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lunes, 29 de octubre de 2018

EL SANTO – María del Carmen Escobar

María del Carmen Escobar, foto en blanco y negro
María del Carmen Escobar (Guatemala, 1934-2014). Actriz y escritora guatemalteca. Se graduó de la Escuela de Comercio en 1954 y egresó de la Escuela Nacional de Teatro. Publicó, entre otros, los libros 49 centavos de felicidad (novela, 1996); En la floresta no habían flores (novela, 1999) y Anaquel de cuentos viejos (2002) -recopilación de todos sus cuentos cortos escritos entre 1954 y 2002, que incluye el texto que aquí les comparto. Fue distinguida con el Primer Lugar en los Juegos Florales de Quetzaltenango (1962 y 1963), por los cuentos Pobre chucho limosnero y Descansa en paz, respectivamente; obtuvo la Mención Honorífica en El Certamen Literario FEDERICO HERNÁNDEZ DE LEÓN –celebrado por el CIII Aniversario del Diario de Centro América-, de la Tipografía Nacional (1983), por El Santo -el cual fue publicado posteriormente en el volumen Reunión de Cuentos (1984)-; y el Premio Guatemalteco de Novela (1983). Algunas de sus obras teatrales puestas en escena fueron Promesa, Herencia Social, El regalo de Santa Claus y La gente del palomar.



EL SANTO


Tengo un calor tremendo... ¡Nunca he sentido tanto calor! Estoy solo, los demás están muy lejos y no me miran ni me oirían si es que pudiera hablarles. ¡Qué cansado y triste estoy!... hoy he tenido mucho trabajo... hasta hace pocos momentos la gente desfilaba ante mí. Es fatigoso y triste mi trabajo, sí... muy triste, pero debo cumplirlo. Todos debemos hacer nuestro papel en el teatro del mundo; el mío es este, y lo cumplo de la única forma que puedo hacerlo... para esto fui creado .

No recuerdo con exactitud los primeros días de mi existencia, ¡hace ya tanto tiempo...! Sólo sé que desciendo de un hermoso árbol (no genealógico por supuesto); un día de pronto me vi acariciado por las manos delicadas de un escultor que trató de dar la perfección a mi rostro, manos y pies, preocupándose muy poco por mi cuerpo, ya que mi destino era darme el mundo vestido. ¡Cómo envidiaba entonces a un Cristo que tenía a mi lado! Aunque su rostro no era tan bello como el mío; pero como todo jovenzuelo vanidoso aspiraba a la perfección en todo. Hay que disculparme... era un santo joven.

Luego vinieron mis primeros días en la iglesia, fue difícil acostumbrarse... era muy grande y fría. La gente no acudía aún a mí. Era muy joven y sin experiencia, no me tenían confianza. Los fieles preferían acudir en demanda de ayuda a los santos viejos, al Cristo, y sobre todo a una hermosa Virgen que estaba frente a mí. Ella me miraba con su dulcísimo rostro lleno de comprensión, y yo... sólo pensaba admirándola, que la gente tenía mucha razón al acudir a ella... ¡era tan linda con su vestido blanco y su manto azul...! En esos dorados tiempos deseaba yo ser gente para poder acercarme a besar los pies de mi Virgen. Pero nunca pude ni siquiera hablarle porque estaba muy lejos de mí, y una noche que intenté decirle algo, tuve que hacerlo a gritos, y los demás santos me llamaron la atención porque no los dejaba descansar.

Un día... ¡OH dolor! La estaban sacudiendo y cambiándole vestido, cuando se les cayó haciéndose pedazos. Mi corazón de madera sufrió terriblemente y no volví a verla más. Pero como triste paradoja, su ausencia atrajo la atención de los fieles hacia mí. Al no ver a la hermosa Virgen, inconscientemente volvían sus ojos y me veían, empezando a darse cuenta de lo dulce y tierna que era mi mirada.

Mi primer cliente satisfecho... ¡Cómo lo recuerdo...! Fue don Esteban. Con él realicé mi primer milagro. Aun escucho sus palabras como si hubiera sido ayer, porque fueron las primeras que me dirigieron en mi vida.

—Curame vos a m'hija, ya se lo he pedido a todos los Santos de esta iglesia, y ninguno me hace el milagro, vos sí me lo vas hacer... ¿verdá? ¿verdá que sí? —yo callaba por supuesto porque nos está prohibido hablar a los Santos— No sé qué enfermedá tiene la Lucía, pero se me va a morir si vos no me ayudás. —en esos momentos hubiera querido ser médico, pero era solamente un Santo.

Al cabo de algunos días volvió a llegar don Esteban, esta vez, jubiloso.

