Stefania Mosca (Caracas, 1957-2009). Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela y Magisttter en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar. Fue una escritora de larga y sólida trayectoria, durante la cual abordó géneros como el ensayo, la crónica, novela y cuento. Algunos de sus libros más conocidos son La memoria y el olvido (1986), Seres cotidianos (1990), Banales (1993), Mi pequeño mundo (1996) -ganadora del Premio Municipal de Narrativa 1997-, Cuadernillo Nro. 69 (2001), Maternidad (2004), y El Circo de Ferdinand (2006). También fue colaboradora de varios periódicos importantes de Venezuela, así como de El Espectador de Colombia y La Jornada y El Universal de México, y las Revistas Quimera, INTI y Gatopardo, entre otros. El cuento que leerán de seguidas pertenece al libro Banales, y fue incluido en la antología de narradoras venezolanas titulada Las mujeres toman la palabra, compilada por Luz Marina Rivas en el año 2004.
LA CHICA COSMO
Veía al inclinarme sobre la verdad
Un cuerpo que no era el cuerpo mío.
Luis CERNUDA
Le ha costado horrores llegar a ser una chica cosmo. Ahora que puede ver su cabello platinado caer en ondas suaves y armoniosas, llenas de brillo las ondas de sus cabellos sobre la espalda. Recogidas espléndidamente por los pliegues exquisitos de su blusa de seda Armani. Bueno, sabemos que no es una Armani Armani ni siquiera de su prêt-á-porter. Es una versión de una costurera suya, colombiana, que tiene talleres en una quinta de Prados del Este.
Marlene Díaz acomodó el cuello de sutilísima materia y sin mirarse al espejo aprobó su imagen. Perfecta. Acarició el éter divino de los logros. Segura, como todos los días tras el desayuno y los periódicos, se dedicó a revisar su correspondencia. Universidad de la Tercera Edad, rector Ignacio Reyes, presente. Remite: Ministerio de la Familia-Unidades Geriátricas. Qué curioso, un árbol siempre florece, o qué fatuo diríamos ya con la acritud que corresponde a nuestro escepticismo.
La diosa, la chica cosmo, abre excitadilla el sobre pues rompe la cadena de sus acostumbradas cartas; sólo recibos las más de las veces, y luego los cuatro amantes, los cuatro amigos, las cuatro amigas, las postales de navidad, los saludos, con suerte, una invitación.
Lee en silencio. Preciosa, ligera, livianísima, como la verdad. El color de oro del atardecer cubre su rostro. El papel blanquísimo se mueve suavemente entre sus dedos. Se veía pacífica, apenas sonreía por el asunto, cuando de pronto una mueca cóncava se posesionó de su quijada. Bruscamente apartó la vista de la carta, y yo creí entrever en su rostro una expresión de horror. Se puso de pie lentamente. Algo quebraba la espalda, como si un dolor punzante la tomara por la cintura, como si el calor depositara un peso hormigueante en sus hombros.
—Claro. ¿Quién puede dudarlo?
Y caminó hacia la ventana ya fuera de sí. Lejana, pretérita. Su mirada lanzó el vuelo vacío hacia un lugar donde, puedo sentirlo, sopla un viento de hojas y es la penumbra del tiempo la que apaga la luz de un paisaje inerme. (Los laberintos siempre sorprendentes de la memoria.)
En su casa, aunque se quedaran sin pagar el alquiler, compraban, religiosamente, las revistas de la moda europea en cada estación. Mi madre era diseñadora, modista y tenía un negocio, una boutique (siempre la corrige, perdón, la corregía, ahora es perfecta, ahora es una chica cosmo), y en Astromodas y para salir de la quiebra eran imprescindibles las revistas. Estar en la última ola. Pero las del mentado negocio eran revistas exclusivamente de modas, no había texto, sino patrones, no había lecturas ni posturas psicológicas; sólo brillaban en esas revistas, Vogue, Elegance, Burda (europea). Stilo, etc., los tejidos sorprendentes de un vestido Dior, Rabanne, Valentino, Quant... Y la estupenda fotografía que congelaba unas goticas de lluvia en los labios peach pastosos y delicadísimos de la modelo recostada en un Rolls blanco. Cundían los sombreros, los guantes, esa prenda maravillosa que puede llegar a ser un abrigo. Los maquillajes, los estilos y los cuadros o las flores y la línea, el príncipe de Gales y el unicolor. Era una exquisitez imposible en la avenida Francisco de Miranda, una aspiración fatua los sábados en la mañana frente al mercado de Chacao. Pero, con sus limitaciones y todo, Marlene Díaz ha llegado a ser una verdadera chica cosmo.
