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lunes, 24 de abril de 2023

SIETE – Mariana Libertad Suárez

Singular: según el Diccionario, este adjetivo sirve para calificar algo (o a alguien) que es “único en su especie”, o bien que es “extraordinario, raro o excelente”; posiblemente, esta definición resulte más que adecuada si hablamos de Mariana Libertad Suárez. No solo es una académica inteligente, una investigadora comprometida y una escritora creativa y muy prolífica, sino que también tiene la conversación interesante, la sonrisa franca y la libertad en el nombre y en la forma de pensar, atributos que la convierten en una de las personas más auténticas que conozco y que, claro está, impregnan sus textos de ese atractivo propio de las buenas historias. Por todo ello, me contenta muchísimo compartir el cuento que encontrarán más adelante, el cual forma parte de su libro Uno nueve siete cuatro (2019).

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Mariana Libertad Suárez




SIETE

Carátula de: Uno nueve siete cuatro (Colmena Editores, Lima, Perú - 2019) de Mariana Libertad Suárez

Mi amor no precisa frontera,
como la primavera, no prefiere jardín.

Silvio Rodríguez, «Por quien merece amor».


—Sé que no fue lo mismo, doctora, pero no puedo evitar que las dos situaciones se superpongan.

—¿Tiene alguna hipótesis de por qué se confunden los recuerdos?

—Tuvo que ver con la oración que me soplaron al oído. Aquel teniente me dijo: «Santiago, vamos a mi habitación, tenemos que hablar». Y este maldito susurró: «¿Quieres pinga, machito? Solo tienes que hablar».

—Son expresiones parecidas, pero sé que muchas veces usted habrá escuchado palabras similares en otros contextos y no las relaciona.

—Ni en mi adolescencia ni ahora pude responder. Creo que la mudez, el no tener capacidad de reacción fue lo que me hizo experimentar de nuevo ese hielo que une mi memoria de los dos días. No había olores comunes, quizás sí algunos colores. La mano de mi teniente se asomaba bajo la camisa blanca, con unas yuntas doradas, el brazo que sostenía el maldito palo en la discoteca estaba cubierto por una camisa estampada. Los dedos tampoco eran iguales, los de hace pocas noches estaban cubiertos de pelo, los vi muy de cerca mientras me amordazaba, eran blancos y regordetes, con las uñas cortísimas. La forma de silenciarme también fue distinta en cada caso, pero en ambos sentí que esos hombres me odiaban con todas sus vísceras.

—Hablar de odio es quizás un exceso.

—No, doctora, créame que, si algo he aprendido en mi vida es a diferenciar el deseo del odio; la ignorancia, de la apatía; la incapacidad, del anhelo de exterminio.

—¿Me puede explicar cómo? Recuerde que un en-cuentro sexual, en muchas culturas, implica un vínculo amoroso.

—Ellos no se preocuparon por saber quién soy. Ni cuando me abusó mi teniente Flores ni en lo que pasó en la discoteca, alguien se percató de que había un ser humano más allá del cuerpo. En el liceo, nadie se aprendía nuestros nombres, ni siquiera los compañeros de clases. Sé que al teniente nunca le desperté ni un solo sentimiento noble, aunque siempre me repitiera cuánto le gustaban ciertas partes de mi anatomía. Era odio, doctora, créame, sé lo que le digo.

—Lo de la discoteca. ¿No sería rabia hacia lo que usted representaba, más que hacia usted como individualidad?

—Soy un sujeto único, con matices propios, no una alegoría. ¿Qué se supone que represento?

—Hablo de lo que ellos ven, no de lo que usted es en realidad.

—Ven lo abyecto, la indignidad, ven un desecho. Aunque con casi diecisiete años de diferencia, las dos situaciones ocurrieron en un momento en el que yo estaba muy vulnerable. Usted sabe que mi adolescencia también fue terrible, en el liceo había hombres por todos lados, la disciplina militar nunca me pareció necesaria; jamás me adapté a la locura de tener que obedecer todo el tiempo. Sé, y con los años hasta lo agradezco, que estudié ahí porque mis viejos creían que era mejor, por eso «me dieron» esa oportunidad, pero nunca se preocuparon por escucharme, por entender mis deseos de hacer las cosas de otra manera, mi interés por la música ni mi determinación a ser profesional de las ciencias.

—Usted tiene que elaborar esa etapa de su historia, no puede reprochar las creencias de sus padres por el resto de su vida.

—Yo lo sé, pero fue tan violento.

—¿En su casa recibió algún maltrato físico?

