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lunes, 14 de agosto de 2017

MI AMIGO INVISIBLE – Heberto Gamero Contín

Heberto Gamero Contín (Punta Cardón, 1952). Narrador venezolano dedicado a cultivar el género cuento y a promover su escritura y lectura por parte de las nuevas generaciones a través de la Fundación Aprende a Escribir un Cuento (FAEC), la cual dirige desde 2009. Durante su camino en el ámbito literario ha publicado Los zapatos de mi hermano, oficios y otros relatos (Editorial Equinoccio. Universidad Simón Bolívar, 2010), Cuentos de pareja y otros relatos (Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, 2010), Caracas-Ushuaia (Monte Ávila Editores, 2012), Taller Aprende a escribir un cuento (Círculo de Escritores de Venezuela, 2015). Escritores Inmortales (Cersa editorial, España, 2016), Pintores Inmortales (Cersa Editorial, España, 2016), Músicos Inmortales (Cersa Editorial, España, 2016). Otras publicaciones: Inventores (minibiografías ilegales), La verdadera historia de los crímenes de la calle Morgue y Dos regalos se encuentran disponibles en el portal de Amazon. Resultó finalista en el VI Concurso de Cuentos de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (SACVEN, 2007) con el cuento Oportunidad no negociada. Con el libro Cuentos de pareja y otros relatos obtuvo la Mención Honorífica en el Concurso Nacional de Narrativa Salvador Garmendia (2007). En 2008 resultó ganador del 63º Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional con el cuento Los zapatos de mi hermano. Y en 2011, también en el concurso de El Nacional, recibió la Mención Especial con el cuento Mi amigo invisible. En 2009 fue condecorado con la Orden al Mérito Institucional por parte del Círculo de Escritores de Venezuela. Vive entre Caracas, Madrid y la isla de Margarita.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Heberto Gamero Contín.

...Soy un enfermo de literatura. De seguir así, ésta podría acabar tragándome, como un pelele dentro de un remolino, hasta hacer que me pierda en sus comarcas sin límites.

Enrique Vila-Matas



Mi amigo invisible


Carátula de Dos regalos (Heberto Gamero Contín - 2014)
Complacido por estar al fin solo, sin brindar sin querer hacerlo ni reír cuando llorar sería lo más natural, rodeado aún del rumor de las risas, del choque de las copas y de esas conversaciones lejanas que rebotan como ecos dentro de mi cabeza, me senté en una pequeña silla sin espaldar y de ruedas giratorias que los empleados de la biblioteca utilizan, imagino, para desplazarse con mayor comodidad entre los estantes repletos de libros. Me crucé de brazos y concluí que después de todo no tenía motivos para sentirme nervioso, estaba rodeado de libros, era lo que buscaba, y eso compensaba de alguna forma cualquier temor que me pudiera invadir. El ambiente fresco, algunos pasapalos y un botellón de agua a medio llenar harían más soportable mi estancia en este lugar de letras, voces y fantasmas. Me desabotoné la chaqueta y puse el revólver sobre unos libros apilados fuera de lugar. Viernes 18 de diciembre marcaba el calendario que colgaba en una de las pocas paredes libres bajo un reloj de números negros y estirados que a su vez marcaba las once de la noche. La biblioteca había quedado desierta después de la fiesta navideña. Alguien cerró con llave al salir. Ahora estaba solo, con las risas y las copas, con el rumor flotante que se iba perdiendo dentro de mi cabeza como el recuerdo de un libro hace mucho leído. Solo y con el resto de la noche por delante tendría tiempo suficiente para una vez más concluir lo que ya había concluido, para ratificarme que morir a manos de la literatura, entregarme a ella vencido y humillado, es la única opción que me queda por vivir. Pero antes, dispuesto a consumir con cierto decoro mis últimas horas y juntar las fuerzas necesarias para el momento de mi liberación definitiva, me impulsé con los pies hasta la sección de cuentos y, como si una barrera infranqueable se hubiese atravesado en el camino, me detuve ante los cuentos venezolanos. Subí la mirada. El estante parecía señalarme en medio de burlonas y estruendosas carcajadas. Mis manos se levantaron como si pendieran de los delgados hilos que un titiritero maneja a su antojo y se detuvieron ante el volumen Cuentos completos, de Arturo Uslar Pietri. Con la resignada sonrisa de un viejo amigo detallé su portada azul enmarcada en brillantes arabescos dorados. Me relajé, abrí el libro y, una vez más, el relato Barrabas me sumió en un grato y punzante sopor. Por un momento me sentí injustamente preso en un húmedo y oscuro calabozo, con la barba negra, el pelo largo, apelmazado, actitud de animal indefenso y uñas largas y sucias. Tras una mirada interrogante del guardia le respondí que yo, efectivamente, era Barrabas. El hombre gritó: "¡Asesino, serás crucificado!". Confundido le pregunté a quién había asesinado para merecer semejante castigo. Cuando me lo explicó le dije que yo no había matado a ese joven, que su propia madre lo había hecho en un accidente que se había negado a reconocer. Me preguntó si les había dicho eso a los jueces. No, le respondí. El guardia entonces se quedó un rato callado, pensativo, frente a la jaula que me encerraba y, de pronto, al parecer ya satisfecho con su consciencia, me dijo que yo había cometido un gran delito, el delito de callar. "Sabías la verdad y la enterraste dentro de tu boca", añadió con los aires de un juez. Días después, regocijado por haber sido absuelto, le pregunté qué mal había hecho el que ocuparía mi lugar en la cruz, ese al que llaman Jesús. Me dijo que sería crucificado por pregonar su verdad.

