Antonio Benítez Rojo (La Habana, Cuba, 1931 – Northampton, Estados Unidos, 2005). Fue un notable escritor y docente cubano, quien vivió en su país natal hasta 1980, desempeñándose en diversos cargos de la administración pública, entre los que destacan la Vicedirección de la Dirección Nacional de Teatro y Danza del Consejo Nacional de Cultura (1966-1967), la jefatura de redacción de Cuba Internacional (1968-1969) y la dirección de importantes espacios de Casa de las Américas, como el Centro de Investigaciones Literarias, la Editorial y el Centro de Estudios del Caribe. Luego se radicó en los Estados Unidos, donde desarrolló una importante trayectoria académica como docente de literatura latinoamericana en el Amherst College, y como profesor visitante en universidades como Harvard, Brown, Yale y Pittsburgh, entre otras. A lo largo de su carrera literaria publicó libros de ensayo, cuento y novela, tales como Tute de Reyes (cuentos, 1967) –libro por el cual obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1969-; El escudo de hojas secas (cuentos, 1969) –ganador del Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1969-; Quince relatos de América Latina (Antología, Casa de las Américas, 1970, en colaboración con Mario Benedetti); 10 noveletas breves y famosas (Antología, Instituto Cubano del Libro, 1971); Los inquilinos (novela, 1976); Heroica (cuentos, 1977); El mar de las lentejas (novela, 1979); Antología Personal, (cuentos, 1997) –donde aparece el cuento que les comparto más adelante-; La isla que se repite: el Caribe y la perspectiva posmoderna (ensayo, 1998) y Mujer en traje de batalla (novela, 2001).
LA TIERRA Y EL CIELO
Limón se despidió de Pascasio y le dijo en creole -para que supiera que todavía se acordaba y que a pesar del tiempo seguía siendo uno de ellos- que era bueno verlo trabajar en el ingenio, desarmando las máquinas y leyendo manuales para ingenieros. Luego se colgó la mochila, y volviendo a ratos la mirada, se fue por el camino rojo de tierra y sol que unía a los bateyes del lado de Camagüey.
Al principio Pascasio no lo reconoció detrás de la cara que poco a poco le habían pegado en el hospital, la cara triste que ardía hasta el hueso en las noches húmedas y que según el médico había quedado regular y valía la pena darle el último retoque (siempre era el último) en un par de años; pero él le preguntó enseguida por Tiguá, y Pascasio dejó caer la estopa y sonrió alargando el brazo y estrechándole la mano, y Tiguá andaba bien, refunfuñando en los momentos en que no conversaba con los loas más grandes del vudú, quejándose de que los pichones se huían de Guanamaca para arrimarse a negras finas de Florida y de Esmeralda, sermoneándole a las viejas que los cubanos estaban locos y habían revuelto el mundo cogiéndose los campos que el bon Dieu les había dado a los ricos. Y entonces a él no le quedó más remedio que contarle a Pascasio de su vida en el ejército, de la Sierra, de La Habana, del morterazo en la cara cuando lo de Girón y luego el licenciamiento, el hospital alternando con la escuela de maestros; las cosas que había aprendido, las cosas que había hecho pensando en las gentes de Guanamaca -estuvo a punto de decir "pensando en tu hermano Aristón", pero no le salió de la boca-, en ti y en Tiguá y en Aspirina y en Julio Maní y en los otros, y en Leonie. Y ahora Pascasio había pasado al central y era ayudante de mecánico y estudiaba, y señaló el libro con diagramas de calderas en la cubierta, y como nada más recibimos aquella carta de parte tuya, creíamos que te habían matado en la Sierra. No. Nunca se supo de tus padres. Leonie... Leonie vive conmigo y tenemos un hijo. De seis años.
Si, Pedro Limón: Leonie vive con Pascasio y justamente ayer se mudaron al batey del ingenio; Julio Maní se hizo albañil y construye albergues para macheteros en el sur de la provincia; Aspirina se casó con papeles y todo cuento con una viuda de Florida y se fue allá a manejar un taxi, tú sabes que él tuvo siempre buena labia, en fin, Pascasio se había reído con su quijada sana, sin cicatrices, retinta y aceitada de sudor, y entonces comprendiste que aquellos a quienes más querías ya no volverían a Guanamaca, y sólo quedaba Tiguá, el houngan asustando a las mujeres y a los chiquillos, entreteniendo con sus historias las tardes de los viejos solitarios acabados resecos de los barracones, el brujo Tiguá, como le decían los blancos, el abuelo de Pascasio y Aristón, también un poco tu abuelo.