Sabe, por ejemplo, cómo tratar a los hombres. Debes hacerlo sentir único, admirado, importante, triunfador. No debe nunca tu hombre saber cuan profundamente lo amas. Debe una mostrar y no mostrar. No debe enterarse, especialmente tu hombre o el hombre que tienes en la mira, de tu vida particular, de los breves encuentros, de los azares, de las ausencias, de esos puntos donde eres náufrago, donde Marlene Díaz sale y entra en la compasión, en un vestido rosa, bien almidonado, lleno de faralaítos, por eso odia los faralás y las rodillas flacas de sus piernas. Le parece terrible haber sido esa niña al lado de la piedra como adorno de navidad, tan bonita, tan bonita... No debe saber tu hombre de ese parpadeo donde te transformas, donde pierdes, estando como estamos dotados de una memoria parcial, compartiendo como compartimos no todas las manifestaciones de la especie sino las pocas que tenemos oportunidad de reconocer. Estas vetas de profundidad filosofante en el discurso son también, ya podrán ustedes presentirlo, fruto de sus lecturas cosmo. Inolvidables las ponderaciones que Miss Delany hacía semanalmente en su sección «Con el alma en la mano».
Fue en el odontólogo cuando todo empezó, y siguió y se mantuvo en el ginecólogo que consultaba a escondidas en la Clínica Santiago de León. Sí, creo que fue en el 73. Ya para ese entonces tenía novio. Ya para ese entonces quería ser otra, la mujer perfecta, la mujer amada. Ya para ese entonces padecía de los primeros pasos de este camino fantasmal hacia ti, es decir, hacia sí misma hoy, hacia la chica cosmo.
El dentista tenía en casa, es decir, en la casa de Marlene, un tratamiento especial, era un personaje prohibido, oculto, evadido, alguien que había desatado el germen de la sospecha entre padre y madre. Algún muerto, algún desliz, una pequeña traición descubierta, un secreto. Nunca supo. Pero lo cierto es que mamá de sus muelas sólo tenía las raíces. Por nada del mundo iba al dentista, y si bien estaban un tanto estrechos de «guita», no es como para dejarse acabar por una infección. No obstante, la madre sufría dignamente su sacrificio y mostraba pese a todo, repito, una sonrisa llena de luz. Esperaba (es grande su fe, aunque infundada) el día en que sería redimida, cuando se reconocerá que tiene razón, que todo es una calumnia, ella no quiere nada con el dentista, a ella le urge un dentista, como una aspirina o un antibiótico, y allí estaban vivas y casi purulentas las razones (las raíces). La señora Díaz no argumentaba, padecía soberbiamente. Y del dentista ni una palabra. Su esposo tuvo una dentadura de acero. Tampoco hablaba sobre el particular.
Sin embargo, la sombra del dentista los perseguía. El doctor Chávez Castro se había recibido en la facultad de Odontología de la Universidad de La Habana y él, su esposa y tres hijos, vivían en el apartamento de al lado, el 83, con un drama familiar que conmovía y a la vez llenaba de envidia el corazón ardiente de la Señora Díaz: el peso de una cruz así la haría sublime, ¡ay! Si fuera ella, y soñaba con los estertores de la plenitud, del éxtasis, de la luz divina. Marlene siempre tuvo la sospecha de que su madre prefería verla atrasada mental o paralítica a verla tal como era, y ahora lo confirmaba. ¿Cómo puede darle poliomielitis a la hija de un doctor?, se preguntaba atónita la Señora Díaz. Debe ser voluntad de Dios, afirmaba caritativa.
Gina, la hija menor de los del 83, tenía diez años y estaba confinada a una silla de ruedas. Era un cuadro de elevado patetismo ante el que la Señora Díaz se extasiaba enormemente. Y no —entiéndase bien— ante el Dr. Chávez Castro, ante el odontólogo. Nunca ante el dentista.