Bastante confundido, quiero decir, satisfecho de la decisión que había tomado, convencido de que callar es a veces tan inconveniente como decir la verdad, pasé la página sin más interés que matar el tiempo, revolearme tal vez morbosamente en mis propias frustraciones... Ya no hay nada que pueda hacer, nada que pueda cambiar... Papá escritor, mamá escritora, mi hermana otro tanto, y yo, el único varón de mis padres, ágrafo total; lector empedernido más por envidia del que escribe que por la satisfacción que me causa lo leído. De verdad lo he intentado, cientos, miles de veces. Pero, qué he logrado, un completo desastre: ideas desordenadas, multitud de personajes hablando al mismo tiempo, cada uno proponiendo un tema diferente dentro de mi cabeza, un verdadero y completo desastre. ¡Ja!, y pensar que nunca perdí la esperanza de convertirme en cuentista... hasta ahora. Ya comprendí que nunca podré serlo. Sólo un frustrado lector que no lee por placer sino por admiración a quien sí puede escribir cuentos, buenos cuentos. Admiración convertida en la más profunda y detestable envidia que sólo pretende husmear, indagar, palpar cómo escriben otros y esperar fantasiosamente que un rayo divino extraiga todo ese talento de las páginas leídas y lo deposite en el centro de su cerebro y corazón.

Ella nunca me obligó. Mi mujer nunca me dijo que escribiera. Pero yo advertía la admiración que mostraba por papá cuando este terminaba un ensayo y lo leía en voz alta para que le diéramos nuestra opinión. Sus ojos brillaban como si contemplara resplandecientes ángeles. A mí nunca me miró de esa forma. Nunca lo hizo. Y yo lo intenté de veras. A veces creo que se fijó en mí porque yo venía de una familia de escritores y dio por hecho que yo sería uno de ellos. Ella no escribe pero idolatra a quienes lo hacen y pensó que yo, graduado en Letras e hijo de escritores, sería uno más, quizás hasta llegara a ser uno famoso, uno de esos que dictan conferencias y firman autógrafos... Nunca me dijo que escribiera. La verdad es que miento; ya no, pero lo hacía con frecuencia: Por qué no escribes algo. Intenta encontrar tu talento. Escribir le ha salvado la vida a mucha gente. "Le ha salvado la vida a mucha gente". Lo decía de forma metafórica claro está, casi en broma, pero no imaginaba cómo me tocaba su sugerencia, cuan cerca estaba de mis intenciones. Yo la miraba con desgano y asentía con el tímido gesto del que se siente incapaz de borrar de un tirón las esperanzas de quien ama.

Quise ser original, escribir cuentos, ya que mamá escribe novelas y mi hermana guiones para la televisión; papá, ensayos. Así que convertirme en cuentista me pareció bien. Sobre todo cuando leí de Borges: "Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos". Lo leí tantas veces que lo aprendí de memoria. Poe también fue amante del género breve, tanto, que su única novela Aventuras de Arthur Gordon Pym, según los entendidos, no es más que un cuento llevado al extremo de su extensión. Insistía en lo que denominaba efecto único: "Lo que ahora necesitamos es la artillería ligera del intelecto; necesitamos lo breve, lo conciso, lo directo, la difusión rápida en vez de lo verborreico, la minucia, la disertación, lo inaccesible". Esto me cautivó... Aunque Poe también era poeta situaba al cuento por encima del poema porque este, con su belleza abstracta, decía, limita el entendimiento del lector. Yo, aunque siempre he sido un amante de la poesía y me resultan inevitables ciertos deslices líricos en todo lo que me esfuerzo en escribir —tal vez por las mismas razones que argumentaba Poe—, la descarté de plano como puente para salvar mi vida y encontré en el cuento una posibilidad. Pero, ¿a qué se refería exactamente con lo de efecto único?

No siento celos de papá. Sólo que me hubiese gustado que ella me mirase como lo mira a él. No es fácil escribir ensayos, pero los de papá son buenos, interesantes. Los pocos cuentos que yo he escrito aburren. No me lo han dicho pero así lo siento. Una vez, después de que papá leyera uno de sus ensayos y todos aplaudieran con entusiasmo, leí uno de mis primeros cuentos, el que consideraba mejor logrado, corregido tantas veces como páginas tiene El Quijote. Sí, también aplaudieron, pero sin la misma emoción, sin la misma fuerza; los aplausos se perdieron en el silencio que queda al .final de un libro y la sonrisa de la gente parecía la fotografía de un grupo de pésimos actores; así la llevo en mi mente, como llevarla en la cartera, aquella foto de sonrisas lastimeras y sobreactuadas, incluso la de mi mujer, como atascada entre sus dientes... Borges se refirió a Uslar como dos hombres en uno. Otros quizás más acertados lo califican de muchos hombres en un sólo hombre. Tienen razón. Pero Uslar fue básicamente un cuentista, universal, mil veces reconocido. Y me atrevo a pensar que el Príncipe de Asturias de las letras no lo recibió por sus novelas, tampoco por su carrera política y sus programas de televisión, lo debe de haber ganado por sus cuentos. Eso creo. Algo parecido dijo García Márquez de Hemingway no recuerdo dónde. Que este no había pasado a la gloria por ninguna de sus novelas sino por sus cuentos más estrictos. Pero lamentablemente los cuentos de Uslar en nada me han podido ayudar. Los he leído hasta el cansancio y, fuera de sumirme en una especie de claustro que no permite distracción alguna, no termino de ver qué es lo que tienen, de qué maniobras se vale el escritor para que fragüen, para que calen de esa forma tan honda y perdurable.