—No, eso nunca; es decir, hubo algunos castigos, pero fueron contados. Hasta los veinte años viví con miedo, más por las palabras que por los hechos. Hubo dos o tres cuerizas entre los diez y los quince, antes de los diez unas cuatro bofetadas muy separadas en el tiempo, pero (aparte de eso) nunca recibí golpes. Yo sé que en este momento suena terrible, pero para los años ochenta en América Latina, era una tasa más bien baja. El miedo procedía de la voz que, cada semana, me recordaba que los azotes se podían repetir y que me ofrecía formas de castigo que nunca se iban a ejecutar: «Te voy a volar los dientes», «te voy a dar hasta que te marques, para que llores con razón».

—Pero nunca olvidó los episodios, fueron traumáticos sin duda. ¿En ese momento se convenció de que ese era el trato que merecía recibir? Tal vez por eso hizo todo lo que estuvo a su alcance para que las situaciones de agresión se dieran de nuevo en otro contexto.

—Al contrario, pasé demasiados años de mi vida buscando el escondite perfecto: la facultad de Ciencias, el orfeón, el trabajo en el centro de copiado. Durante mucho tiempo, me esforcé por convertirme en invisible.

—¿Su bloqueo emocional deriva de ahí? ¿Ese es el origen de su incapacidad para llorar y reír?

—No. Se originó antes, esas cosas no nacen de un día para otro, pero en mi caso, el viaje de promoción fue crucial. Mis papás no querían que fuera, pero ya iba a comenzar la universidad y era la última vez que iba a ver a mis compañeros juntos. Fue una decisión muy tonta, nunca me sentí parte del grupo, de hecho, nadie se acercaba a nuestro pabellón, se burlaban de quienes dormíamos ahí, pero en ese momento me quería despedir.

Era julio de 1993, yo ya era mayor de edad, así que no tenía por qué pedirles autorización a los viejos, pero usted sabe que ni mi cuerpo ni mi historia me llegaron a pertenecer hasta muchísimos años después de aquel día. Viajamos un viernes en la madrugada. Debí imaginarme que el teniente quería algo, porque se dirigió a mí muchas veces durante el recorrido, me hablaba viéndome a los ojos en cada parada: «Santiago, ven». «¿Quién se sienta con Santiago?». «¿Y el vaso de Santiago Osorio dónde está?». Cuando me bajé del bus en el campamento, me seguía con la mirada. Me pareció -y luego confirmé— que me estaba escudriñando las nalgas cuando me levanté para ir al baño. Yo temblaba de miedo, pero no me atrevía a reclamarle nada.

Nos sentamos a comer y cruzamos miradas. Me sonrojé, pero no porque disfrutara su lascivia, sino porque me avergonzaba que me viera así frente a los demás. Fue hace muchísimo tiempo, pero todavía recuerdo a la perfección el mantel de cuadros rojos y blancos sobre el que veía mi mano moverse. Yo contemplaba la cucharita plateada que se hundía en la sopa, para no volver a encontrarme con sus ojos. Quizás usted dude de mi palabra, pero en aquel comedor había un ambiente abrasador que resucito cada vez que siento el olor de la crema de auyama. Plateado sobre naranja, entraba la cuchara hasta que el plato estuvo vacío y no me quedó más remedio que girarme para descubrir que sus ojos seguían ahí.

Quise tranquilizarme pensando que me observaba así para evaluarme. A fin de cuentas, yo tenía un perfil raro dentro de mi promoción. Era la primera vez en la historia en la que pasábamos del régimen seminternado al internado completo y que se nos asignaba un pabellón. Me dio miedo saber que me acechaba; pero también me resultó lógico que él estuviera intentando averiguar si había sido una buena idea permitir que durmiéramos en el liceo. El postre era un bienmesabe. Había sido hasta ese momento mi dulce favorito y después de aquella noche nunca más lo pude probar. Cuando me metí el primer trozo a la boca, a la presencia asfixiante de mi teniente, se sumaron una fila acerba de recuerdos. Dos años atrás, un maldito que nunca entendió que yo no quería nada con los hombres, me había puesto una pistola en la sien y me había obligado a mamarlo.

Había sido una noche en el liceo, después de la cena, yo era brigadier de aula y me había quedado recogiendo la basura del salón después del examen. Márquez se me acercó y me dijo un par de bromas pesadas sobre cómo me movía. Lo miré con rabia y seguí barriendo, cuando de pronto sentí sus manos en las nalgas. Me volteé con todas las intenciones de moretearle la mejilla, pero cuando lo tuve de frente, vi el arma. Es imposible que haya sido una Glock 17, pero le juro que así la recuerdo. Me ordenó que me agachara, se abrió el pantalón y me acercó el pene a la cara. «Te voy a curar la mariconería», me dijo. Logré articular algunos sonidos, le supliqué que me dejara en paz, le dije que a mí solo me gustaban las mujeres, que eso siempre iba a ser así, pero no se detuvo.