Pedro Limón dejó la curva del terraplén nuevo abriéndose paso por entre los matojos del talud del ferrocarril, caminó por los polines de la vía estrecha que recorría las grúas de los bateyes y alzó una caña amarilla resbalada de algún carro; se quitó las botas y los calcetines, y la hierba al borde de la línea estaba tibia; extrajo de la vaina su cuchillo y cortó un canuto; lo despellejó y mordió el jugo dulce, espumoso y de repente era otra vez un niño, un pichón de haitiano que mataba el hambre del domplin de harina con un buche de guarapo ganado a puro diente, y ahora valía más que se apurara porque papá y mamá -cargando-a-la-pequeña Georgette, ya estarían con los bultos en casa de Adelaide Macombe, la hija mayor de Tiguá, y seguro que ya habrían mandado a Pascasio y a Aristón a ver si lo encontraban por el ferrocarril, pues la zafra ya había terminado y se iban a Oriente en la máquina de alquiler de un conocido de Adelaide, se iban a las montañas cerca de Guantánamo, a llenar latas de café en las tierras de Monsieur Bissy-Porchette, cónsul honorario de la República de Haití.
Caminamos con los bultos hasta la carretera y hacía mucho sol. El chofer ya estaba en el ventorrillo del cruce, tomándose una cerveza. Papá sacó un níquel del bolsillo y pidió un refresco con bastante hielo. A mí no me dio ningún pedazo, aunque al chofer no le importó que llegáramos tarde porque se tomó otra cerveza bromeando con nosotros y hasta le brindó un vaso a Adelaide, que sudaba mucho, y otro a papá. Sabía algo de creole. A lo mejor por eso papá se desabotonó el saco y se quitó el sombrero de pajilla con que había desembarcado antes de conocer a mamá, y se puso a abanicarse, y luego a espantarle a Georgette las moscas de encima, y ya no lucía tan tieso como antes, y aceptó otra invitación y esa vez me dejó chupar el hielo.
El chofer guardó la maleta de madera de Adelaide en el baúl del automóvil y ayudó a papá a colocar nuestras cosas en el techo y las amarró con una soga, y dejó las puertas abiertas para que se fuera un poco el calor y después nos fuimos, yo entre Pascasio y Aristón, en el asiento de alante. A cada rato se veía agua al frente de la carretera, pero cuando nos acercábamos se desaparecía. Contamos muchos charcos de mentira. Muchos.
Aristón me despertó de un manotazo y es casi de noche y hay que empujar. Puede ser el acumulador, seguro que con un empujoncito arranca; papá se quita su saco de dril blanco y lo dobla cuidadosamente en el espaldar del asiento, entonces bájense todos y métanle duro y parejo hasta que el carro coja impulso, y yo empujo al lado de Adelaide y la oigo resoplar y resoplar, está muy gorda Adelaide. El automóvil arranca al final de la loma, pero no para. Nosotros tampoco. Corremos. Gritamos. Adelaide se cae. No para y hay que soltarlo. Gritamos de nuevo. Nada. Se va. Se ha ido con todo nuestro equipaje y con el dinero de papá, cosido al forro del saco. Adelaide se levanta y le echa al hombre una maldición que no falla, dice que se la enseñó Tiguá. Mi padre está en el medio de la carretera. Con los brazos abiertos. Jamás lo he visto tan largo y tan flaco. No se mueve. Se parece al juif que quemamos el año pasado en Semanasanta. Mamá se ha quedado atrás con Georgette pero la oigo llorar. Dormimos en una alcantarilla.
Estamos en la mitad del camino y Adelaide es partidaria de seguir. Papá no sabe. Mira a mamá y a Georgette, menea la cabeza y las vuelve a mirar. Dice que tiene doce centavos, que habrá que caminar dos días, que somos muchos y no nos va a llevar ningún camión. Mamá se pone de pie y empieza a caminar con Georgette. Papá la sigue, cree que es una locura, cree que no vale la pena porque de aquí a dos días ya no voy a encontrar trabajo, ni tú, ni Adelaide, ni los muchachos, ni nadie. Mamá se pone a cantar. Adelaide también se pone a cantar y obliga a cantar a Pascasio y a Aristón. Luego yo me decido, y luego papá.
Todavía estábamos cantando cuando llegó el viento y con el viento el polvo, y papá dijo que hacía tiempo que no llovía y que si encontrábamos trabajo el trabajo iba a ser duro, y Adelaide se zafó los pañuelos de colores que se anudaba en la cintura y nos tapamos las caras como si fuéramos bandidos, y seguimos cantando bajo el polvo y los pañuelos y llegamos.