Giré lentamente sobre la silla y estiré un poco mis brazos entumecidos. Lo que sí he podido entrever es que los buenos cuentos nos dejan pensando por un buen rato, como suspendidos en el aire, saboreando esa enigmática sensación de ser parte del texto, quizás el objeto de su mensaje. O los que, aun siendo de ficción, estén narrados de forma tal que crean una nueva verdad que sustituye a aquélla que una vez sin duda existió. La verdad de las mentiras, de Vargas Llosa, lo dice con claridad: "Y no hay engaño porque, cuando abrimos un libro de ficción, acomodamos nuestro ánimo para asistir a una representación en la que sabemos muy bien que nuestras lágrimas o nuestros bostezos dependerán exclusivamente de la buena o mala brujería del narrador para hacernos vivir como verdades sus mentiras y no de su capacidad para reproducir fidedignamente lo vivido". Yo, por mi parte, creo ciegamente en lo que Uslar narra en sus cuentos. Aunque estén llenos de mentiras, su brujería me hace verlos como grandes verdades. Esa manera desconocida y secreta que no logro ni siquiera imitar.

Mientras tanto he sobrevivido como corrector editorial. Eso es lo que hago para vivir. Corrijo de todo: reseñas, ensayos, crónicas, poesías, incluso cuentos. Claro, corrijo la forma y no el fondo: errores ortográficos, de puntuación, concordancia y esas cosas. No me meto en profundidades desde que le hice una sugerencia a un escritor de oficio y me dijo que quién me creía yo para modificar su texto. Le dije que sólo había sido una sugerencia. Pero el hombre no escuchó razones y se quejó ante el director. El director me llamó a su oficina y me dijo que me limitara a mi trabajo. Y así lo hice: me limité a mi trabajo. Ahora sólo corrijo sin ofrecer sugerencias. Pero, ¿quién soy yo para sugerir cambios a un escritor de verdad? Rodé hasta el botellón y tomé un poco de agua... Mamá me dice que tenga paciencia, que el momento de la inspiración llegará cuando menos lo espere. Pero lo cierto es que ya estoy cansado de esperar, de corregirles a otros, de leer a quienes no corrijo para tratar de descubrir sus secretos, de decirle a mi mujer que sí, que la literatura me salvará de esto que ella llama depresión y que muy pronto estaré en los auditorios del país, tal vez también del extranjero, dando conferencias y firmando autógrafos; y chocaremos las copas y brindaremos hasta la inconsciencia. Ella me estará mirando de la misma forma que mira a papá cuando lee sus ensayos, y yo seré otro hombre... Tomé otro poco de agua. Aparté con el pie algunas servilletas, restos de la vana celebración navideña, y lo miré fijamente: el revólver brillaba sobre la pila de libros.

Conocí a mi mujer en este mismo sitio. Era empleada de la biblioteca cuando yo estaba por graduarme y mis bigotes apenas comenzaban a poblarse. Tenía que consultar muchos textos en aquella etapa de mi carrera y ella siempre estaba allí para buscarlos dentro de aquella maraña de libros, laberinto de volúmenes en una puja constante para cumplir el frustrado encargo de muchos escritores: alargar la vida aunque sea en la muerte. Usaba lentes, como yo; tenía la piel trigueña, como la mía; pelo negro, como el mío, sólo que el de ella caía espeso sobre sus hombros y brillaba como si reflejara un permanente haz de luz. Pero tenía algo que llamaba mi atención más que cualquier otra cosa: reía; cuando le entregaba la ficha, reía; cuando me daba los libros, reía; cuando le hacía una consulta, también reía. Siempre reía. Algo que para mí necesitaba una justificación, para ella era espontáneo. Siento tanto haberla defraudado. Ella quería que yo fuera escritor, un buen escritor... Pensé que todo sería más fácil si me dedicaba a escribir cuentos, por lo breve, pero nada en literatura parece fácil... Uslar sigue sin ayudarme. Permanece callado con la poderosa satisfacción de que, aunque muerto, aquí lo tengo entre mis manos, resucitándolo con mi lectura y monólogo... Él lo logró: ser inmortal, ganarle la partida a la muerte.

