeta desolado, con cráteres por aquí, una montaña allá, planicies acullá. Gracias a esta mala costumbre de colgar la ropa en los balcones ya casi nadie sube y la geografía es toda mía. Mía y de las ratas. No se impresionen. La mala fama de los roedores urbanos ha fijado en el inconsciente colectivo un estigma innecesario. Pero todo el tejido muscular de un mamífero contiene básicamente las mismas proteínas, ya sea un filete vacuno o las patas de una rata. Su carne es baja en grasas y sabe a pollo o conejo, pero es oscura y tiene un sabor más fuerte. Debo esperar todavía un tiempo para volver al restaurant donde las cocinan al vapor y su sabor es más intenso. Por ahora, ellas y yo, convivimos en un acuerdo inestable, donde sacrifican una princesa cada tanto mientras yo viva, con la promesa a futuro de comer mi cuerpo cuando muera. Ellas creen que eso les dará una fuerza sobrenatural de la que yo carezco. Nunca me dejarán ser parte de su mundo subterráneo y carroñero que solo comparten con el Dante. Se saben miradas, despreciadas, perseguidas y como una secta se desplazan de un lugar a otro sin importarle cómo gira el mundo. No hemos nacido así, sino que hemos buscado refugio para compensar tanto abandono, dicen. Los habitantes de los techos tenemos eso en común. Por lo menos mis circunstanciales compañeras son sinceras con ellas mismas y surcan los aires por los cables de video o hacen equilibrio vertical entre el onceavo y doceavo piso del edificio de frente sin mirar hacia abajo. Saben que, si caen, deberán regresar a las profundidades. En cambio, yo, ansío volver inútilmente a la superficie, al infierno del que me he escapado, a ella. Antes de separarnos me relató como un rústico posiblemente migrante, al pasar por un pueblo que acababa de ser arrasado por Drácula, se sorprendió al ver al príncipe de Valaquia caminando entre un bosque de empalados sin importarle el olor que desprendían los cuerpos putrefactos. Al sugerirle que un noble no debería estar en aquel lugar donde el corazón se detiene, cuando ya no entra aire a los pulmones y todo se paraliza, que esos olores se quedan impregnados en la ropa y muy metidos en la nariz, Vlad ordenó que lo empalen tan alto que el olor no le molestara. Como la leyenda, ahora luzco empalado y arrepentido en las alturas para no sentir mi propio hedor.

El cuestionable privilegio de mirar la ciudad desde arriba me da el derecho a imaginar un hormiguero destrozado. En él, en algún lugar está ella, de la que no he dicho nada, porque no puedo hablarle fuera de las cuatro paredes del poeta.

10 comentarios:

  1. guao excelnte relato

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  2. Acuarela Martínez17 de abril de 2023, 16:32

    Maravilloso!

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  3. Muy bueno, profundo. ¡Me encantó! IFP

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  4. Entré a su mundo de abandono. Terrible vida, y una migaja de esperanza. Gracias.

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  5. Por lo visto, tengo un problema de percepción, a veces veía hablar a un gato, otras veces a un hombre. Por otro lado, mi cultura general es limitada por eso no entiendo la relación entre Drácula y los personajes. Tendré que leer el cuento de nuevo.
    De todas maneras, gracias por presentarlo en este blog, y ya que el autor es músico, me gustaría saber si tiene cuentos que tengan que ver con música.

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  6. Los gatos te han prestado el misterio y vos los convertiste en. magia...

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  7. Soy poco objetivo en la lectura de este cuento y me reconozco un poco gato... Cuando baje de la terraza todo empezará de nuevo...

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  8. Es muy rreal y es para pensar

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  9. Conozco el contexto de Drácula y de Vlad el empalador y ni así le entendí. Si alguien pudiera explicarme se lo he de agradecer.

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