Monsieur Bissy-Porchette no necesitaba más gente aunque Adelaide le gritó en su misma cara que parecía mentira que fuera haitiano; regresamos a Guanamaca; caminando.
Ese verano pasamos hambre y mi hermana Georgette se murió.
A pesar de que hablé de la guerra, Pascasio no mencionó a Aristón, sólo dijo y como nada más recibimos aquella carta de parte tuya, creíamos que te habían matado en la Sierra. Y lo había dicho casi sonriendo, sin rencor en los ojos, y quién sabe, después de todo a lo mejor no me odian en Guanamaca, a lo mejor no soy mal recibido, a lo mejor entendieron la carta, entendieron eso de que yo había cumplido con mi deber. Claro, también pudiera ser que Pascasio no sepa, que nadie sepa, que Maurice se lo haya ocultado, Maurice tan buena gente, el hombre más instruido de Guanamaca, el mejor amigo de mi padre.
Papá miró otra vez los veinte centavos y los puso en la mano de Tiguá, y por la tarde se completaron los cuatro pesos para que Maurice atravesara corriendo los montes de Biram y llegara a Santiago de Cuba a ver al nuevo cónsul. Porque no estábamos de acuerdo con la repatriación forzosa, la ley que habían hecho los políticos para sacarnos de Cuba, para que no trabajáramos más por poco dinero y no le quitáramos más el trabajo a nadie. Pero no. No estábamos de acuerdo. No señor. Nos daba vergüenza desembarcar y que los parientes de allá nos vieran sin ropas y sin dinero después de tantos años. Y seguimos no estando de acuerdo aunque Maurice había regresado a la semana sin haber visto el cónsul y ya sabíamos que todo era inútil.
-Los barcos han arribado. Esperan en el puerto -dijo el espíritu del presidente Dessalines por la boca de Tiguá.
Y al otro día las parejas de rurales galopan por las guardarrayas con el machete en el puño. Bajo el sombrero llevan una lista de las familias que deben partir. Sin desmontar de los caballos van de batey en batey gritando los nombres que nos han puesto los cubanos, los nombres con que aparecemos en las nóminas de los colonos porque los apellidos franceses son muy difíciles, aquellos nombres que embrollaban las pensiones de seguridad social, que complicaban cualquier tipo de trámite, José Bacalao, Antonio Pepsicola, Juan Primero, Juan Segundo, Andrés Silencio, Alberto Cabezón, Ambrosio Limón, ¡Ambrosio Limón!, y mi padre sale al hueco de la puerta, cargado de bultos y luego mi madre, hunden la mirada en el jardín de boniato y calabaza para que los rurales no los vean llorar, somos una raza orgullosa, tenemos historia, somos una raza de guerreros que derrotó al ejército de Napoleón. Pero ahora algo anda mal. Nos amontonan en el centro del batey. Nos cuentan por cabezas. Nos arrean a planazos hasta el tren del ingenio. Los barcos esperan. El tren se va. Yo no lo veo. Yo no voy con papá y mamá. Yo huí hace tres días y estoy lejos de los ingenios. Yo me quedo aquí. Me quedo aquí porque nací en Cuba y quiero a Leonie desde que la tumbé en el cañaveral y ella no está en la lista y no quiero buscar más hambre en Haití y a lo mejor acabo allá hecho un zombie sin nombre.
Vivo en el bohío de Adelaide, al lado del de Tiguá. El de mis padres lo quemó la guardia rural creyendo que yo estaba adentro. Duermo con Pascasio y Aristón. Ellos se duermen enseguida. Yo no. Por entre las hendijas de las tablas oigo a Tiguá hablando con los loas y los muertos. Tiguá es un poderoso houngan que conoce hasta de brujería cubana. También se convierte en culebra y se come los pollos de los colonos. Le tengo mucho respeto. Tiguá quiere a Aristón más que a todos sus nietos. Dice que va a hacer de él un houngán, que le va a enseñar a salirse de la piel y a convertirse en lechuza, o en un maja. A mí me daría miedo. Yo lo que quiero es trabajar bastante para vivir con Leonie. Algún día me atreveré a pedírselo a Tiguá.
Ese verano voy y gano dinero en los cafetales de Oriente y me compro dos camisas, un pantalón y un sombrero. A Leonie le traigo de regalo un vestido punzó, casi nuevo. Julio Maní, un nieto desperdigado de Tiguá, se aparece con una caja de zapatos. Llama a la gente para que los vea, quiere asombrar, son zapatos de dos tonos, de marca americana, está contento Julio Maní, ahora rompe el cordel y destapa la caja, pero no hay zapatos, lo han engañado y adentro hay sólo un ladrillo. Tiguá le entra a bastonazos.