Paso la página y encuentro La lluvia. A veces confundo admiración con envidia y doy origen a un sentimiento que no sé cómo llamar. La lluvia me hace sentir más solo de lo que ahora estoy. Pero, como es usual, su narrativa costumbrista me atrapa desde las primeras líneas en una paulatina, irreversible y placentera sumisión. Comienza con una breve descripción del ambiente que rodea a Usebia y a Jesuso, pareja de campesinos, viejos y solitarios, que viven en un rancho por cuyas rendijas se cuela la luz de la luna: "En la sombra, acuchillada de láminas claras, oscilaba el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el catre del rincón". No es fácil para un escritor frustrado como yo leer tales sencillas y geniales descripciones. A Usebia, desde el catre, asediada por el calor y por un terrible verano que mantenía reseco su conuco y todo lo que los rodeaba, le pareció escuchar que llovía. Emocionada, despierta a Jesuso. Este se levanta con pereza y se acerca a la puerta. Ve las estrellas brillar y cómo el vaho caliente de la noche invade el pequeño recinto. Contrariado, la desdice y vuelve a su chinchorro. Ambos están cansados de esperar, cansados de la rutina, de hablar siempre de lo mismo, de la tierra reseca, del sudor, de sus vidas marchitas. De pronto la aparición de un niño le da un vuelco total a la historia. Jesuso lo encuentra jugando en la vereda. Parece abandonado y habla poco. Lo lleva a la casa. Lo llaman Cacique. Su dulzura los cautiva como la de un hijo propio. Sienten que les ha llegado un regalo del cielo. Un espíritu como de Navidad se apodera de ellos. Comienzan a hacer planes y a ser más optimistas en cuanto a la llegada de las lluvias. "El cielo está negrito, negrito", se decían con pueril entusiasmo. Hasta aquellos viejos gestos de cariño ya casi olvidados aparecieron entre ellos como al-sonar de los dedos: "...parecían acabar de conocerse y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos... Podríamos comprarnos un burro..., y unos camisones para ti, Usebia. Y para ti, Jesuso, una buena cobija... ¿Y para Cacique? Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste", escribe Uslar. Pero de nuevo la adversidad se presenta para reclamar la cuota amarga que al parecer le corresponde por decisión divina: Cacique desaparece de sus vidas. Se pierde en la llanura sin dejar rastro. El maestro describe así lo que dejó aquella ausencia en el espíritu de Jesuso: "Era agonía. Era sed. Un olor de surco recién removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de hoja tierna triturada". Finalmente comenzó a llover: "Una gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le cayó sobre los labios partidos, y otra en las manos terrosas... Y otras frías en el pecho, grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se empañaron". Qué importaba ya si llovía o no si lo que los devolvió a la vida había desaparecido. La adversidad, o Dios, se los había quitado. Finaliza el cuento con la imagen, allá a lo lejos, de Usebia bajo el marco de la puerta esperando a Jesuso. Él, sin saber si tenía el valor para regresar con la infausta noticia y ella tal vez pensando que él era lo único que le quedaba. El cielo está negrito, negrito, en realidad no eran anuncios de lluvia, aunque lloviera, era sólo el presagio del solitario y riguroso futuro que les esperaba. Otro cuento que toca la fibra; y yo, ágrafo sin remedio, coqueteo con la fantasía de que el maestro me ayude desde el más allá. Iluso... Tres de la madrugada. Marqué la página, comí uno de los pasapalos que había sobrado de la fiesta y terminé el vaso de agua. Dentro de unos días será Navidad, pensé. Algunos se deprimen cuando llega la Navidad. No les gusta regalar ni que les regalen y prefieren acostarse temprano cuando todo el mundo está celebrando. El recuerdo de algún ser querido les impide ver la parte ¿bonita? de la Navidad. No pueden celebrar cuando no tienen a su lado a ese con quien compartían. Algunos no lo superan... Espero que ella pueda hacerlo.

Mi mujer es única. Siempre que lee algo comenta la forma narrativa de tal o cual escritor. En el fondo no pierde las esperanzas de que yo algún día escriba algo que valga la pena. Y yo quiero complacerla. Es lo que más deseo hacer y es lo que ella más desea de mí. Cuando le dije que el cuento me atraía más que cualquier otro género se alegró, y comenzamos a leer cuentos y nada más. ¿Qué me quedó de todas esas lecturas? Creo que nada. Sólo la oscura sensación de que nunca escribiré algo medianamente bueno... Su sonrisa me enamoró. Al poco tiempo de conocerla la invité al cine. Eso también nos unió: el cine y las cotufas. Íbamos por lo menos dos veces a la semana. Nos abrazábamos y veíamos casi toda la película con las cabezas juntas y los dedos entrelazados. Su perfume envolvente recreaba otro espacio y otro momento. Ella lloraba con las escenas románticas e irremediablemente reía con esa pena inocente de los que se sienten advertidos en su profunda sensibilidad. Luego analizábamos los temas y casi siempre llegábamos a las mismas conclusiones. No quisiera defraudarla, ha puesto tanto empeño...

Todavía había gente en la fiesta cuando la llevé al apartamento. Le dije que pasaría la noche con mis padres, que no se preocupara. Regresé a la biblioteca con las manos en los bolsillos y el revólver en la cintura bajo la sombra de mi chaqueta, escrutando las caras y esparciendo débiles saludos entre copas y risas. Me oculté hasta que se fue el último invitado, hasta que el cierre de la puerta rebotó entre los estantes y la soledad y el olor de los libros me recibieron en un abrazo de marchitas esperanzas. A las ocho de la mañana debe venir la señora de la limpieza, me dije. Todavía me quedan varias horas... Quizás en el fondo sólo soy un testarudo que se niega a aceptar su realidad de ágrafo irrescatable, o un cobarde que prefiere renunciar a intentarlo con otra cosa, otra actividad más llevadera... La lluvia me dejó devastado. Más de lo que ya estaba. Qué forma de escribir... Qué contradicción, respiro este aire de libros y percibo agradables sensaciones, y al mismo tiempo la violenta necesidad de deshacerme de todos, de quemarlos sin miramientos en una gran hoguera de letras, puntos y comas, y yo de morir con ellos como una página nunca leída... La Navidad no me inquieta. Sólo un poco. Pero, qué distinta sería mi Navidad si pudiera regalarle un cuento, uno bueno de verdad.