—¿Qué le contestó?

—Nada. Me puso el arma en la sien, abrí la boca y me movió la cabeza con la mano. Me tragué hasta la última gota de su semen. Vomité cada mañana durante los nueve meses subsiguientes. Quería salir de mi propio cuerpo por la boca. No era solo él, todos creían que yo mentía cuando me escuchaban afirmar que sí me gustaban las mujeres. Sé que mi timbre de voz no ayudaba, ni mi manera de caminar, pero yo no podía controlar mis inflexiones. Jamás se me ocurrió que él tampoco tuviera dominio de sí mismo.

—¿Por qué lo dice?

—Mi voz y mis ademanes lo sacaron de sus casillas. Por eso me siguió esa noche y me obligó a mamarlo.

—¿Cómo sabe que fue una respuesta a sus acciones y no un desorden de personalidad de su compañero?

—Porque a mi teniente Flores le pasó lo mismo dos años después. A lo largo de mi vida, me pregunté muchas veces qué había hecho tan mal para que ellos confundieran el miedo con deseo. Es cierto que yo había peleado porque nos cambiaran del régimen seminternado al internado completo y eso los había confundido. La verdad es que cuando solicité dormir en el liceo, yo solo estaba evitando verles las caras a mis viejos, pero algunos compañeros creyeron que yo disfrutaba el ambiente o que era feliz entre machos. Ni Flores ni Márquez se percataron de que yo aborrecía todo lo que tuviera que ver con su forma de vida.

—¿Vio? El odio está de su lado.

—No lo crea. Hasta esa noche, con el teniente Flores, era solo desprecio; el odio vino después.

—¿Después de qué?

—De que me llevó a su habitación.

Acabó la primera cena que compartimos en el viaje de graduación y nos fuimos al billar. Yo no tomaba alcohol en aquella época, o tomaba mucho menos que los demás, así que a la segunda cerveza me mareé un poco. Entonces, se me acercó y me empezó a tocar temas de los que él sabía que me molestaba hablar. Movía los dedos gruesos y toscos con mucha lentitud mientras hablaba, hasta me llegué a imaginar que amasaba algo en el aire. Tenía, además, un reloj que parecía de acero. Lo veía cada dos o tres minutos, no sé esperando qué cosa.

Como no caí en sus provocaciones, me atacó sin disimularlo. Me preguntó que por qué me obstinaba en estudiar en la universidad, que me convenía ir a la Escuela ahora que podía. Repetía que a la Facultad de Ciencias solo iban las personas brillantes, que no era mi caso. Para demostrarlo, me recordó los poquísimos tropiezos que había tenido en mis años en el liceo. Después añadió que mi personalidad era muy débil y, por eso, necesitaba de la disciplina militar para poder funcionar en el mundo. Yo veía cómo se movían sus labios casi inexistentes sobre su cara de pera, cómo subía y bajaba esa barbilla agujereada. Doctora, créamelo, no era un mentón partido, tenía un círculo perfecto y oscuro justo aquí, parecía perforado por un taladro. Me daba mucho miedo la posibilidad de ver más de cerca esa hendidura y ni hablar de las marcas de su frente abombada, pero lo que más me espantó fue cuando se acercó y, con esa expresión de sufrimiento que parecía esculpida por Agesandro de Rodas, expectoró la última saeta: «Santiago, usted no nació para esas cosas, déjeselas a los hombres inteligentes, mejor haga su carrera militar y luego, cuando se retire, se busca alguna ingeniería».

Siempre me reprocharé no haber guardado silencio, pero sentí tal amargura al oír su sentencia que le contesté: «Perdone, mi teniente, ya tengo aquí mi carta de aceptación en la mejor universidad del país». Le seguí diciendo que no podía rechazar esa oportunidad, que, además, no me interesaba la ingeniería, sino la química como ciencia, entonces me sonrió con sus dientes alineados y ordenó: «Santiago, vamos a mi habitación, tenemos que hablar». En ese momento mi vida se partió en dos.

—¿De inmediato?