—Me hicistes el milagro Santito chulo... el patrón me aconsejó que llevara a la Lucía con un doctor, pa ver qué tenía... así lo hice, la operaron, y ya está fuera de peligro. Ahora te voy a mandar a hacer una tu lapidita de gratitú, pa que toda la gente sepa que sos el mejor Santo de esta Iglesia.

Así lo hizo el buen señor. Y poco a poco fueron acudiendo más y más clientes en demanda de milagros. Me fui haciendo popular... Yo digo que los pedazos de la Virgencita hacían los milagros para ayudarme, ganándome así el respeto y el cariño de aquellas buenas gentes. ¡Ay mi Virgencita...! Al recordarla siento que se me derrite el corazón... (perdón, me olvidaba que no soy de cera...) ¡Pero qué calor sofocante!

Desde entonces en mi larga vida he hecho ya infinidad de milagros.

—Que no se muera mi hermano... cúralo por favor...

—Que mi suegra no se vaya a ir a vivir a mi casa...

—Que me saque la lotería...

Es difícil ciertamente este trabajo, pero como siempre lo más duro es el principio, después uno se va acostumbrando y los milagros van saliendo solitos, sin mucho esfuerzo. He curado a muchos enfermos, he devuelto la vista a los ciegos, y hasta he dado loteriazos a algunas gentes con suerte. Pero sinceramente los milagros más fáciles de hacer son los de amor, cuando la gente pone algo de su parte.

—Dame resignación para soportar la muerte de mi esposo —me imploraba una joven viuda que adoraba a su marido. Me fue tan simpática aquella mujer, que no conforme con darle resignación, le concedí otro esposo a los pocos meses. Ella también me llevó enmarcado su mensaje de gratitud.

Pero no todos los milagros se hacen así rápidamente... hay mucha gente que me pide resignación y valor para soportar sus penas, pero son ellos mismos los empeñados en sufrir... y por más que uno haga siguen sufriendo, porque en el fondo gozan con eso. Pero por lo regular todos quedan satisfechos de mi trabajo.

—Que el radio que compré salga bueno, que no se vaya a descomponer como el otro, que no duró ni un mes.

—Hacé que venda bastante en mi puesto del mercado...

—Que al muchachito se le quiten los asientos...

Cuando hay penas o problemas imposibles de solucionar, hago que la gente se acostumbre a sufrir, y entonces ya el dolor es menos.

Pero hay veces que de verdad no comprendo muy bien a los humanos... los Santos somos más fáciles de entender, pero ellos... piden cosas tan opuestas...

Unas dos señoras por ejemplo, venían a llorarme sus penas casi a diario.

—Concédeme la dicha inmensa de tener un hijo —Me decía una— Sería la única forma de retener a mi marido... sólo tú, que eres tan milagroso puedes hacerme ese milagro. No me lo niegues, te lo pido de todo corazón.

—¡No sé que haría si llegara a tener un hijo!... —decía la otra— Mis padres me echarían de la casa, y yo me moriría de vergüenza. ¡Que no sea cierta mi sospecha!... hazme ese milagro y viviré bendiciéndote.

Yo pensaba con la ingenuidad propia de los Santos, en lo difícil de complacer a estas dos mujeres. ¿Porqué no se pondrían de acuerdo entre las dos para traspasarse al niño y evitarme a mí tantos dolores de cabeza? No entendía sus peticiones. Una de las dos debía tener razón, pero no sabía por quién decidirme.

De todos modos complací a una de ellas (nunca supe a cual), pero me llegó mi lápida de gratitud por haber hecho un milagro.

Algo parecido me sucedió con dos hombres que me prendían candelas todos los días, y me llegaban a rezar el Rosario. Los dos querían ser alcaldes del pueblo, pero desgraciadamente sólo uno necesitaban. Así pues uno de los dos quedaría enojado conmigo; pero yo no tenía la culpa. Era la ley, y por más milagros que hiciera, no podía gobernar más que uno los destinos del pueblo. El día que recibí mi plaquita del nuevo alcalde, no sabía tampoco de cual de los dos, hasta que me enteré que el milagro se lo había concedido a uno que me rezó una novena en su casa porque no tenía tiempo de ir a la iglesia. Pero afortunadamente de todos modos me quedé con mi diploma de gratitud.

—¡Que me paguen lo que me deben esas tramposas de la vecindad!...

—Que gane los exámenes...

—Que mi hija no haya perdido su virginidad...

—Que ganemos el partido de football...

—Que aparezcan mis 5 centavos que se me perdieron en la escuela...

Y yo iba así coleccionando poco a poco más diplomas por mis triunfos ante el pueblo... Y fue tanta mi popularidad que un buen día me vi trasladado a la iglesia más importante de la capital. (Yo digo que era la más importante, aunque nunca conocí las otras.)