La tentación insiste, acecha a sus víctimas eficientemente. Chávez Castro, además, tenía su consultorio odontológico en la planta baja del mismo edificio Lucerna, donde vivíamos. En la sala de espera había unas sillitas de semicuero negro, una pegada a la otra en forma de ele y en el centro, bajo la mesa, un revistero.
Llevada por los nobles pasos de la piedad, inspirada por la compasión (si seguimos el relato de la Señora Díaz), Marlene se hizo muy amiga de los hermanitos de Gina. Una tarde, por ejemplo, acordaron encontrarse a la salida del colegio en el consultorio, en la sala de las sillitas negras. Después harían juntos la tarea o irían a explorar la casa colonial abandonada de al lado, los ruidos de su silencio, las ausencias, los muebles rotos, saqueados, el juego de lámpara incompleto, la humedad, ese olor del miedo afuera: igualito al que empieza por dentro cuando ahí viene y se cristaliza el deseo, tan cerca, ahí tan posible.
Marlene Díaz se sentó en uno de los silloncitos de semicuero negro y como una cliente cualquiera (cliente o mejor dicho paciente que no llegaría a ser por la prohibición que pesaba sobre la familia como un cruento estigma), acomodó la faldita de su uniforme, puso a un lado el bulto como si fuera una finísima y delicada cartera de cocodrilo, y estiró sus brazos expectantes hacia el paquete de revistas. Fue entonces, ahora no queda la menor duda, cuando por primera vez tuvo una revista Cosmopolitan en las manos. Por primera vez la mujer se le presentaba gozosa además de bella.
Mujeres diferentes. No eran muñecas. La cara de Bettina, molto carina, no tenía expresión. Sus ojos azules pintados o con bolitas de plástico, según la versión que le hubiese comprado mamá, eran unos ojos felices, transparentes, ojos sin nada. Las boquitas sonreídas y tiernas. Sin calor, secas.
Las mujeres de Cosmopolitan tampoco se parecían a las amigas de su madre, a su abnegado abandono, a su coloreada insatisfacción, a sus caras untuosas, a sus cuerpos desvanecidos. La chica cosmo, lo demuestran cada una de las portadas, las fotos de cada uno de los reportajes, era una mujer única. Una mujer completa. Y lo más importante, la absoluta herencia de los años sesenta, la chica cosmo era una mujer sexy. Marlene no recuerda haber visto una blusa correctamente abotonada en los cuerpos de esas dulces y renovadas ninfas. Sus formas bien ajustadas por las telas exquisitas, los escotes atrevidos, la cintura ceñida y los labios, ay los labios de una chica cosmo no pueden ni deben olvidarse. Siempre carnosos, incitadores, llenos de besos para ti.
Cosmopolitan ofrecía un modelo de mujer alternativo, un modelo preferible. Donde, a cambio de negar las particularidades del cuerpo, de acomodar los bordes inéditos de una mujer, sin detenerse en el estilo propio (sic). Adecuándose a las miradas, el maquillaje y los colores de moda, se entraba en los espacios femeninos de la seducción. Serían consideradas mujeres, y qué mujeres Dios mío. Recuerden la serie sobre los orgasmos de la chica cosmo, sobre el normal y hasta saludable hábito de la masturbación.
La chica cosmo ama su cuerpo, lo cura, lo corrige y lo ofrece a sus amantes, a su amante, y también por qué no, a la perenne espera y búsqueda del Príncipe Azul, aunque esta tendencia fuera un tanto criticada por la psicóloga Eleanor Paz, pues no lograban estas mujeres sino vivir amores irreales y frustrantes, hacer de cada encuentro sexual el primero y el último y con nadie más el placer sino contigo, mi vida, etcétera, etcétera...
A Marlene Díaz las mujeres de su alrededor pronto se le antojaron seres deficientes. Una mujer sin interés. Rompió con ellas, con sus impugnativos modelos, se enfrentó a sí misma y dispuso las fuerzas de su vida, recién empezada, a ser aquello que había encantado e invadido su espíritu. Sería una chica cosmo.