—Desde que entramos y cerró la puerta, el tema de la conversación se desvió hacia mí y hacia mi cuerpo. Me preguntó si me gustaba alguien. Luego, me empezó a hablar de los rasgos de los otros cadetes del pelotón sin ninguna censura. Como vio que me había abochornado, me dijo, sin pelos en la lengua, que él tenía noticias de que en las noches yo me masturbaba, que quienes me acompañaban en el pabellón se lo habían contado. Yo sabía que era mentira. Ni Franco, que compartía conmigo la habitación, ni León o Alonso, que dormían al lado, hubieran sentido la confianza necesaria para suministrarle esa información a mi teniente. Entre otras cosas, porque sus ejercicios de autocomplacencia eran más ruidosos que los míos y yo sí sabía a ciencia cierta con qué estudiantes de nuestra sección se habían revolcado.

El resto de la promoción estaba lejos. Jamás me hubieran podido escuchar en las madrugadas. Además, nunca me masturbaba con ruido. Por eso sé que estaba tanteando, queriendo provocar una respuesta que yo no le quería dar. Me pidió que le explicara cómo me sobaba, que le contara si recordaba encuentros anteriores o si fantaseaba con alguien del liceo. Me quedé en silencio unos minutos, tuve la esperanza de que lo estuviera preguntando porque quería saber si yo era homosexual o no. Entonces decidí mentirle.

—Ha sido su estrategia de protección desde temprana edad.

—Sí, pero esa vez no tuvo el resultado que había esperado. Me dio miedo confesarle que mi vida sexual se reducía a una penetración oral en contra de mi voluntad, perpetrada dos años antes por Márquez, porque él era un modelo de virilidad para los estudiantes de nuestra promoción. Yo tenía la certeza de que, si alguien se llegaba a enterar, me culparía de todo lo ocurrido. Le mentí a mi teniente, pero no sirvió de nada porque cuando terminé de hacerlo me besó, me besó, me besó y no me atreví a decirle que parara. Intenté apretar los labios, pero no lo conseguí porque estaba en shock; mi cuerpo no respondió. Me acarició las mejillas y me comenzó a abrir los botones de la camisa uno a uno.

—Parece más un estupro que una violación.

—Solo al comienzo. Consentí los besos y las caricias, pero cuando me quise ir, me agarró la cara con fuerza y me abrió el pantalón. Me dio la vuelta y me enterró la pinga erecta en el orificio anal. Estaba tan enfermo, que eyaculó en segundos. Luego me dijo que me fuera a mi habitación sin hacer ruido, que, si Franco me preguntaba algo, le dijera que me había ofrecido una beca para ir a la Escuela. Antes de cerrar la puerta, me guiñó un ojo y me aclaró que la oferta era real, que yo solo tenía que pedir lo que quisiera.

Nunca en mi vida había odiado tanto mi cuerpo. Por eso me hizo tanto mal lo ocurrido hace dos semanas, porque me recordó cuánto podía llegar a abominarme. Me dolió al infinito que regresara esa sensación de suciedad: a los dieciocho años me bañaba tres veces al día con el deseo profundo e inalcanzable de limpiarme. Ahora, a mis treinta y cinco, me dediqué a purgarme, como si el objeto repugnante estuviera dentro de mí.

—Es curioso, porque usted dice que no hubo penetración hace pocos días en la discoteca.

—No, no hubo, no con un pene, pero igual he revivido muchas cosas. Tengo el ano roto y el conducto herido, el forense aseveró que la penetración había sido con el mango de una escoba. No quiero hacer la asociación, porque usted sabe que cuando eso pasa, bloqueo para siempre el objeto, los aromas y las palabras. Después de Márquez, nunca más usé correas de cuero, el olor y el aspecto me dan náuseas; después de Flores, nunca más toleré el sabor de las auyamas; y ahora mismo me erizo cuando, por accidente, escucho la voz del hombre que cantaba mientras el trozo de madera me invadía sin mi consentimiento.

—A medida que elabores las situaciones vas a poder oír de nuevo esa voz sin asustarte, quizás hasta la misma canción.

—Con la música nunca lo supero. Es algo que me importa demasiado como para poder aislar los significados. Era una canción de amor, doctora. Me estaban reventando por dentro y escuchaba a una parejita feliz hablando de su sonrisa, de encontrarse en el camino, de cómo se mandaban fotos y canciones. Lo peor es que esta vez fue en simultáneo. Afuera todos hacían el coro de esa declaración de amor y, a pocos metros de distancia, a mí me estaban masacrando. Todavía no puedo evitar que se llene de escarcha mi columna cada vez que oigo la canción que sonaba cuando Márquez me llenó la boca con su inmundicia. Dígame, ¿cómo voy a volver a oír ese tema que escuché durante cada minuto en el que me torturaron dentro de la discoteca?