Dos mujeres conversan en su rancho. "Por la puerta, humo y luz de cocina salen a hacer fantasmas". En Fuego Fatuo Uslar narra la última andanza del tirano Aguirre. Las dos mujeres hablan sobre cómo el caudillo mató al gobernador español y a su mujer. Al llamado de su esposa: "No le respondió la voz del Gobernador, pero sí la sangre que con mil dedos se arrastraba sobre el embaldosado para ir a anunciarle la desgracia. Siguiendo la sangre, llegó hasta el cuerpo. La panza había crecido y la cabeza estaba negra del fogonazo de la pólvora, las piernas abiertas y las manos como de sapo que va a saltar...y más arriba, sin sombrero, una cabeza descarnada donde sonreían los ojos, los dientes y las puntas del bigote". A la mujer, desesperada, al reclamar ayuda y acusar a los asaltantes, el tirano le responde: "Yo soy los asaltantes. Si no está su marido, estoy yo, don Lope de Aguirre, hijo de mis hazañas". Viendo que la mujer estaba embarazada, el tirano concluyó: "Mujer de gobernador de España parirá gobernadores de España". Luego entra el narrador: "Y como si fuera a desatarle el traje, sacó la daga y le abrió el vientre en ocho direcciones. Despeñáronse las tripas y cayeron antes que el cuerpo sobre los tentáculos de la otra sangre, ya fría". Los españoles persiguen entonces al tirano que viajaba con su hija y parte de la tropa ya diezmada por el hambre y el cansancio. Al verse cercado, sin posibilidades de escapar, da cuenta de su hija: "Sobre el cuello de la hija, ya sin llanto, borbotea sangre la herida abierta". Luego pide a sus capitanes que maten también a sus hijas y si no las tienen que se suiciden: "Como ruedas de muñecos se desploman los capitanes, apagados los puñales en la carne sudorosa". Finalmente Lope de Aguirre acaba con su propia vida de dos disparos. Pero el genial escritor no cuenta el primero: "Una mano del Tirano ha caído al suelo como un guante; al eco de otro disparo le queda tallada una oreja como cresta de gallo". El cuento termina con la escena donde comienza. Las dos mujeres en la cocina parecen vivir una experiencia esotérica y la leyenda sobre el tirano germina en tierra fértil: "Traía gente de todas partes que lo seguían con miedo, porque los puñales se le desviaban del cuerpo y los tiros se paraban en el aire para no tocarlo". Impresionado por la crudeza de las imágenes, pero conmovido por cómo el autor me hace sentir náuseas y a la vez cólera, la tristeza del más hermoso réquiem y la impotencia del hombre humillado, me reí de mí mismo en esta noche solitaria. Fui al baño y me mojé el rostro con agua helada. Por qué no escribes algo. Intenta encontrar tu talento. Escribir le ha salvado la vida a mucha gente, me recordó el del espejo.

Ya eran casi las cinco de la mañana. Tomé el revólver, busqué la oficina del director y me senté en su silla. Me recliné hacia atrás, puse los pies sobre el escritorio, la cabeza bamboleante, el libro sobre mi pecho, la sala silenciosa... De pronto una voz que se me hizo familiar me dijo al oído: "Amigo invisible". Volteé sobresaltado. Lo miré sin creer lo que veía. Sí, era él, el maestro Uslar, con sus ojos azules, curiosos, escrutadores, decididos, sobre los míos sorprendidos, ojerosos y derrotados. Resplandecía. Se veía joven y fuerte, la papada apenas. Alto como los estantes que me rodeaban, llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata también negra, como de luto por su propia muerte. Un libro de Goethe iba atornillado a su axila y, bajo el otro brazo, una voluminosa carpeta atestada de sus Pizarrones. Mozart comenzó a interpretar Eine Kleine Nachtmusik, como si el maestro se dispusiera a grabar uno más de sus Valores humanos. Varios de los que lo acompañaban: Carpentier, Asturias, Paz Castillo, Gómez de la Serna y otros tantos se alejaron por un lúgubre pasillo como si flotaran en el aire. El entierro del conde de Orgaz, su cuadro favorito, servía de telón de fondo a la escena. Su mirada era compasiva, tolerante, con una sutil y paternal expresión que me tranquilizaba. Como entrando en materia frunció el ceño y me dijo:

—Usted no puede hacer eso, joven.

Pregunté con un gesto de asombro, aún sin poder articular palabra.

—Escribir un cuento como si fuera una novela —agregó el maestro.

Imagino toda mi cara como un gran signo de interrogación.