Los hermanos de Gina llegaron tarde porque subieron a bañarse antes. Marlene había leído hasta la última página de su primera Cosmopolitan. Esa tarde los abordó resueltamente.
—Creo que nunca podrán olvidarme.
II
El principio, por supuesto, es más excitante. Desconocemos las (previsibles) respuestas de los tests. Descubrimos (aún) cosas sobre «sí misma». Cómo gustar en New York o si somos egoístas, egocéntricas, insoportables, especie incapacitada para la relación amorosa.
Cuan aleccionadores podían resultar (cuando apenas habíamos leído unos diez números) los artículos de la psicóloga Eleanor Paz, tan feliz y equilibrada ella que, hasta en la foto, de diáfana que era, ay, no puedo recordarla: su rostro cabal se perdía en el paisaje. Sus letras, ella misma: (verbo y gracia) Marta y Alberto vivían en un suburbio de la ciudad de Los Ángeles. Marta muy joven pero de carácter centrado. Prudente y observadora. Marta, de muy buena presencia. Atractiva, en el prototipo de la mujer romántica. Piel canela y bien contorneada... No como le está sucediendo a Marlene últimamente, sí, a ella, a Marlene Díaz, miren esas foferías, los temibles hoyuelos, cómo han invadido la piel dorada de sus caderas fuertes de mujer madura.
También han empezado a preocuparle las manos. Toda chica cosmo, bien formada me refiero, debe saber cómo tener unas manos angelicales, dulces, acariciables manos de terciopelo, manos de durazno, manos tiernitas, mano sutil y ardiente la de mi amada, manos sudorosas. Sí, resultaría imperdonable el testimonio de la vejez precisamente en las manos. ¡Ay, qué horror!, cada buenos días, cada gesto, cada indicación, cada templón de manos, allí, las manos como nunca las debe tener una chica cosmo que, además de saber la multitud de pasos, cremas, movimientos, masajes, tratamientos, la manicure semanal, colores de esmalte, reparadores, endurecedores, anillos, y ese perfume que siempre deben tener las manos justamente en el borde donde se unen a los brazos; ¡ay! Los brazos tórridos de mi amada. Las manos, y esto lo sabe a pies juntillas cualquier chica cosmo que se respete, las manos tienen líneas. La quiromancia. El dibujo, la clave del destino en la palma de la mano, inmutable, invariable.
—Tú sabes que eso es verdad, ¿no?: yo me quemé aquí, en pleno Monte de Venus, mira: nada, todas las rayitas que estaban antes siguen allí, iguales, aunque la superficie, el contorno de la piel, esté en ese sitio más liso, más tirante. La cicatriz bendita.
Cercano al día de los muertos, cada año, se dedica al esoterismo un número de la revista, de Cosmopolitan, la biblia de las chicas cosmo, la guía fundamental, el aprendizaje, el ABC de la existencia femenina, sus tormentos, su higiene personal, sus ropas, sus divorcios, sus opciones de vida, su suerte en el trabajo, su protagonismo perfecto, siempre bien perfectica, y además, y sobre todo, sensual, por favor, que esta revista la distribuye el Bloque de Armas.
El misterio no sólo es femenino, es excitante. Por eso la redacción no se pasa el último trimestre del año sin programar un número dedicado a la magia, al ocultismo, a la futurología, al espiritismo, a la astrología y la cábala. Sin menospreciar para nada la sección semanal, en la última página de la revista (como al final de la Biblia, el Apocalipsis), dedicada a las artes ocultas, donde se hacían profecías, se ensayaba la adivinación y la receta para los baños de Agua Sortilegio, que mi amiga Cristina confesó haber usado con extraordinarios efectos, para encantar de amor. También se preparaban ensalmos según las fases de la luna, se urdían embrujos y demás consejas por correspondencia. Pero sólo en el número especial se revelan los secretos del hechizo, las formas, la iniciación, la destreza, el dominio del misterio. La mirada poseída del amado.
El número nacía, pues, desde el punto de vista informativo, en tanto que actualidad, de esa ingenua ansiedad que alimenta la idea del fin. No podía faltar, por ende, el horóscopo, mes a mes, signo por signo, del año venidero. Numerología y, claro está, un sintético y fundamental manual de quiromancia. Las líneas de la mano, su sentido, sus enigmas, sus oráculos.