Los rurales ya se deben haber olvidado de mí, además has crecido y eres del alto de un hombre. Pero con todo y eso me da miedo pedir trabajo en la caña. Adelaide me empuja porque me debes mucha cama y mucha comida y tienes que ganar dinero.
Y yo voy.
Y no pasa nada. Nada malo.
Me van a pagar por cargar la caña que corte Aristón.
Yo me alegro porque sé que nadie cortará tanta caña como él. Y así es: Tiguá le ha estado preparando el brazo con hierbas mágicas y manteca de majá y ahora la mocha es como un rayo en su mano, y la gente lo mira, y tiene muchos amigos, y mujeres. Una vez discute con Spiinter, un jamaiquino que ha matado a dos. Se pacta el duelo. Salimos a la llanura, seguimos el trillo que va al algarrobo. Azoramos a las vacas y nos sentamos a la sombra del cielo verde. Tiguá empieza a hacer signos con su bastón de garabato y llama a los espíritus del aire y de la tierra. Spiinter se ríe, es un negro que cree en la religión de los blancos. Se ríe y toma un buche de aguardiente, y luego lo escupe haciendo ruido y salpicando a Tiguá, y saca el machete y se enfrenta a Aristón. Spiinter sabe mucho, se sigue riendo y esquiva con el cuerpo los machetazos locos que le tira Aristón. Salta de un lado a otro haciendo muecas y burlándose, y así pasa el tiempo. Ha querido cansar a Aristón, pero es él quien se ha cansado y ya no se ríe, tampoco parece tan seguro y tan sereno. Aristón da un grito y se le echa arriba con un remolino de golpes que suena como un avispero. Spiinter da un salto atrás, se arquea. Muy tarde: Aristón le ha picado la barriga y ya sólo le queda mirarse las tripas.
Esa noche Tiguá aseguró que Oggún Ferrai había montado a Aristón, que había conversado con el dios y éste estaba muy contento de haber podido moverse y pelear dentro de los músculos de su nieto. Por esos días Adelaide recibió muchas visitas, muchos regalos de aguardiente, tabaco, bacalao, manteca, harina y tasajo. Reunía en círculo a los amigos, y daba risa verla contar la pelea, haciendo los papeles de Spiinter y de su hijo, brincando para aquí y para allá, sudando y sofocándose y gritando maldiciones, pero nadie se reía. Al final, cuando no podía más, se golpeaba el pecho y los brazos hablando igual que Aristón:
-Yo seré un houngan más grande que Tiguá. Oggún Ferrai me protege, Oggún el mariscal, Oggún de los hierros, Oggún de la guerra. ¡Yo soy Oggún!
Aristón faltó una semana a la casa, precisamente la semana en que Adelaide Macombe se moría de una vena reventada. No la vio viva. Ni tampoco muerta. Entró en el batey un día después del entierro, un domingo por la tarde, con unas yaguas de palma al hombro. Caminaba como un dios, si los dioses caminaran; caminaba muy derecho, pisando fuerte el polvo rojo. Los niños corrían detrás de él, tocándole los muslos y la funda de la mocha. Suspiró cuando Pascasio le dijo lo de Adelaide, luego se puso muy serio, metió las yaguas bajo la cama, se comió medio racimo de plátanos y se tiró a dormir. Por la madrugada, antes de irnos a trabajar, nos llamó a Pascasio y a mí y sacó de entre las yaguas un machete paraguayo, un revólver, un cinturón de balas y un sombrero de rural. Allí mismo abrimos un agujero y enterramos las cosas envueltas en un vestido de Adelaide. No contestó ni una pregunta, pero en el cañaveral supimos que habían encontrado a un sargento macheteado a la salida de Esmeralda. En el batey todos supimos quién había sido el matador. Y nos alegrábamos.
Antes de Semanasanta hablé con los padres de Leonie. Resultó que yo era muy joven, estaba ilegal en el país, no tenía dinero y ni siquiera trabajo fijo y tú comprenderás que no vamos a dar a Leonie así como así, de balde. Yo no insistí y eso molestó a Leonie, pero es que en el fondo tienen razón, de todos modos no pueden impedir que yo te vea, hablaré con Tiguá para que me consiga un buen trabajo, vas a ver.