—No puede ir por ahí de forma azarienta —continuó—, escribiendo lo primero que se le ocurra. Eso no da resultado. De modo que tiene que observar que el cuento tiene características especiales. Técnicas que usted no pone en práctica.

—¿Como cuáles? —pregunté en voz baja, casi suplicando, ya no asustado sino con cierta e incontrolable ansiedad que el maestro notó y que le hizo adoptar la postura de un profesor ante sus alumnos.

—Está bien, amigo invisible, le daré una breve lección. Trate de que la historia que pretenda contar sea siempre una; si introduce varias tramas el lector se confundirá, se aburrirá y no seguirá leyendo. Su relato debe contemplar un único protagonista, máximo dos, y los personajes secundarios deben ser los estrictamente necesarios. El conflicto es también indispensable. Un conflicto —levantó el índice y me miró fijo, con el ceño aún más fruncido que antes—, uno y sólo uno. Si no hay conflicto entonces no hay cuento. Dicho conflicto lo tiene el protagonista. De modo que es él quien debe enfrentarlo y resolverlo; tendrá éxito o fracasará en el intento pero debe encararlo, accionar para que se produzca un cambio en él mismo y en la historia. Si el principal no cambia en el transcurso del cuento, si al final del relato su protagonista es el mismo que al principio, entonces su cuento no terminará de cuajar, no será más que una estampa o un retrato, sin más vida que la buena narrativa que pueda imprimirle. Por otro lado observe breves descripciones de ambientes y personajes, maneje pocos escenarios y cuide que el tiempo en el que se desarrolle sea corto. No le explique todo al lector, deje que este deduzca y saque sus propias conclusiones. Aléjese de lo mil veces repetido. No abuse de los adjetivos, muestre, es decir, no diga que alguien es terriblemente feo sino que describa la magnitud del rechazo que genera cuando va por la calle. Además, no escriba cosas que no tienen que ver con la historia, tenga en cuenta que su relato es un detalle visto con lupa. Ponga a un lado los escrúpulos y déjese llevar. Sea generoso, no puede escribir quien no esté dispuesto a entregar parte de sí. Evite consejos moralistas, digresiones de cualquier tipo, no se complazca escribiendo lo que a nadie interesa, guárdese sus opiniones personales y limítese a contar lo que escucha de su personaje y a narrar lo que ve sin apartarse de la trama que lo ocupa. Con respecto a los finales, no sea obvio, pero tampoco esconda tanto que su cuento se vuelva algo impenetrable... Usted hace todo lo contrario a esto que le he dicho, amigo invisible, arma una ensalada con sus historias. Después de que tenga claro todas estas premisas básicas siéntase libre de violarlas, de experimentar, de explorar nuevas maneras de escribir sus cuentos. Si usted viola las reglas que conoce sabrá cómo hacerlo, pero si intenta violar lo que no conoce fracasará estrepitosamente; ya se ha dicho. De modo que tome nota de todo esto y comience de nuevo, con entusiasmo. Vaya a su sitio de trabajo, no permita interrupciones y comience de nuevo.

De pronto, alarmado, recordé que el maestro no creía en técnicas. Lo había dicho en sucesivas entrevistas y en algunos de sus Pizarrones de los domingos.

—Usted me engaña —le increpé con cierto temeroso y agudo sarcasmo; decepcionado pero a la vez aferrado al lomo de un frágil libro que se rasga en pedazos—. Me engaña descaradamente. En una oportunidad dijo que no intentara escribir quien no se sintiera por su propia naturaleza un escritor y que cuando lo hiciera no buscara modelos ni fórmulas ni estructura determinada. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ahora sí cree en las estructuras y en las fórmulas?

El maestro puso el libro y la carpeta junto al revólver. Habló en voz baja, como para sí.

—De este lado, amigo invisible, uno se entera de cosas... Claro que aplicaba técnicas específicas en mis cuentos, sólo que no estaba consciente de ellas. Salían de forma natural en un condumio de hechos y personajes que al pasar por el embudo de mi lógica literaria adquirían comunes denominadores concretos y específicos. Así como en vida dije que sería algo trágico que yo fuera el mismo hombre que había sido hacía sesenta años, ahora digo que sería igual de trágico si en esta nueva circunstancia yo fuera el mismo que cuando vivía... El hombre que voy siendo, titulé uno de mis libros —el maestro hizo una breve pausa y añadió—: ¿Quién iba a pensar que lo había dejado inconcluso? ¿Quién creería que aún lo escribo? Y creo que lo estaré escribiendo hasta que ese que voy siendo sea ya finalmente un hombre pleno. De modo que, volviendo al tema, amigo invisible, no ignore las técnicas, le serán de gran provecho.

—Quiere decir que...—dije, y me quedé con la palabra en la boca.

—¿Que sus cuentos pueden mejorar? —interrumpió el maestro.

Asentí con la cabeza.

—Sí, eso creo —concluyó, y centró el nudo de la corbata en su cuello.

Tenía un aire cosmopolita que le daba una prestancia de hombre refinado, culto. Los ojos eran como los del Capitán David en Las Lanzas coloradas: "Los ojos azules como agua con cielo y con hojas...". Cincuenta y cinco cuentos, siete novelas, más de mil setecientos Pizarrones, infinidad de premios y reconocimientos, conferencias, programas de televisión, candidato a la presidencia de la república, importantes cargos públicos, admirado por eruditos y humildes, una verdadera biblioteca ambulante... Por un momento me sentí del tamaño de un grano de arroz.