¡Qué orgulloso me sentía...! Me colocaron en lugar de honor... casi cerca del altar mayor. Hasta parece que circulaba una leyenda acerca de mí. Tenía todo lo que puede hacer feliz a un Santo. Bancas delante de mí para los fieles, la caja para las limosnas, floreros para que mis admiradores dejasen sus flores, y un gran candelero donde pudieran colocar las candelas y veladoras... OH... ¡Qué calor siento...! ¿No será por eso?...

Ante mi vista, frente a mí, pude ver desde el primer momento a un Santo poco mayor que yo, y quién nunca me ha dirigido una mirada de amistad. Él piensa que porque soy de pueblo no sé hacer los milagros en la forma que él los hace, a veces siento que se burla de mí, pero yo creo que en el fondo me tiene envidia, porque él... con todo y ser un venerable Santo Capitalino (talvez de mejor madera que yo, y mejor esculpido) no tiene mi popularidad; la mayor parte del día se la pasa solo. El público me prefiere.

—Que no me deje mi marido...

—Que gane las elecciones...

—Que se muera esa mujer que me quiere robar a mi marido...

—Que se divorcie mi novio...

Tanto en el pueblo como aquí, la gente me tiene fe. El cura de la iglesia me adora, porque soy el que recibe más limosnas. Sólo él, el venerable Santo me mira de mal modo, no me quiere, está lleno de envidia y vanidad...

Cerca de él hay una Santa preciosa... su rostro no tiene el candor ni la pureza de mi Virgencita, pero... ¡qué bella es...! Nunca he sabido su nombre, porque cuando la gente se lo dice, no puedo escucharlo... primero porque está bastante lejos, segundo porque me mantengo tan ocupado todo el día que no puedo poner atención... ¡La gente hace tanta bulla!

Ella casi no me mira, pero recuerdo una vez que la estaban limpiando... ¡me sonrió...! talvez porque comprendió mi temor de que la botaran y la hicieran pedazos como a mi Virgencita de pueblo.

¡Qué belleza de Santa...! ¿Quién será?... Seguramente debe ser Virgen porque aquí no puede ser de otro modo —quiero decir que en las Iglesias sólo vírgenes hay— pero tantas... que uno se confunde: De la Concepción, del Carmen, de la Medalla Milagrosa, de la Asunción, de la Macarena... —esta es españolita— pero yo la he oído mentar, no crean que soy tan ignorante por ser de pueblo.

Mientras contemplo arrobado la cabellera ondulada de mi Santa, la gente arrodillada ante mí sigue pidiendo milagros:

—Que mi marido no se vaya a dar cuenta de que lo engaño...

—Que me salga buena la sirvienta...

—Que los zapatos que compré me vayan con el vestido...

—Que adelgace otras mis cinco libras...

En el pueblo eran más fáciles los milagros, aquí las gentes piden otras cosas... por ejemplo allá decían:

—Que no se muera mi chucho...

—Que engorde luego el coche...

—Que deje el vicio mi marido...

Aquí piden cosas bien raras:

—Que mi esposo sea más guapo que el de la Cuki...

—Que nuestro carro mate de envidia a los de enfrente...

—Que se les queme la casa a los de la esquina, porque está quedando más bonita que la mía...

Es difícil conceder estos milagros ¿No creen?

Viéndolo bien es todo tan distinto en la capital que en el pueblo aunque sea lo mismo. Por ejemplo he oído que las gentes se llaman unas a otras: Jeannette, Alan, Sally, Sindy. Allá recuerdo que se llamaban: Lucía, Marcos, Marta, Eduardo etc. y no eran distintos, no, hay blancos y negros aquí como allá... si hasta canchitos había y se llamaban sencillamente Luises o Emilios... Aquí en cambio unos bien negritos dicen llamarse: Gary, Edy, o Hans. Las mujeres ya no se llaman: Estela, Elena ni Graciela; aunque sean bastante aindiaditas se firman Stella, Helen, Grace. Si esto sigue así parece que yo también tendré que cambiar mi nombre por uno de algún artista norteamericano, aunque no me vaya con el apellido, y aunque después me venga a dar cuenta que traducido al español mi nombre es más feo que cualquiera que oí entre los campesinos.

¡Oh, pero qué calor por Dios...! Son esas condenadas candelas... (perdón, los santos no debemos decir esas palabras)... pero al sacristán se le olvidó apagarlas... —no es la primera vez— parece ser que el florero de madera estaba cerca y... desde arriba no veo muy bien pero... a lo mejor no tenía agua y agarró fuego porque siento que me arden los pies... para colmo soy descalzo... ¿Cómo es que el señor cura con tanto que gano no me ha podido comprar un mi par de zapatos...?