Aristón, Pascasio y yo entramos en el bande rara que organizó Maurice. Maurice organizaba todo en Guanamaca, los blancos le decían el Alcalde, además podía leer el periódico y escribir cartas en español. La reina era Nicole, su mujer, y ensayábamos por las noches en el fondo de su casa, alumbrándonos con quinqués. Leonie hacía de princesa y marchaba junto a Nicole. El mayor machete lo desempeñaba Aristón, y daba gusto verlo hacer juegos con la mocha. Pascasio fue escogido para mayor baton, pero yo no era habilidoso y sólo conseguí un puesto de abanderado. Salimos el Miércoles de Ceniza después de la comida, vistiendo los disfraces que habían hecho las mujeres, cantando y bailando y con el batey entero atrás. Regresamos el sábado, cansados de recorrer los pueblos y los bateyes de la llanura, cansados ya de tanto ron, de tanto merengue, de tanta fiesta. Seguimos la antigua costumbre y quemamos el juif, y bebimos las cenizas de los trapos mezcladas en agua y azúcar. De todas mis semanas, ésa fue la más feliz.
¿La más feliz?
En todo caso, o de algún modo (como diría el Habanero), Guanamaca era, a pesar de toda la miseria, mi pedazo de cielo, y fui feliz aquellas noches con Leonie, junto a la hoguera de Tiguá, bajo los árboles de la llanura, escuchándolo contar historias del país viejo, escuchándolo hablar del manco Makandal, de cómo había metido tres pañuelos en su vaso, sacándolos luego uno a uno, primero el amarillo, después el blanco, y al final el negro, la raza que mandaría en Saint Domingue, y así había sido, y así sería alguna vez en todo el mundo, y entonces yo besaría a Leonie, y Maurice se pondría a tocar la filarmónica y Pedro Maní a soplar el caracol, y empezaría de nuevo el baile y el canto hasta que el día nos agarrara en otro batey y empatáramos la fiesta.
¿La más feliz?, digo y ahora me siento en la línea del tren y me pongo los calcetines y las botas: no voy a entrar descalzo en Guanamaca: dos kilómetros y alguien me puede ver.
Aprovecho y me descuelgo la mochila: pesa más que otras veces: traigo muchas cosas: regalos para Tiguá y para los viejos de los barracones, que son tan influyentes. También aprovecho y enciendo un cigarro, y de pronto pienso que he comprado esas cosas porque tengo miedo. Yo con miedo. Me da rabia. Yo soy un tipo duro. Un hombre hecho a sangre y fuego. Un pichón de haitiano marxistaleninista. No. Nada de eso soy porque tengo miedo. Le tengo miedo a Guanamaca, miedo a inaugurar la escuela y que no vaya nadie, miedo al fracaso, a que no me quieran recibir por lo de Aristón y me tiren los regalos a la cara. A esta cara mía. Ahora no soy más que un pobre maestro con cara de zombie, y tengo miedo. Y no es solamente a Guanamaca: le tengo miedo a los libros, a los profesores, a los médicos; a los hospitales; le tengo miedo a las mujeres, a los niños que se me quedan mirando; soy igual que mi padre, un haitiano desgraciado y sin suerte, un haitiano de mierda.
-Si no te alzas conmigo, te mato -me había dicho una noche Aristón, y también había sentido miedo-. Oggún dice que tengo que pelear para encender la tierra, que tengo que pelear al lado tuyo, que tú eres mi resguardo y las balas no me van a hacer nada si tú estás conmigo. A ti tampoco. Me lo dijo Oggún y a Tiguá le dijo lo mismo. Pelea o te mato. Escoge.
Y por miedo, sí, por miedo, había dejado a Leonie, y había seguido a Aristón a las montañas de Oriente. Esta vez no íbamos a recoger café: íbamos a la guerra porque Oggún lo había mandado, a pelear contra los tanques y los cañones de Batista que se veían pasar por la carretera; íbamos a pelear contra los aeroplanos, contra los barcos y contra el ejército, nosotros que hacía mucho tiempo que no nos metíamos en las cosas de los blancos.
Aspirina, el hijo de Maurice, conocía el camino. Los del batey le decían así porque siempre andaba comprando aspirinas en la farmacia de la administración; no se le quitaba el dolor de cabeza; de niño lo había pateado un caballo, cuando los trajines de la repatriación. A pesar de eso era un tipo muy despierto y Maurice le había enseñado a hablar como los blancos de la oficina del ingenio. Le gustaba perderse de Guanamaca y andar por ahí días enteros, a veces semanas, y un hombre de otro lugar le había dicho: "Mira, en esas lomas de allá están los rebeldes", y tratándose de Oggún, de cumplir su voluntad, había que unirse a ellos. Eso decían Aristón y Tiguá.