Esto explica por qué Marlene Díaz, en algún momento, casi como un acto reflejo, lee las manos de sus amantes. Ve la superficie húmeda, la palma larga, sus dedos. Los dedos no importan, todo está en el centro de la mano. La vida, sus percances. Sigue el recorrido de la línea del corazón con furiosa expectativa, la posibilidad del dolor, la aflicción de sus estridencias. Aprieta los dientes y se consuela en algunos rastros de amor, en la mengua de la caricia.
—No va a ser ahora. Pero pronto (está escrito) mentirás, traicionarás, despreciarás y cruelmente descalificarás las causas que me permitieron entrar en tu vida. Y chao chao con la idea de la pareja tan bonita, tan que vamos a completarnos, mi amor.
Al final, de una manera o de otra, uno termina por decepcionarse de sus amantes. Nunca toman, así, Conchitas de naranja para estirar los poros, ni están entre sábanas de seda, con un bronceado ideal y esa sonrisa, ¡ay! La sonrisa de los hombres de una chica cosmo, total plenitud, hombría total, ¡ay! Los hombres, siempre huelen, siempre se quejan, siempre dominan, siempre son dueños, siempre nos postergan. ¡¡¡Los hombres!!!
Pero cuidado, mucho cuidado; mucho pero mucho cuidado. Este es un error que una chica cosmo nunca debe cometer. Nunca la amargura en la vida de una chica cosmo. Cuidado con su autoestima. Si tiene celulitis, nada: camine, beba agua y haga ejercicios.
Como podrán advertirlo es No. Desgraciadamente no. Amiga no, tampoco tenemos la versión chica cosmo suicida. Y además no sé por qué llegaría usted a esos extremos. Sabemos, claro está, lo de Hamlet, «fragilidad tienes nombre de mujer». Entendemos esas pequeñas oscuridades. Chica cosmo deprimida. Salga de la depre y consígase un novio en el Mediterranée de Iguazú. Instrucciones.
La chica cosmo obvia los temas escabrosos. ¿Será que de la muerte no debe hablarse? ...Pero, fuera de ése, cualquier otro percance de la naturaleza será abordado resueltamente. ¿Usa lentes?, hay una versión cosmo magnífica para ustedes, ¿es gorda?, también las gorditas son cosmo. ¿Tímida?, pues Cosmopolitan le dice cómo dejar de serlo en diez días. Avance amiga, hacia la felicidad, hacia la impecabilidad fluya usted desde este mismo día, aunque sea domingo, no se deje aletargar, no se abandone, no haga como todos los domingos que ni siquiera se baña y come panecillos con leche condensada frente al televisor, incorpórese. Fin de semana: todo el tiempo es suyo. Tratamiento intensivo de belleza en veinte pasos. (Antes de levantarse estírese como los gatos, suave e intensamente, despierte uno a uno sus músculos, abra la ventana, respire hondo [la empresa no cubre a los usuarios contra accidentes] y tras cumplir con la higiene matutina —entiéndase dientes, cuello, cara y manos—, escoja una ropa cómoda y así, desnuda frente al espejo, empiece la sesión de gimnasia que ilustramos en la página siguiente. ¿Algo de sudor? Correcto, ahora es el baño; este paso es fundamental, llene su bañera de agua caliente a la que le añadirá un puñado de sal marina y aceites de olor, un gel y sumérjase en ella como una reina, relájese, el tiempo es suyo. Luego puede aprovechar el vapor para realizar un peeling relámpago en su rostro y cuidar las durezas de sus pies y...) Uno por uno, estos pasos la elevarán al edén de la recuperación total y el lunes, querida amiga, todo quedará cumplido. Su ascenso, su matrimonio.