—¿Y el talento? ¿Qué me dice del talento? —le pregunté sin ocultar mis dudas.

—Todos lo tenemos. Sólo que para unos es más fácil descubrirlo.

...intenta encontrar tu talento.

—¿Algo genético?

—Sin duda. Aunque la pasión juega un papel importante.

—¿La pasión?

—Sí, la pasión —el maestro dio unos pasos hacia el revólver—. Si alguien trabaja en lo que verdaderamente le gusta, lo que sea, con disciplina y por mucho tiempo, no tenga usted dudas mi amigo invisible de que tarde o temprano destacará en lo que se empeña... Y otra cosa, jovencito, usted no es un ágrafo. De modo que deje de calificarse como tal. Eso le hace daño, lo aleja del objetivo.

En un movimiento rápido el maestro tomó el arma y sin más me disparó en la cabeza. Chispas rojas llovieron sobre el libro, el escritorio, el piso, y pedazos gelatinosos llegaron hasta la estantería cercana. A los pocos segundos salí de mi cuerpo y vi, allí, en el piso, una cabeza descarnada donde sonreían los ojos, los dientes y las puntas del bigote... ¿Mi propia cabeza o la del tirano Aguirre?, no estaba seguro, todo era tan confuso. El maestro bajó el arma todavía humeante mientras retrocedía y se perdía entre las sombras como una neblina que de pronto se deshace. Sus carcajadas se confundían con las que flotaban en el recinto y miles de libros, como si volaran, salieron de las estanterías para seguirle en reverente procesión. En La Coupole, del Boulevard de Montparnasse, lo esperaban sus amigos. El maestro les dijo que había matado a alguien que lo había obligado a contarle sus secretos literarios. Insólito, dijo Asturias. Se lo merecía, dijo Carpentier. Ahí quedó, dijo el maestro sin inmutarse, y comenzó a leerles el primer párrafo de Barrabas.

Desperté casi convulsionando, el rostro metido entre las manos, los dedos húmedos, helados. Respiré profundo, muchas veces, hasta tranquilizarme un poco. Traté de recordar el sueño pero sólo veía la cabeza del tirano Aguirre confundida con la mía: mis ojos, mis bigotes sonrientes, mis dientes resecos sin vida en una cabeza descarnada.

Me levanté y caminé entre los estantes. Pensé en ella. Ahora la necesitaba.

Debo reconocer que nunca fui claro con mi mujer, me digo ahora. Siempre le di a entender que el ser un buen escritor era cuestión de musa y que mi musa llegaría en cualquier momento dentro de una burbuja de creatividad que me transportaría hasta más allá de todo lo leído en este mundo. Mientras tanto me ganaría la vida como corrector. Mientras me llegase aquella musa trabajaría como corrector. Eso es lo que hago ahora: corrijo los puntos y las comas, los acentos y los guiones. Y en el proceso husmeo, miro cómo lo hacen... Una vez el maestro dijo que el buen bibliófilo es el pupilo de todas las musas. He tratado de serlo, de convertirme en un bibliófilo a ver si las musas aunque sea por una vez me convierten en su confidente... Mi mujer aguarda con la paciencia de una madre en la madrugada. Cuando leemos y hace énfasis en la forma narrativa de tal o cual escritor, lo hace como si esperara que yo sacara un lápiz y anotara. Yo le digo que no es cuestión de estilo o de forma, que hay algo más que tiene poco que ver con la tan ansiada musa, o que va de la mano con ella... Tampoco se los dije a ellos, a mis padres, nunca les dije que no tenía madera de escritor. Mamá contaba con eso, me leía todas las noches. Y papá se sentaba conmigo y me hablaba de un tema cualquiera para que luego yo hiciera una composición que al final corregía con infinita paciencia. No los culpo. Ellos querían lo mejor para mí, lo sé, aún no se resignan a que su hijo sea uno entre tantos, que no dará conferencias ni firmará autógrafos. Y yo quisiera complacerlos a todos. Pero en especial a ella, a mi mujer... Ella no me presiona pero, después de once años, su entusiasmo no es el de antes. Leemos juntos, es cierto, pero sus ojos no brillan con mis cuentos como brillan con los de otros. Todavía ríe. Ríe por todo. Pero cuando lee uno de los míos —no sé cómo decirlo— su risa no es igual, pierde intensidad en la misma proporción en que sus ojos pierden el brillo. Cierto tedio, cierto cansancio, detecto en el horizonte de sus labios y en la intimidad de sus pestañas.