Yo me pasé toda aquella tarde con Leonie. Fuimos al cañaveral pero no pude hacer nada, nada más que oírla asegurar que me esperaría toda la vida, y yo callado. Nos marchamos a la noche. Tiguá dijo que el espíritu de Makandal se iba con nosotros y nos dio dulces para que se lo ofreciéramos a Papá Legbá, el dueño de los caminos. Nos despedimos: "Adiós, Leonie. Adiós. Pascasio, Adiós, houngan Tiguá".
Salió el sol cuando ya habíamos atravesado el llano, y Aristón le cantó al sol. Aristón le cantaba a los árboles, a la lluvia, a todo; se sabía muchas canciones que había inventado Adelaide, y él las había aprendido sin darse cuenta, pues de otra manera no hubiera aprendido nada, y siempre andaba cantándolas.
Pronto entramos en las fincas de las lomas, al pie de la sierra donde crecían los cafetales, y por allí sí había soldados. Aristón tenía puesta la indumentaria del rural y a mí me daba miedo que nos pararan. Yo le decía que por lo menos se quitara el sombrero, pero él contestaba que estando yo a su lado no podía acercarse la desgracia, además, llevaba colgados al cinto los pañuelos mágicos de Adelaide. "No, Pedro Limón, no puede pasarnos nada." Y parecía ser cierto: cuando el aeroplano nos vio y Aristón sacó su paraguayo y le gritó que se atreviera a bajar si era guapo, que le iba a desmochar las alas; cuando el aeroplano dio la vuelta y voló bajito disparando muchos tiros y yo me tiré en el arroyo oyendo los insultos de Aristón; cuando volvió a pasar y soltó la bomba y no sonaba ningún ruido, como decían que hacía, y salí del agua y lo vi a él agachado, tratando de desenterrarla, me di cuenta de que a lo mejor era cierto, que Aristón y Tiguá podían muy bien tener razón, y entonces tuve menos miedo porque quizá Oggún me protegería.
Aspirina no apareció y nos costó trabajo encontrar a los rebeldes. Al principio no querían aceptarnos. Pero Aristón había subido cargado con la bomba y al final eso valió.
Pedro Limón se incorpora y se asegura la mochila. Mira el humo de la chimenea del ingenio. Permanece mirándolo un rato. Ahora le da la espalda, bota el cigarro, se toca la cara y marca el paso hacia la isla de palmas en medio del cañaveral. Detrás de esas palmas está Guanamaca, piensa.
Pascasio había querido que al pasar por el batey de la administración fuera (aunque sea un momento) a ver a Leonie (se va a poner de lo más contenta) y le había dado las señas de la casa (nueva y pintada de azul añil).
Pero él había escogido el camino de la línea, el camino largo que se aleja del batey, otra vez el miedo, su cara frente a la de Leonie, su cara reparada a cuchilla y a pellejo de nalga, la mirada compasiva en el mejor de los casos, la desconfianza del niño, apenas seis años, un hijo de seis años, qué te parece, Pedro Limón, cómo nos ponemos viejos, lo rápido que se va la vida, sí.
-A mí no hay quien me mate -decía Aristón, transfigurado por Oggún. Era curioso verlo combatir: antes del primer disparo, mientras vigilábamos el cruce de las tanquetas y los camiones de soldados, Oggún tomaba posesión de él, se le metía adentro silencioso como una culebra. Aristón no se daba cuenta, se dejaba tragar sin hacer un movimiento, y la carne se le ponía escamosa y fría y cenicienta, y los ojos como los de los bueyes muertos en las crecidas, Oggún Ferrai asomado a su mirada y a su piel.
Mucho después, cuando ya cercábamos a los casquites de Batista en vez de ellos a nosotros y yo aprendía a leer, el Habanero cerró el libro, encendió su tabaco y se puso a hablar de los loas, de Aristón, de Tiguá, de Haití, de Guanamaca. Hablaba de ellos como si los conociera de siempre, como si hubiera estado allí, en el medio del batey o en las montañas del país viejo. Esa noche no dormimos, la pasamos al raso bajo las ramas de un árbol de la cañada, y él hablando y hablando y las estrellas se movían por el cielo, explicándome todo con muchos detalles y mucha paciencia, como cuando me enseñaba a leer, y nunca he oído a nadie explicar tan bien las cosas, no, nadie las machacaba tanto como él para metérselas a uno en la cabeza, y me dijo que se alegraba de que ya yo hubiera escogido camino en la vida, y que después de la guerra iba a hacer falta gente como yo, y fue entonces cuando soltó aquello de que debía estudiar para maestro, y entendí bien por qué aquel día se había negado a escribir lo que yo quería que en Guanamaca supieran de Aristón.
