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lunes, 1 de mayo de 2023

EL LADRÓN DEL BONIATAL – Lydia Cabrera

Lydia Cabrera Marcaida (La Habana, Cuba, 1899 – Miami, EE.UU, 1991). Etnóloga, investigadora y escritora cubana. Siendo muy joven, incursionó en la escritura con colaboraciones de crónica social en la revista Cuba y América, donde utilizaba el seudónimo Nena. También escribió para las revistas francesas Cahiers du Sud, Revue de Paris y Les Nouvelles Litteraires, así como para las revistas cubanas Orígenes, Revista Bimestre Cubana, Bohemia y Lunes de Revolución. Desarrolló una intensa labor de investigación y promoción de los aspectos lingüísticos y antropológicos de la herencia afrocubana presente en su país natal; cuyo resultado fue una amplia producción literaria, tanto desde la ficción como desde el ensayo antropológico. Conforman su bibliografía, entre otros, los libros Contes nègres de Cuba (1927), traducidos al francés por Francis de Miomandre -cuya primera edición en español fue publicada en 1940, con el título Cuentos negros de Cuba-; ¿Por qué? Cuentos negros de Cuba (1948); El Monte (1954); Refranes de negros viejos (1955); Anagó, vocabulario lucumí (1957); La sociedad secreta Abakuá (1958) y Ayapá: cuentos de Jicotea (1971) –al cual pertenece el texto que leerán a continuación.




EL LADRÓN DEL BONIATAL

Carátula de: Ayapá: cuentos de Jicotea (Ediciones Universal, Miami Fl., Estados Unidos - 2006) de Lydia Cabrera

Cuando a Jicotea le empezaba a salir el bigote, su madre, juiciosamente, le preguntó:

—Hijo, tienes cabeza para todo y ya va siendo hora de que aprendas un oficio. Hijo, ¿quieres ser cocinero?, ¿panadero?, ¿dulcero?

—No, madre.

—¿Y armero, cerrajero, calderero, hojalatero? ¿Talabartero?

—¡No, madre!

—¿Barbero? ¿Peluquero?

—No, madre.

—O más bien sastre; las casacas y los paletos se pagan caros. ¿Zapatero? ¿Sombrerero? ¿Camisero?

—No, madre.

—Lindo oficio el de platero; y me haces unas manillas y unas argollas. ¿Ebanista? Y tendré una comadrita para mecerme. ¿Albañil? ¡Y me fabricarás una casita con su portal!

—No, madre. ¡No, madre!

—¿Tabaquero? Y fumaré buenos tabacos que me regalará mi hijo; Londres Superfinos, Imperiales, Cazadores, Conchas y Damas... Todos me vendrán bien: fuertes, extrafuertes, flojos.

—No, madre.

—¿Quieres ser cirujano, licenciado?

—No, madre.

—Hijo —dijo la vieja, pensativa—. De seguro que comes tasajo y eructas pollo. ¿Te gustaría ser Obispo?

—No, madre.

—¿General? ¿Gobernador? ¿Rey o Emperador?

—No, madre.

Entonces, la vieja, gravemente:

—Hijo, ¿quieres ser bribón?

—¡Sí, Señora Mamita!

Madre e hijo sonrieron. “Dios es grande: de tal palo tal astilla”, dijo para sí la vieja.

Por aquel tiempo Jicotea robaba con mucha constancia y sutileza los boniatos yema de huevo de cierto excelente boniatal. Diariamente iba a desenterrar un boniato de los más grandes. La precaución es cualidad que aprovecha y honra al ladrón, le oía decir a su madre. También, aunque esto lo entendía a medias, que la gandizón estorba la consecución y no mantiene posesión.

De robar un boniato, vio que costaba el mismo esfuerzo y se podía, con precaución, robar seis... o doce, hasta que el estanciero, alarmado de la merma considerable que ya suponía la desaparición continua de sus mejores boniatos y de la maña que se daba aquel ladrón invisible, cansado de vigilar el sembrado, jeremiquiando ¡me roban, me arruinan! dio parte a la Guardia Civil. Ésta, dos largas noches de lucero a lucero, los ojos puestos en la siembra, no tuvo mejor suerte que el estanciero. El ladrón no aparecía; pero quedaban los agujeros en la tierra blanda para dar fe de su malfetría.

—Es cosa del otro mundo —dijo el estanciero, y la Guardia Civil asintió cavilosa.

—Será lo que Dios quiera. Ladrón de carne y hueso no es, ya te lo habríamos cazado. Acaso un ánima muy hambrienta del Purgatorio...

Pues quiso Dios que al guajiro se le ocurriese fabricar un muñeco y untarlo de liria. Un pobre gran demonio de palo, de paja y de andrajos, que enclavó en tierra sólidamente. Y aquella noche, cuando Jicotea se entraba furtiva por el boniatal, los brazos en cruz del espantajo y sus sombras, lo sorprendieron. Él, guaiboso, cortés, saludó al caballerete.

Se oyó la vocecilla nasal y alfeñicada de un Jicotea hablarle a un Espantapájaros.

—Muy buenas noches, Señor. ¿Me regala un boniatico?