La chica cosmo sabe exactamente lo que quiere su hombre, es decir, sentirse bien, y no podría uno sentirse muy bien que digamos con el cuerpo de lo grotesco entre los dientes. Marlene Díaz mantiene sus inquietudes, sus angustias, en silencio, las encubre tras una espléndida sonrisa, toda ella traslúcida, encantadora, plácida y balsámica. Una mujer como un oasis, como usted la quiere. Siempre viva de brillo la boca. Sus labios bien demarcados. No hay cosa más pavorosa (también síntoma de la deplorable vejez femenina) que las bocas pintadas más allá de sus bordes verdaderos. Por allí, querida amiga, se cuela el carmín (como decía una muy cursi y ponzoñosa rival mía), y las líneas verticales (para no pronunciar esa perniciosa palabra: arrugas), amenazando el borde liso de sus labios, quedan en evidencia y será mejor que no hable ni tampoco sonría demasiado, sólo así: la boca medio muerta, como sosteniendo el peso de sus carnes algo cansadas y sobre todo, querida amiga, falta de oxígeno, usted no conoce la Completion Reactive System de Estée Lauder, pues llame de inmediato a María Cristina Escobar y todo les será revelado.
Jamás, nunca, por ninguna razón debe usted dejar que su conquista la vea, tampoco su marido (si quiere conservarlo), ninguna chica cosmo debe dejar que él, en la situación que sea, al principio o al final del romance, él no debe verla, por ninguna circunstancia y esto llega a tener los visos de un dogma, él no debe verla así, maquillándose. Si sucede, todo estará perdido.
Acuérdese amiga, sus armas son los secretos, lo oculto. La tramoya no llega a verse ni en el teatro realista (¿o mucho menos en el teatro realista?; qué lío con las tendencias, por eso me dediqué a esta chica cosmo, por mis dificultades filológicas, digamos).
Él siempre la debe ver con los dientes lavados, y bien cuidados, las coronas en un sitio por favor, ocultas, bien ocultas. Y esos pelitos de la barbilla exterminados por completo, totalmente extraídos, desde la raíz, y por supuesto, querida mía, jamás de los jamases se le ocurra a usted afeitar esos pelitos. Ese puede resultar el primer gesto de su decadencia, después nunca más podrá llegar a ser una chica cosmo.
—¡Ay, la libertad! —había exclamado una noche intensa Marlene Díaz frente al espejo, mientras sus dedos esparcían, con sutiles golpecitos, la loción Extra Advanced Intensive Difference en sus párpados y en el frágil entorno de los ojos.
III
Una vez culminado el adiestramiento, se hizo inútil volver al espejo: el resultado seguía allí, imperturbable. Su sonrisa, su modo de agradarle a usted, su cabello recogido pulcramente, la boca carmesí, los ojos corregidos por delineadores y sombras, sus ojos almendrados gracias a las técnicas aprendidas en Cosmopolitan. Su nueva personalidad acabada, alcanzada hasta en sus mínimos detalles, reproducida y vivida en la ortodoxia de las doctrinas. Irrefutable. Abrumadoramente y por todos los costados Marlene Díaz era una chica cosmo. Cerró los ojos y durmió, aunque vacía, plácidamente esa noche.
Las formas de la memoria la llevan sin evolución real del final al principio de los tiempos. Su cara de niña y su cara de ahora: con la pregunta entre los dientes. ¿Es usted una chica cosmo? La conciencia será plena luz, como han dicho siempre, pero los corredores blancos son pulcros, claros, sin vacilaciones, rectos, dirigidos hacia las puertas; los corredores blancos son el camino de la perfección y nada se halla en ellos: su vacío, si abstraemos la imagen, puede dejarnos en la estupefacción.
La vida erosionaba las cosas a su alrededor, pero Marlene prefirió no pensar en ello. Haber llegado le confiere esa suma libertad; ya no tiene que querer ser una chica cosmo. Pronto la jubilarán de la empresa donde ascendió a voluntad. Su divorcio le enseñó el sentido del alivio. Lleva todo eso puesto, los hábitos, las imágenes del amor, fórmulas para la salud mental, una dieta, ejercicios y un sistema para lograr alcanzar sus deseos. Deseos que ya no son los suyos, poco le importa tostarse al sol en una playa antillana recostada sobre los hombros bronceados de un tipo de película. Prefiere la soledad. Los ejercicios la cansan, y disfruta el aire libre en la quietud. No le preocupan sus ojeras y a veces, quisiera no haberse operado la nariz. Lleva las uñas cortas y muy raramente se las pinta. Se ha vuelto metódica. Prefiere los trajes de líneas simples, en tejidos naturales y transparentes. Le gusta el mar, la soledad y Caracas al atardecer. Maneja sin pretender arrollar a nadie. No compite. No sigue rigurosamente, paso a paso (como debe hacerse si queremos tener éxito), ningún tratamiento de belleza.