Pero ahora estábamos casi al comienzo de la guerra y yo no soñaba con leer y la disciplina era muy recia, y los jefes se pasaban el día diciendo que había que mantener la moral bien alta. Yo no tenía problemas, me acordaba de cada una de las palabras del Habanero sobre el reglamento y los deberes del combatiente revolucionario. Aristón sí tenía problemas: lo habían subido a cabo dos veces y dos veces lo habían bajado. "Es una lástima que tenga toda esa cosa en la cabeza, un hombre tan fuerte y tan cojonudo", decía el Habanero. Aunque en un final a Aristón le daba lo mismo. Lo único que le importaba era pelear. Pelear y matar.
Aquella madrugada el Habanero me sacó de la hamaca y luego despertó a Aristón. Todavía faltaba para que aclarara. Tomamos café con otros hombres y recibimos la orden: había noticia de que nos tendían un cerco y era preciso averiguar si era completo y el número de fuerzas, de eso dependía que fuéramos más arriba, a las cumbres de los picos. El Habanero nos dividió en dos patrullas. Aristón y yo y el Rubio,un estudiante de Manzanillo, reconoceríamos el sur. Yo iba delante: Aristón no se orientaba bien y el Rubio era bastante nuevo. Al rato llegó el día y a Aristón le dio por cantar, y no había manera de callarlo. El Rubio se puso nervioso y quería taparle la boca, pues la orden era no disparar ni un tiro a no ser en último caso. Yo saqué un mango verde del bolsillo y se lo di a Aristón, y eso lo calló. Pero no terminó de comérselo. Se quedó quieto, como si oliera las hilachas pegadas a la semilla, y cuando levantó la vista ya no era Aristón quien nos miraba, y yo supe que Oggún, por arriba del mango, había olido los hierros de la guerra, y ahora una ráfaga larga restallaba en los pedruscos y tumbaba al Rubio y enfurecía a Aristón.
Los tiros no duraron mucho, aunque matamos a tres hombres. El último lo mató Aristón con el paraguayo porque ya no teníamos parque. Me agaché junto al Rubio, y estaba muerto; me lo eché arriba y de pronto empezaron a caer y a reventar morterazos como guanábanas maduras; y hubo que dejarles al Rubio y coger por el monte.
No huíamos. O mejor: yo huía y él no.
Porque Aristón no sabía lo que era huir: Oggún le habría avisado que la pelea era a distancia, y esa clase de guerra no le interesaba.
Yo sí tenía miedo, y huía; huyo.
Y ahora regresamos sudando por entre el diente de perro y los bejucos. Al campamento.
Y miro hacia atrás y no veo a Aristón apartando las ramas que yo he apartado primero: sólo veo el filo de la línea relumbrando con la tarde, junto a las cañas tronchadas, las cañas que endulzan el aire de Guanamaca. Y a lo lejos, al frente, hay un viejo que hace signos con una vara retorcida, y unas mujeres, y unos niños, y me esperan y va a ser algo así como otra guerra pero ya no tengo miedo. Tenías razón, Habanero: no tengo miedo y siento que voy a ganar.
Lo del cerco era verdad y había que salir de allí, replegarnos a las nubes. Aristón todavía caminaba con Oggún adentro, quizás porque se había quedado con ganas de combatir, y pisaba duro, como marchan los niños cuando juegan a los soldados, muy derecho y muy digno y llevando al hombro el paraguayo y terciado al pecho el fusil. Yo busqué al Habanero para darle el parte; estaba con otro hombre, uno del llano que iba y venía con recados por los campamentos.
-No sé bien lo que pasó. Creo que nos encontramos con una avanzada de ellos -dije, y le conté del tiroteo, del aguacero de morterazos, de lo del Rubio.
Hay gentes que no deben hablar cuando no saben lo que hay detrás de las cosas. Y el hombre del llano era de ésos.
-Lo que pasó es que ustedes son un par de haitianos pendejos. ¡Mira que dejarles a los casquites el cuerpo de un compañero! ¡Pendejos y maricones! ¡Si yo tuviera mando los haría fusilar...!
No pudo seguir hablando: Aristón levantó el paraguayo y le abrió la cabeza de un golpe, de arriba a abajo, como si hubiera sido un coco.
El hombre se murió enseguida.