—Tenga paciencia. Es bueno que concientice que debe elaborar el duelo, pero no fuerce sus tiempos.

—Es que suele extenderse demasiado y ya no soy tan joven. ¿Le conté que, después del abuso de mi teniente, yo pasé varios meses sin conocer a nadie?

—Faltaban algunos años más para que tuviera una pareja, ¿no?

—Sí, casi cuatro, pero me refiero a que no conocí a ninguna otra persona más allá de que me gustara o no. En la universidad no le dirigía la palabra a ningún compañero por más de dos minutos. En casa me encerraba en mi habitación. No sé cómo había personas que todavía me daban los buenos días al verme. Yo no lo hubiera hecho nunca de haber estado en su lugar. Los trabajos en grupo eran una pesadilla, quizá peores que las clases prácticas en las que cada estudiante tenía que exponer los resultados de su trabajo frente a los demás. Yo temía que escucharan esa forma sobrearticulada de pronunciar que siempre me ha diferenciado, mis tonalidades, esos agudos que he tenido que pagar a un precio tan alto. Me daba terror volver a despertar lo que había llevado a Márquez y a mi teniente Flores a obligarme.

—Ambas situaciones están elaboradas a medias. Si lo evalúa bien, verá que, aunque tras lo de Flores hubo un proceso de aislamiento, poco después conoció a los amigos que ahora la están ayudando a solucionar sus cosas.

—Mis amigos existen solo porque entré al orfeón. También aprendí a tocar y pude, poco a poco, sacar lo que me tenía en ese estado semivegetativo.

—La percusión fue una manera inteligente de exteriorizar la violencia contenida.

—Era dolor, no violencia. Yo era quien recibía las agresiones. Pero es verdad que con la música sentí que mi rareza no era tal. El orfeón era un partido de sueños, cabíamos todos con originalidades, miedos y hasta con lo que nos hacía más normalitos. Luego, descubrí que podía tocar tumbadoras, que podía hacer algo bien, hasta diría que muy bien. Por eso conocí a Pau.

—¿Pau?

—Mi primera relación pública y consensuada.

—¿Por qué silenció esa historia? Nunca la menciona.

—No la he silenciado, solo que no hablo del tema para no entristecer a Norma. Pau no era un ser humano normal, sino un ratón de biblioteca. Le debo todo lo que soy. Al principio me cayó muy mal. Recuerdo su cara de susto cuando le dije que no había visto Plaff o Demasiado miedo a la vida, que ni siquiera sabía que existiera una película que se titulara así. No esperaba que me fuera a invitar a verla en su casa. Todavía vivía con su mamá. Había un VHS en la sala. Después de ver la película me juré que iba a aprender a tocar todas las canciones de la banda sonora, pero me distraje cuando compartimos Fresa y chocolate y nos terminamos lamiendo cada rincón del cuerpo en el sofá, regalándonos caricias con la lengua. Era una sucesión de eventos maravillosos: mi primera película de Gutiérrez Alea, una banda sonora con nombres que nunca había escuchado en mi liceo militar, José María Vitier, Beny Moré, Albita, Alberto Corrales, Pablo Milanés y Frank Fernández, mi primer orgasmo, la posibilidad de crear un grupo con Pau y los demás para versionar estas canciones. ¿Me creería si le digo que lloro cuando las canto? Es más, cuando veo a mi Pau en la televisión o en la prensa, me descubro tarareando «Tú me sabes comprender».

—¿Por qué no busca refugio en un coro en este momento?

—Supongo que es más fácil sanarse con música a esa edad que a esta. El abuso de hace unos días fue en mi cumpleaños treinta y cinco. ¿Sabe? Yo estaba celebrando; sentí que la vida me estaba diciendo que mi existencia no era motivo suficiente para alegrarse. Lo mejor hubiera sido el aislamiento, pero Norma insistió en que buscara ayuda. Yo esperaba que los abusos terminaran en algún momento, pero mientras más años pasan, más cuenta me doy de que la gente odia por odiar. No me vea así; sé que me va a decir que soy yo quien siente el maltrato, pero créame que no es nada bonito tener que vivir a la defensiva.

No me quiero enfermar. No puedo. Norma y Jotaeme —que, aunque sea hijo de ella, también lo considero mío— me necesitan más que nunca. Con ellos he entendido que es indispensable decir las cosas, no quedarse con las heridas abiertas ni con la boca cerrada, así que intento comunicarme a diario; pero cuando llegamos a temas sensibles, empiezo a mentir.

—Siempre lo ha hecho.