Una brisa alzó discretamente los faldones del traje ripioso del desconocido y se estremecieron las pajas de su pecho, pero Jicotea no obtuvo respuesta. Levantó el tono.

—¡Yo le dije buenas noches y que si me da un boniatico, Caballero!

El hombre de los brazos muy abiertos tenía vuelta al cielo una cabeza absurda. Estaba absorto, perdido en la contemplación del hormiguero incesante de estrellas que desfilaban titubeantes por las negras paredes del cielo.

—¿Me da un boniato? ¿Sí o no? —le gritó Jicotea impacientándose. Pero el hombre, obstinadamente vuelto al cielo, miraba cómo en los huecos más oscuros del firmamento las arañas de la noche tejían y retejían sus mallas de luz cenicienta, y no respondió.

—¡Señor, señor! —insistía. Inútilmente. Aunque el aire, lánguido, ladeó su cabeza, toda la atención del caballerón se le antojó a Jicotea que se concentraba ahora en una sarta de estrellas vivísimas que colgaba de sus brazos.

—Yo tengo la mano pesada —dijo Jicotea a modo de advertencia. Y descargó el puño con todas sus fuerzas sobre la única pierna del hombre mudo que lo ignoraba.

—¡Yo tengo dos manos para pegarte! —Arremetió Jicotea ciego de cólera, con su mano izquierda, porque la derecha se quedó adherida a la pierna del hombre raro que no se inmutaba.

—¡Piernas para patearte! —se desbravó Jicotea, preso de las dos manos, pero pensando derribarlo al fin de un solo puntapié.

Como si sus manos y sus pies fuesen de hierro, y en su inmovilidad, de imán el misterioso personaje, Jicotea pasó algunas horas incorporado, fijo a la pierna dura y pegajosa del espantajo.

Apresado, pensó en la muerte. Se dio por perdido; le pareció que era demasiado tarde, e inútil, arrepentirse de sus pecados. Se burló amargamente de su insolencia, de sus arrestos; se cubrió de injurias y mil veces se gritó estúpido. Por último, lloró mucho rato, inconsolable, sobre sí mismo, con esa compasión infinita que no merece la desgracia ajena.

En aquel momento pasó huyendo el Venado. ¿Era, en la eternidad de la noche desbordante de estrellas, un cometa, una estrella fugaz que corría por la tierra o era realmente el Venado?

—¡Amigo, por favor! —imploró Jicotea.

—¡Maldita noche! —dijo deteniéndose el Venado—. Me atacaron unos perros. No sé cómo he podido escapar con mi vida.

—¡Pues por esa vida preciosa que salvaste, Venado, líbrame de este hombre!

Tembloroso, jadeante, se acercó Venado. Tomándolo con la boca por las protuberancias de su concha, desprendió a Jicotea. Éste se movió libremente. Agitó sus brazos y piernas.

—No sé cómo darte las gracias. El agradecimiento, igual que picada de alacrán, me entorpece la lengua.

Avizorando toda la extensión del campo, siempre pronto a la fuga, Venado se despedía:

—Adiós, Jicotea. Buena suerte.

—¡Por lo que tú más quieras, Venado, dámele una patada a este hombre!

—Con mucho gusto.

Y Venado, a su vez, quedó preso. No pudo retirar sus patas traseras, nerviosas y finas. El hombre, aunque perdió gran cantidad de pajas y algunos de sus harapos, sin darle la menor importancia y pese a las sacudidas que le daba el Venado pugnando por despegarse, ni así zarandeado, mudó de gesto. Nada le hacía salir de su arrobamiento.

Una claridad verde amagaba detrás de los árboles agujereando sus cabelleras y renegriéndolas. Desaparecieron las estrellas. El aire, desperezándose, revolvió fragancias nuevas; se llevaba un sabor de frescura secreta, de tierra y de flores húmedas, aún dormidas.

—Jicotea —suplicó el Venado—, ¡líbrame de este hombre!

Jicotea miró al hombre inconmovible, ya desnudo de noche, despojado de estrellas. De la cruz que era su cuerpo vestido de andrajos, guindaba tristemente su pobre cabeza abatida, bulto blando de guiñapos mal formado y miserable, anodino.

—¡Jicotea, los pájaros despiertan! —suplicaba el Venado.

—¡Jicotea! —gimió por última vez—. Veo venir un hombre a caballo. ¡Trae al hombro una escopeta!

Crujió la horrible trampa; cayó al suelo, desanudada, la cabeza de trapo.

—¡Aquí, aquí, Señor! ¡Aquí está! —le gritó Jicotea al estanciero avanzando a su encuentro y mostrándole al Venado.

—¡Con que ése era el ladrón! —exclamó el hombre encubierto hasta las cejas con el capote, por aquella tos pechuguera que en las madrugadas frías le atormentaba.

—Tuve sospechas y desde anoche lo estoy vigilando. Si no es por mí, escapa —explicó Jicotea mientras el estanciero, tosiendo y escupiendo, cargaba su escopeta. Descubrió una cara fea, amarilla como sus boniatos. Apuntó a la frente del Venado y de un solo tiro hizo blanco certero entre los ojos del inocente, inmensamente abiertos, bellos y arrasados de lágrimas.

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