Cinco y media de la mañana. Fui al baño. De nuevo mojé mi cara. Me miré al espejo y una vez más pensé en ella, también en Uslar, en papá corrigiendo mis composiciones; y en mamá, noche tras noche, leyéndome al borde de la cama. De pronto algo se encendió dentro de mí, algo inexplicable, una luz al fondo de mis ojos se hizo fulgente, llameante, hasta derramarse en vívidas imágenes que me hicieron poner las manos sobre mi reflejo como si con ello les impidiera escapar. Al instante corrí al escritorio y leí con avidez La siembra de ajos. Esta vez tomé papel y lápiz. Un joven negro y fuerte va al pueblo, después de días de viaje, a cumplir una promesa por la curación de su madre. Cumple la promesa pero no tiene dinero para regresar. Decide entonces trabajar en una siembra de ajos donde se encuentra con una hermosa mulata que lo cautiva. El muchacho recibe el pago por la semana trabajada pero no regresa a su casa, algo se lo impide: "Estaba como a la espera de algo vago que debía llegar o suceder previamente". No lo sabe a ciencia cierta pero el deseo por la mulata de vestido floreado y olor a ajo le hace retrasar su salida. Este es su conflicto, un conflicto que debe enfrentar y resolver con prontitud ya que su madre convaleciente lo espera; y en medio de irresistibles y retorcidos pensamientos resuelve su problema violándola salvajemente. La violación como tal, un hecho horrendo que ya de por sí representa algo detestable, pasa a ser en este cuento algo, si se quiere, secundario: la acción que da lugar a una solución; siniestra y terrible, sí, pero solución al fin para el personaje. Queda libre entonces el joven de irse. Y huye con la alegría del vencedor. Un pequeño detalle visto a fondo, anoté en el papel, un protagonista que tiene un único conflicto, pocos escenarios, breves descripciones, un tiempo interno muy corto y, sobre todo, en el protagonista se opera un cambio: no es el mismo el joven negro, frustrado y ansioso, del principio de la historia que este del final: "Venía de una enfermedad a la salud. Marchaba con paso alegre y rápido", anota el maestro al final del cuento... Salté de gozo. No podía creerlo, había descubierto los secretos de Uslar, el efecto único de Poe. Quise correr y gritarlo. Correr y gritarlo a todo viento para que todos me escucharan. Emocionado fui a la silla y me impulsé, como un niño agradecido me impulsé entre los estantes que ahora sonreían condescendientes y los libros que de pronto se advertían desnudos e indefensos. Volví a Barrabas, a La lluvia, releí Fuego fatuo. En todos se cumplían, como leyes, las mismas técnicas. Maravillado leí Yo soy Martín, El baile del tambor, Cuentos de camino, y lo mismo, las mismas características, las mismas reglas para mantener atento al lector, para hacer del cuento una partícula compuesta de toda una inmensidad, la semilla contentiva de todo un bosque, donde lo macabro y lo sangriento pueden llegar a convertirse en melodiosa música y los finales en verdaderos misterios, diminutas bombas atómicas cuyo alcance expansivo depende del brujo que las escriba, de cuan acertado haya sido en el matrimonio entre musas y técnicas.

Guardé el revólver bajo mi chaqueta y me impulsé de nuevo hasta la sección de cuentos venezolanos. Acaricié el lomo del libro antes de ponerlo en su lugar. Adiós, amigo invisible, le dije al maestro. A las ocho en punto de la mañana entró la señora de la limpieza. Me miró sorprendida. Le di los buenos días y me colé hacia la calle.

Un aire fresco y benevolente acarició mi rostro. El sol se partía en largos rayos de luz entre las ramas de un alto samán que proyectaba sus hojas a mi paso. Mi mujer desayunaba cuando llegué a casa. La abracé y la besé como nunca lo había hecho. Entonces, con una euforia que superaba cualquier cansancio, comencé a escribirle un cuento para Navidad, el cuento que pretendía perfecto, por el que daría la vida si fuese necesario. Hasta imaginé que muy pronto me miraría de aquella forma que yo tanto anhelaba, como si manuscritos inéditos de García Márquez o del mismo Uslar cayeran del cielo e inundaran sus manos. Y chocaríamos las copas y brindaríamos por una vida que de pronto cobraba sentido.

Sin embargo:

—¡El revólver! —me susurró Uslar al oído esa noche mientras yo, entre sábanas, acariciaba la ilusión de una noche sosegada.

Abrí los ojos.

—Si anuncia un revólver —continuó—, debe dispararlo, es harto sabido, no involucrarlo en un sueño y salir alegremente del conflicto que planteó.

Sentí un escalofrío, latigazos dentro de mi pecho.

—De modo que sólo tiene dos alternativas —agregó el maestro con determinación—: borrarlo de su cuento o...

11 comentarios:

  1. Muchísimas gracias al querido escritor Heberto Gamero Contín por el enorme privilegio de compartir este cuento con todos los lectores del blog. ¡Que lo disfruten!

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  2. Gracias a ti, Adriana. Es un honor formar parte de tu blog.

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  3. Exactamente como recibir una clase maestra. Un gusto leerte Heberto. Gracias X el envío Iris.

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  4. Es un placer tener la dicha de leer, cada lunes un nuevo cuento.

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  5. Sí, leer este cuento es recibir una clase completa. ¡Muchas gracias por tu lectura!

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  6. El placer es todo mío, por saber que los cuentos que aquí comparto son bien recibidos y disfrutados. ¡Ojalá siga siendo así! ¡Hasta el próximo cuento o crónica!

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  7. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  8. Amigo Heberto, excelente! Me hizo sentir en aula de nuevo. Abrazo

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  9. Heberto Maestro encerraste en una clase 10000...datas, diversiones y disgresiones.
    Gracias por existir.
    Gracias por transmitir. Con todo respeto, un abrazo.

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  10. Gracias por sus comentarios, Alberto y Patricia, y por su lectura!

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