El juicio también fue rápido.
A la tarde teníamos que dejar el campamento.
Aristón estaba allí, de pie, rodeado por la tropa silenciosa.
Los del tribunal estaban allá, sentados en las cajas de fusiles que nos habían llegado la otra semana, todos muy serios y hablando bajito. No se defendió: se puso a mover la cabeza igual que un caballo y a decir que no se acordaba de nada y que no lo haría más, y de ahí nadie lo sacó. Y como el Habanero era del tribunal, tuve que contar los hechos, que el canto de Aristón nos había perjudicado, y luego hablé de Oggún, de Tiguá y contesté todo lo que me preguntaban, y el Habanero me preguntó un montón de cosas que ya me había preguntado y otras que no, y a pesar de que a veces se trataba de la religión de mis padres, pensaba que yo era muy distinto a Aristón, que él mataba por matar y yo no y todo era un lío.
Entonces el Habanero se puso de cara a la tropa y habló muy claro y muy bien, como él sabía hablar, y habló de que éramos la vanguardia de la Revolución, que teníamos que dar ejemplo... Y así lo escribí en la carta; no, lo escribió él porque yo todavía no sabía bien.
"La moral combativa de nuestro ejército tiene que ser ejemplo para mañana, como hoy son ejemplo las tradiciones del ejército mambí. Entre nosotros no puede haber fanáticos, delincuentes ni asesinos, porque somos igual que los soldados de Céspedes y Agramóme, de Maceo y Gómez, y nuestra bandera es la misma por la que murió Martí..." Cuando el capitán dijo la sentencia, se le cortó un poco la voz. Aristón alzó la cabeza, se sonrió y pidió permiso para escoger a los hombres del pelotón, y se lo concedieron y yo fui el primero, "Pedro Limón", dijo, y cuando le preguntaron que quién más, se encogió de hombros.
-No te ocupes -me decía en creole mientras le amarraban las manos-. Si tú estás conmigo no me puede pasar nada.
Caminamos por el trillo de las letrinas; más al fondo estaba la ceiba. Cada tres o cuatro pasos él volvía la cabeza y me hablaba del susto que se iba a llevar la gente cuando Oggún hiciera el milagro. Al fin llegamos al árbol. Se dejó vendar los ojos y colocar de espaldas al tronco. Los del pelotón formamos en hilera, a unas doce varas. "¡Carguen!", ordenó el Habanero, y yo palanqueé mi San Cristóbal. Aristón estaba como todos los días, alegre y bravucón con su sombrero de rural, las alas prendidas por las medallas que les quitaba a los muertos, atravesado en las pasas largas y sucias de tierra; lo miré bien para llevármelo de memoria, por si acaso Oggún lo transformaba en lechuza o algo parecido; y vi que usaba dos collares de semillas, y yo siempre había creído que eran más, y los colores de los pañuelos de Adelaide eran amarillo, blanco y negro, las razas que habían reinado en Saint Domingue, y tuve que fijarme mucho porque estaban rotos y desteñidos; y le volví a mirar la cara y ya se le había puesto gris, y seguro que Oggún había bajado con el ruido de las armas y ahora vendría lo bueno.
-¡Apunten...!
-¡Yo soy Oggún Ferrai! ¡Nadie me puede matar con Pedro Limón delante!
-¡Fuego!
Rebotó contra la ceiba. Hizo un ruido como de tos y largó un buche de sangre. Luego resbaló despacio por el tronco; suspiró, y se hundió en los matorrales. El Habanero caminó hasta la ceiba con la pistola en la mano. Se inclinó. No sé si fue un jubo o un majá, pero bajo el humo del disparo, un latigazo de ceniza corrió por entre las piedras y se perdió monte arriba. No era idea mía, todos nos quedamos mirando a lo alto de la ladera, aunque nadie le dio importancia.
Al otro día, después de arreglar el nuevo campamento, le pedí al Habanero que me hiciera una carta, que le escribiera a Maurice para que allá supieran lo que le había pasado a Aristón, que lo contara bien claro, como él sabía decir las cosas. Pero el Habanero no quiso poner nada de la culebra. No quiso, él que explicaba todo con tantos detalles. Sólo me miró fijo, mucho rato, y luego empezó a escribir las órdenes del día, y sin alzar la cabeza me dijo que me retirara, que me retirara y que me decidiera, porque en la vida los hombres siempre habían tenido que escoger entre la tierra y el cielo, y para mí ya era la hora.
1968
Muchas gracias por compartir este maravilloso cuento
ResponderEliminarMuy bueno, gracias por publicar!
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