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lunes, 24 de julio de 2023

AL LADRAR DE LOS PERROS – Hernán Robleto

Hernán Robleto Huete (Camoapa, 1892 – México, 1968). Periodista, diplomático y escritor nicaragüense. Como parte de su labor periodística fundó los diarios El imparcial, Novedades y Flecha. En 1934, fue nombrado cónsul general de Nicaragua en México, país donde viviría exiliado posteriormente. Desarrolló una destacada y prolífica carrera literaria, cultivando géneros como la dramaturgia, el ensayo, la novela y el cuento. Integran su bibliografía, entre otros, los libros Primavera en el Hospital (1923); Sangre en el trópico (1930); La mascota de Pancho Villa: episodios de la Revolución Mexicana (1934); Una mujer en la selva (1936); Cuentos de Perros (1943) –donde fue publicado originalmente el texto que leerán más adelante, que he tomado de la Antología del cuento nicaragüense (2021), de Fernando Silva-; Don Otto y la niña Margarita (1944); e Y se hizo la luz (1966). Obtuvo el Premio Rubén Darío (1966), por la novela Y se hizo la luz.




AL LADRAR DE LOS PERROS

Carátula de: Antología del Cuento Nicaragüense (Managua: Fondo Editorial El Güegüense Instituto Nicaragüense de Cultura, Managua, Nicaragua - 2010) antologador: Fernando Silva

Estalla la fuerza tropical en todo: en los jardines que exhalan perfumes penetrantes; en las mejillas tostadas de las mujeres; en los ojos profundos y negros, en las pasiones; en las manifestaciones de la naturaleza.

Es en tierra de calor y las tejas arábigas cubren el tapial, sobre el que se bifurca en mil hierbas retoñadas la enredadera fragante. La tapia se resquebraja al beso ardiente del sol; la hierba que sube por ella aprovecha las junturas para introducir sus anhelosas raíces.

Todo es fuerza en la tierra caliente: las flores son más grandes; las noches más estrelladas. Cuando suena un disparo, bajo la bóveda azul repercute con más intensidad. Cuando se quiere, es hasta el límite del sacrificio.

María Asunción amaba a Antonio, dos jóvenes muy conocidos en el lugar. Pero el papá de ella no veía con buenos ojos las relaciones. Y como todo es fuerte bajo el cielo tropical, expuso a la hija su sentencia:

—Antes que casada con ese hombre, prefiero verte muerta.

Lo sentía así el buen viejo, aunque rezara a todos los mártires y comulgara frecuentemente. Eran unos celos muy rústicos, muy naturales en la manera de sentir de esas gentes que llevan el patriarcalismo hasta el grado de considerar la potestad paterna como un medieval señorío, dominando hasta el pensamiento de los criados y de los hijos.

Pero ella veía las raíces de la yedra en la vieja tapia cuarteada y adivinaba el abrazo de la vida y de la sed de sus raíces que se agarraban a las junturas aunque soplaran los huracanes.

A cada amonestación, bajaba la cabeza; pero no se prometía obedecer. Estaba muy honda aquella raíz de su cariño y ella sentía como le infundía un aliento desconocido y fuerte, un afán de mortificaciones dulces, como esa de llorar por él sobre las almohadas de su lecho…

La tenacidad del padre llegó hasta el colmo cuando de aquella cabecita menuda y arisca no salía una promesa, cuando de los labios encendidos de juventud no brotaba el ofrecimiento de enmienda. Había una pasividad silenciosa en la hija, que era más bien una protesta o un desprecio. Él hubiera deseado que hablara, que gritara, que le dijera alguna cosa de esas que encienden. Eso le hubiera dado oportunidad para desahogarse.

Pero la niña sólo bajaba los ojos y dejaba entrever un temblor tímido en la barbilla, como precursor del lloro.

Don Nicolás le había dicho cierta vez, afiebrado de coraje, llameantes los ojos, apretando los puños:

—Te prohíbo que te asomes a la ventana. No saldrás a la calle, sino cuando vayas a misa; y hasta eso lo harás a mi lado.

Ella siguió bajando los ojos, circundados de ojeras profundas.

Antonio no podía soportar eso. Arrebatado, loco por el mal de amor y por la pena que es su compañera, propuso la fuga. Deslizó el papelito ardiente hasta el cuarto de la joven.

“Si es cierto que me quieres, huye conmigo. Yo te llevaré al altar. Te espero esta noche del otro lado de la tapia. Tuyo, ANTONIO”.

Y ella no vaciló. La florecilla tímida levantaba el tallo hasta arriba, desafiando a la tempestad. Había de por medio un abnegado afán de martirio. Debía probar que lo quería e iría con él a donde él la llevara.

En su propia alma, abierta por la diafanidad de la resolución, los ruidos del pueblo y los propios interiores adquirirían nunca oídas resonancias. Todo se le aclaraba a María Asunción, como si se hallara colocada dentro de una campana de cristal. ¿Qué causaría una pena al autor de sus días? No era gran pecado eso. ¿Por qué su padre seguía pecando, encaprichado para torturarla a su vez?

Dieron las nueve en la torre del pueblo y ella abrió la puerta del patio. La noche alfombraba con abismos; pero María Asunción presentía una aurora más allá de la tapia… Se lanzó decididamente al fondo.

Los perros rezongaron débilmente y se llegaron hasta sus faldas, reconociéndola. Saltaban, estorbándole el paso, como inconscientes obstáculos. Ella llegó hasta la barda y, tanteando, halló la escalera que Antonio le había acomodado desde el otro lado. Apareció la cabeza del novio sobre el tapial, entre las enredaderas, y María Asunción contuvo un grito. Él bajó hacia el patio, para recibir la preciosa carga.

Los perros comenzaron a aullar, a ladrar furiosamente. Eran tres, cuatro, media docena de mastines hechos a la caza del tigre, feroces en su acometividad. La amita trataba de detenerlos con su delantal y, con su voz apremiada, suplicó a Antonio:

—¡Sube tú, pronto! ¡Sube primero!

Pero él no se resignaba a perder la carga divina que sentía entre sus brazos.

Los perros seguían ladrando, terribles. Daban vueltas por la base de la escalera, saltando, removiendo la tranquilidad del barrio. Entre las sombras les brillaban con fluorescencia de azufre las pupilas.

—¡Sube pronto! ¡Sube!

Don Nicolás salió, armado de la escopeta de dos cañones. ¿Asaltaban los ladrones su casa? Apuntó al bulto, certero como la fatalidad. Dos cuerpos se desplomaron, escaleras abajo.

Ya habían acudido con lámparas los criados. Por los cerros vecinos no aparecía la luna…

El viejo dio un alarido al inclinarse sobre las víctimas. Se llevó la mano al pecho, como si en él hubieran hecho blanco todas las postas y huyó, enloquecido, quebrada abajo, monte arriba, errante como un coyote con sed.

Los cuerpos ya inmóviles se desangraban, muy juntos, en un trágico abrazo bajo la tapia florecida. Los perros seguían aullando, con los hocicos hacia la luna.

3 comentarios:

  1. Maravillosamente triste y desconsolador. Recuerdo a Romeo y Julieta. otro amor truncado por la tragedia.

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  2. Saludos, ya se escogieron a los ganadores del certamen de cuentos de discapacidad? Por favor hagan un mensaje o post y compártanlo. Gracias.

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