Es probable que las arrugas le impidan delinear sin tacha sus ojos, pero Marlene no lo nota, siempre lo ha hecho correctamente. Ya no duda de la realidad. La realidad es como su voluntad y no vacila. Repite, día a día, sus rituales cosmo. Y cuando ha pasado el tiempo suficiente frente a la ventana, y siente la soledad crujir en su entorno, tejiendo las imágenes inconexas de la memoria, cierra los ojos: sabe que tiene sueño.
La poltrona mullida recibe su cuerpo como el de un pájaro armonioso y vibrante. Esta tristeza de hoy la favorecía notablemente. Acaso él, un sofá cualquiera, un objeto, tenga la fortuna de ver una lágrima suya, fervorosa. El resquicio de su alma en aquella pena de hoy. Aún tenía la carta en sus manos, con esa pregunta resaltada en amarillo, en negritas, escrita a máquina por quién sabe qué secretaria del Ministerio de la Familia-Unidades Geriátricas, Ciudad. Una licenciada se hacía responsable del asunto. Digna Confirmación (El garabato nervioso denotaba una anonimia preocupante).
—¿¡Que si yo soy una chica cosmo!? —Y Marlene Díaz supo, en un instante, acaso pavorosamente, como en el vértigo de una pesadilla, que había dejado de serlo.
Las revistas de modas Vogue, Burda, Elegance, amarillentas, deshojadas. Los estantes desarmados, los espejos astillados; quedaba poco del bendito negocio. Se mudaron del edificio Lucerna. No tenían nada. Eustaquio Díaz juró que no moriría en la miseria y, secretamente, acumuló quién sabe cómo, una pequeña fortuna. La soledad del abandono se acomodó al lado de la niña Marlene. Todos se han marchado.
Pero no le teme al fin. Nadie puede negarla, alguien que como ella ha alcanzado un absoluto, la perfección, ser una chica cosmo, no puede temerle a ese asunto... A los rostros menguados, agrietados y herrumbrosos de sus amigos, de sus conocidos, de esas otras personas que, desde hace ya más de veinte años, la vemos transcurrir por los pasillos del edificio Pascal. Marlene es mi vecina de la Torre A y un día de estos le diré que me atreví a proponer la escena final de mi historia.
El resto de la carta, con el logo de un árbol impreso en un burdo papel de lino, era una oferta de trabajo de la UTE.
Se aclaraba, entre otras cosas, que el empleo podía ser desempeñado justamente por personas jubiladas. Marlene Díaz cerró la ventana y aceptó sin complejos el cargo de Relacionista Público de todos los geriátricos e instituciones afines del país.
Sus días han seguido plácidos. Sale con menos frecuencia, es cierto, por el ruido. Pero sin falta, acude a su trabajo. Llega a cada una de las casas hogar o ancianatos o recintos, lamentables algunos (pero ella tampoco lo nota, todo a su alrededor debe ser bello) que hay en el país. Llega ella, su perfume un poco antes, como el más dulce de los presagios. Su vestido diáfano como el aire. Y al cruzar la entrada de la sala de reuniones, sonríe espléndidamente. Los viejitos quedan ligeros después de una hora de esa sonrisa, de esos labios diciéndoles cómo son los labios de los dioses. Les cuenta, una y otra vez, sus hazañas. De cómo logró adelgazar quince kilos en diez días. De cómo extirpó ese animal de mil cabezas llamado celulitis. De cómo bajó hasta el vértigo de la inconsciencia en el sauna para la renovación total.
Los colores de la aurora dibujan rosa un preclaro amanecer. Ellos se asombran, la admiran. Debe haber sido suprema, exquisita, dorada. Poco importa que el mundo la niegue y el reflejo insolente muestre otra realidad. Como los dioses, Marlene se halla en el Olimpo de la perfección y puede darse el lujo de ser contradictoria. A veces se duerme en mitad de la escena. No importa: los viejitos deciden lo mismo. Y ya nadie habla.
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