—Nunca como ahora. No tiene idea. Elaboro historias complejas. Por ejemplo, el hermano de Norma, el único miembro de su familia que me quiere, nos visitó antes de ayer para desearnos feliz Navidad y llevarle un regalo a su sobrino. Me preguntó sobre mi familia y, sin darme cuenta, tejí un relato que no tenía casi ningún punto de encuentro con la realidad.

—¿Puede reproducirlo?

—Sí. Le conté que durante mi infancia había vivido en casa de mi abuela y que ella se había encargado de cuidarme, que sentía un profundo orgullo de que yo hubiera estudiado una carrera científica y de que, además, tocara percusión. Dije que ella había ido a todos mis actos de graduación, a mis conciertos, que había presenciado la celebración de mis logros, que había muerto en 2002, cuando yo tenía veintisiete y que, desde entonces, no frecuento a ningún miembro de mi familia, que solo los veo una o dos veces al año.

La verdad es que mi abuela vivía en mi casa, ningu-neada y acorralada por mis papás, que ella me hacía la comida y me acompañaba porque ellos la obligaban. Siempre les parecí una persona endeble, aunque no me lo dijeran cara a cara. Ella era un desecho, como yo. Todo sería mejor si nos juntaban. También es cierto que mi graduación no les importó a los viejos porque ellos sí habían estudiado carreras productivas, así que mandaron a mi abuela a que aplaudiera, para no perder su día de trabajo. Yo hubiera preferido ir sola, pero la madrugada anterior, mis papás me descubrieron llorando a escondidas. Creyeron, cuándo no, que mi tristeza tenía que ver con que sus ocupaciones no les dejaran asistir al acto. Jamás se les ocurrió que yo me estaba partiendo en pedazos porque era pareja de un hombre y eso suponía una vergüenza y un profundo dolor para mí.

—La alteración del pasado no es tan radical, es una versión menos dolorosa de esa realidad, una narración más digerible para usted.

—No crea, doctora. Le di una cantidad de detalles inexistentes y, de tanto hablar del tema, terminé teniendo sueños con sucesos y espacios que inventé esa misma noche. Por ejemplo, le hablé de dos perros que tenía mi abuela, que eran idénticos y los había recogido de la calle, aunque la verdad es que habían sido un regalo y ella los aborrecía; de una hermana mayor que es mi prima, la que vivió siempre en casa, pero esa noche decidí cambiar el parentesco; de lo rico que cocinaba mi abuela, aunque lo hacía sin demasiada pasión y siempre me servía la comida de mal humor.

—Todas las cosas que mencionó existen, solo que usted las desplazó o las condensó. ¿Hubo algún personaje que no reconozca? Es decir, que no sea una reelaboración de alguno de su entorno.

—No lo creo, pero todos están tan modificados. Primero hablé de una amiga, una amiga con la que casi por accidente me besé alguna vez, pero le dije al hermano de Norma que había sido mi novia, que yo conocía bien a su familia y que todo se había roto porque habíamos perdido un hijo producto de una inseminación. Imagínese lo absurda que podía resultar esa historia, si alguien considera que la situé hace diez años. En mi delirio, Pamela había sido mi pareja a finales de los noventa, cuando la fecundación in vitro todavía era catastrófica y a todos los que la intentaban les tocaba criar sextillizos.

—Seguro hay restos diurnos. Usted me dijo que en la actualidad ha debatido con Norma sobre la posibilidad de un embarazo asistido. Además, en esos años, usted tuvo una pareja estable.

—Sí, pero fue un hombre, no le podía contar eso al hermano de Norma, podía creer que no sé lo que quiero en la vida o les iba a decir a su hermana y a su sobrino que soy una persona peligrosa. Además, fue una relación terrible, la que le siguió a mi rompimiento con Pau.

—En una sociedad como esta, que usted haya tratado de disimular su tendencia sexual no tiene nada de extraño. Usted solo quiere minimizar el rechazo de las personas. Es lo normal. Si se fija bien, no mentía del todo.

—Claro que sí. Fui pareja de un hombre cuyo olor me producía arcadas. Yo pensaba que después de lo de Márquez y de Flores, nadie que no tuviera la grandeza de espíritu de Pau me iba a querer. La soledad me consumía, alguna vez creí que iba a enloquecer. Me enfermé como nunca me había pasado, casi perdí la voz. Por eso, cuando él apareció, aunque yo tuviera claro que era prejuicioso y ruin, quise conocerlo, me propuse quererlo. En el tiempo en que salimos, jamás llegué a cantar como lo había hecho antes, no pude tocar percusión ni una sola vez. Me avergonzaba tanto oírlo hablar en público que dejé de ver a la poca gente que me quería. Todavía, cada vez que me entero de algún comentario suyo siento que me desprestigio. Les ruego a todos los santos que nadie asocie nuestros nombres en este momento.