—Que no aparezca la dueña de la sombrilla que dejaron olvidada en mi puesto...

—Que me vaya bien en mi cuarto matrimonio...

—Que mi mujer aprenda a hacer comida...

¡Qué diversos trabajitos quiere la gente que hagamos los pobres santos...! Y sin ninguna cultura académica, completamente autodidactas.

—Que me aumenten el sueldo...

—Que se me declare fulanito...

—Que me acepte zutanita...

A veces cansado y aburrido me quejo de mi triste papel y quisiera mandar al diablo a todos estos pedigüeños; pero como soy Santo tengo que ser callado y humilde; también hay que comprender que el triunfo trae consigo serias responsabilidades. Un santo tan milagroso y popular como yo se debe a su pueblo y no puede defraudarlo.

Hay gente tan buena, tan cariñosa, que da gusto concederles lo que piden... Mi caja de limosnas... -ya lo dije-siempre está llenita, tanto que parece que me la van a cambiar por otra más grande; Tengo ya miles de plaquitas de gratitud, muchas hasta con fotografías autografiadas. Una vez hasta salí en los periódicos... ¡y con un candidato a la Presidencia nada menos...! Y eso que ese señor parece que nunca había puesto un pie en las iglesias, pero era tanta mi popularidad... que aceptó retratarse conmigo... ¡Qué gran hombre!... ¡Cómo lo recuerdo! Era tanta su fe en mí, que se dejó retratar a mi lado para hacerme propaganda. Después otros lo han imitado, y hasta he salido en la prensa en el momento en que algún político me besaba los pies. Imagínense... ¡qué gran fama la que me han dado!... Además, siempre estoy que casi ni me miro de tantas flores que me traen, y candelas... ah... siempre estoy bien alumbradito. Pero... ¿por qué tendría que olvidársele apagarlas al sacristán...? ya lo han regañado por eso, pero no entiende. Es mero retrasadito mental, pero lo soportan porque le pagan muy poco.

¡Ay...! Mis pies se queman... ¡me caigo, me caigo de mi altar...! ¡Voy a arder todo! Yo... que he sido tan milagroso, ahora voy a desaparecer... sólo un milagro puede salvarme, pero... ¿a quién pedírselo? El Cristo está muy lejos de mí, con sus heridas sangrantes, tan cansado, tan adolorido... ¿cómo podría escucharme...?

¿El venerable Santo que está frente a mí?... ni pensarlo... ese no me quiere, contento se va a poner cuando se entere de mi final.

¡Y mi Santa amada...! No me escucha, no me ve. Si no fuéramos santos... ¡Qué felices hubiéramos podido ser...!

Lástima que siempre estuvimos condenados; ¡yo a ser Santo, ella a ser Virgen...!

Me quemo... me quemo... este es mi final... ¿Quién puede hacer el milagro de salvarme si era yo el Santo más milagroso de la iglesia?

—Que salga bien la foto que me tomé ayer...

—Que saquen de preso a mi marido...

—Que no vaya a chocar mi nuevo carro...

Esos milagros eran fáciles de hacer... ¡pero el de salvarme...! ¡Oh... mis ropas arden...!

—Que no le vuelva la voz a la madre de mi marido...

—Que para mi cumpleaños me regalen la pulsera de oro...

—Que mi patrona me dé más de comer...

Sí, sí, todo, todo lo haré. Pero... ¿quién me salva?... mis manos... mis brazos...

—Cuídanos en nuestro viajecito alrededor del mundo...

—Que nuestro candidato gane la presidencia, con eso me pone de Ministro...

—Que en esa excursión consiga novio...

—Que ya no le sigan aumentando al guaro...

Milagros, todos piden milagros... quién se los concederá ahora que yo... Oh, Por piedad... ¡Qué vengan los bomberos!... ¡Mi rostro...! Oh... un milagro, por favor un milagro para mí. Mi dulce rostro lleno de ternura... Mis ojos que parecían hablar, comprender y consolar a los necesitados... ¡Ya no hay salvación!

¡Ningún Santo pudo hacer un milagro al Santo más milagroso de todos los Santos...!

2 comentarios:

  1. Estimada Adriana: Un cuento muy gracioso, gracias por compartirlo. Me encanto la imaginación de la autora. Lastima que ya no esté y no se lo puedo decir. Cordialmente, Chente.

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  2. Estimada Adriana: Un cuento muy gracioso, gracias por compartirlo. Me encanto la imaginación de la autora. Lastima que ya no esté y no se lo puedo decir. Cordialmente, Chente.

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