—Fíjese, acaba de emitir un juicio de esos que usted le reprocha a su madre.

—No es lo mismo, en serio. En mi caso no se trata de estatus económico, sino de humanidad. Él es una mala persona; si fuera una mujer multimillonaria, pero con su mismo discurso, yo seguiría sintiendo vergüenza. Por eso le dije al hermano de Norma que mi otra relación larga había sido con Pamela, un ser humano solidario. Además, ella es talentosísima, canta mejor que yo por ratos. Es la que grabó la versión de «Pecado original» en mi disco. ¿Se acuerda?

—No, no lo recuerdo.

—«Ninguno de los dos es un ministro, ninguno de los dos es un censor de sus propios anhelos mutilados...».

—Acordamos que no cantaría en las sesiones.

—Es solo para que sepa de quién le hablo y por qué me resulta tan divertido decir que ella fue mi novia y, lo que es peor, inventar que todavía tenemos una relación cercana, que siempre versiono las canciones que ella solía cantar. Hasta he llegado a fingir, en medio de algunas copas, que hacemos el amor con frecuencia, pese a que no nos vemos hace unos ocho o nueve años.

—¿Pero habla con ella cada cierto tiempo?

—Intento hacerlo. Desde el año pasado, cuando aparecieron el Hi5 y el Facebook, le escribo en público, comparto los anuncios de sus conciertos y comento sus fotos como si tuviéramos un trato familiar. Ella me responde en términos muy cariñosos, aunque hasta puede que haya olvidado aquellos encuentros porque en su vida no tuvieron ninguna importancia. En serio, doctora, cuando leo su nombre en alguna notificación comienzo a dudar de mi salud mental. Hace mucho tiempo, alguien nos fotografió. Aquella noche, ella, con su sonrisa de amanecer, se paró junto a mí y dejó que la rodeara con mis brazos. La imagen estaba extraviada, pero hace un par de meses una amiga común la encontró en su disco duro y la compartió. Cuando me tuve que enfrentar a ese recuerdo, un coletazo de huracán me sacudió el alma. Pasé un rato largo creando una frase con la ambigüedad suficiente como para que despertara suspicacias en quien la viera, sin que Pamela sintiera la necesidad de hacer aclaratorias.

—Si se tomó la foto, es posible que ella también se sintiera involucrada con usted.

—No, no, la foto es muy antigua, de la época en la que yo era pareja de Pau. La tomamos por un asunto profesional. Estábamos de gira, habíamos ido a tocar a Mérida y todo había salido estupendo: buen trago, buen público, buena paga. Es una zona donde todos escuchan las canciones que nosotros hacemos, así que al flautista se le ocurrió imprimir unos papelitos para que el público marcara qué temas quería escuchar. Era como una suerte de menú, con sopa, seco y postre. El problema es que, de necio, incluyó varios temas que no habíamos ensayado y, como era de esperarse, el público pidió al menos dos de la lista prohibida. Hubiéramos podido engañar a los presentes y decir que la selección de canciones había sido otra, pero el dueño del bar decidió hacer el conteo en voz alta, frente a todos, así que no nos quedó más remedio que responder. Con el primer tema no hubo problema, era «El breve espacio» y lo resolvimos solo flauta y voz, pero el segundo, «Venga la esperanza», nadie lo quería tocar.

«Dice que ha perdido la buena esperanza y se refugia en la piedad de la ilusión...».

—Por favor.

—Sí, disculpe, solo canté para que se hiciera una idea de lo difícil que podía ser improvisar ese tema. Ella se ofreció a hacerlo a capella (o casi) si yo me sentaba en el cajón peruano y la acompañaba. Así, con su dulzura de mapache, sus ojos de pantera y su voz de crepúsculo logró que todos la aplaudieran de pie. Convirtió el miedo en el milagro de la noche. Cuando hablo de ese concierto, por ejemplo, siempre le hago creer a quien me esté escuchando que Pamela y yo habíamos planeado la interpretación en la intimidad, sin que el resto de la banda lo supiera. Nunca comento que ella solo me llamaba por mi apellido, porque no conocía mi nombre de pila, ni que la foto fue para celebrar que habíamos salvado al grupo del ridículo.

—Sigue sin parecerme que las cosas hayan cambiado. Quiero decir que usted debe seguir tratando de controlar su tendencia a esconderse tras las fantasías, pero el síntoma no se ha agravado de ningún modo, no más de lo que correspondería al hecho de haber sobrevivido a una situación traumática.

—¿Sobreviví?

—Bueno, aquí estamos. Además, según me cuenta, ha podido hablar con algunas personas en estos días y ha dormido bien durante varias horas seguidas. ¿Es así?

—He tenido algunas pesadillas también, pero, como usted misma dice, ninguna que vaya más allá de lo normal. Eso sí, la del camino de animales salvajes ha aparecido poco. En cambio, hoy amanecí asustada porque estaba en un campo de refugiados no sé si con Márquez, Flores o los dos que me torturaron en la discoteca. Comenzó a llover, llovía a cántaros, todo se mojaba, era como si el techo tuviera enormes goteras, el piso se comenzaba a encharcar. Entonces yo caminaba hacia otra habitación para evitar mojarme, pero al entrar, abrí una gaveta y encontré un teléfono y una pistola, los agarré y me regresé para volarle la cabeza a cualquiera de los cuatro que estuviera ahí.

—Justicia por mano propia. No siente que las instituciones estén haciendo su trabajo.

—Nunca lo han hecho, doctora. He tenido contacto sexual con cinco hombres en mi vida y siempre ha sido en contra de mi voluntad; en cambio, Paula y Norma me han protegido y también me han enseñado que debemos resguardarnos de todos.

—¿De todos?

—Hasta de los que visten un uniforme y cobran un sueldo.

—He visto muchas referencias a su caso en la prensa, quizás ahora, en el 2009, algunas cosas han cambiado.

—Se armó un escándalo porque mi hermano puso a circular la denuncia. A estas alturas, se convirtió en mi gran defensor.

—¿El periodista Ruso es su hermano?

—Raúl Udolfo Santiago Osorio es mi hermano menor. El único varón.

—¿No es paradójico que se refugie en una figura masculina?

—No crea. Siempre he sentido que él es menos hombre de lo que parece. Es mucho menor que yo. Hasta me tocó cuidarlo. Hubiera deseado que naciera al menos seis años antes.

—¿Por qué lo dice?

—Quizás así lo mandaban a él y no a mí al liceo militar. Aunque también es verdad que nos trataban diferente. Yo, por haber nacido con útero y vagina sin que nadie me preguntara si lo deseaba, he oído que tengo que poner límites. A Raúl nadie le dijo nunca que viviera con miedo.

A mí me tocaba satisfacer a mis padres en todo, ser la dama y también el vagabundo dentro de la historia y, si algo me pasaba en el camino, yo era la única culpable.

—Disculpe la honestidad, pero a la única persona que he escuchado decir que usted es corresponsable de las agresiones es a usted misma.

—Es cierto, a veces siento que no debí estar sola ese día con Márquez, que no tenía por qué beber en la discoteca hasta el agotamiento y permitir que dos hombres abusaran de mí. Lea, por favor. Lea el recorte que está en este mismo diario. En el titular dice: «Mujer violada en la discoteca 12AM está fuera de peligro». Luego, en la redacción del artículo aparece mi nombre completo «Carmen Julia Santiago Osorio» y no mencionan el de los delincuentes. Hablan de cómo estaba vestida, de mi tendencia sexual, de mi relación con Norma. Me da tanto miedo. Pienso en Natasha Franco, mi compañera de cuadra en el liceo. Sé que le he hablado de ella. La sacrificaron como a una res infectada por viajar en autobús con su pareja. En la prensa aparecieron infamias como «Se lo merecía por machorra».

—Las cosas no son tan extremas como usted las pinta. Hay una denuncia en curso, quizás no en los términos que esperábamos, pero sí existe. No tiene por qué dudar de la institucionalidad.

—¿Sabe? Norma y yo tenemos el donante de semen. Acordamos que se fecundaría su óvulo y lo transferirían a mi matriz. La ginecóloga forense me dice que no hubo daños severos, que me puedo embarazar sin problema, pero ya no sé si es buena idea traer a una niña al mundo.

—Téngase paciencia. Cuando empiece a elaborar el trauma, todo se va a ver con más claridad. Si sigue trabajando, su vida se va a ordenar más temprano que tarde.

—Puedo esperar. A pesar de mis treinta y cinco, puedo esperar. Solo que a mi edad, es difícil creer. ¿Qué me sugiere que haga mientras tanto?

—Cante.

—No la entiendo.

—Nunca se calle, aunque todos, hasta yo misma,  nos   sintamos   más   cómodos   con   su   silencio.

1 comentario:

  1. Gran historia. Apasionante y aterradora a la vez, con escenas de violación bien descritas.

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