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lunes, 19 de noviembre de 2018

RETOZOS CARAQUEÑOS – Arístides Rojas

Arístides Belisario Rojas Espaillat (Caracas, 1826-1894). Médico, naturalista, historiador, periodista y escritor venezolano, considerado uno de los más importantes intelectuales de su país en el siglo XIX. Fue vicepresidente de la Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales, donde publicó escritos divulgativos sobre la ciencia y la naturaleza. Años más tarde, ya hacia el final de su vida, escribió también sobre temas históricos y del folklore venezolano. Entre sus libros destacan Un libro en prosa. Miscelánea de Literatura, Ciencia e Historia (1876) -volumen que reúne varios textos publicados con anterioridad en revistas y periódicos-; y Estudios Indígenas. Contribución a la historia antigua de Venezuela (1878). El texto que les presento a continuación está incluido en el libro póstumo Crónica de Caracas (2017), en su tercera edición, publicado por el Fondo Editorial Fundarte en homenaje a los 450 años de Caracas. Sus restos mortales descansan en el Panteón Nacional de Venezuela desde el 21 de septiembre de 1983.



RETOZOS CARAQUEÑOS


Carátula de: Crónicas de Caracas (Fundarte, Caracas - 2017), de Arístides Rojas
La capital de la provincia de Venezuela, dice el historiador español don Mariano Torrente, que escribió su historia el año de 1829, ha sido la fragua principal de la insurrección americana. Su clima vivificador ha producido los hombres más políticos y osados, los más emprendedores y esforzados, los más viciosos e intrigantes, y los más distinguidos por el precoz desarrollo de sus facultades intelectuales. La viveza de estos naturales compite con su voluptuosidad, el genio con la travesura, el disimulo con la astucia, el vigor de su pluma con la precisión de sus conceptos, los estímulos de gloria con la ambición de mando, y la sagacidad con la malicia.(1)

He aquí un retrato de cuerpo entero hecho del hombre caraqueño; y no es de extrañarse que, desde el momento en que a Bolívar lo calificaron los escritores españoles de la época de la revolución —1810 a 1825—, con los epítetos de ambicioso, aturdido, bárbaro, cobarde, déspota, feroz, ignorante, imprudente, insensato, impío, inepto, malvado, monstruo, miserable, perjuro, pérfido, presumido, sedicioso, sacrílego, usurpador, etc., etc.; no es de extrañarse que si tan injuriosos epítetos sirvieron para calificar el genio que supo emancipar tantos pueblos de la servidumbre de España; que, si esto se escribió en los días de la magna guerra, otra cosa debía suceder al llegar el iris de la paz. Gracias sean dadas al historiador Torrente que nos concede, siquiera, algo bueno, en medio de tanto malo.

Es lo cierto que por naturaleza, por inclinación y hábito somos retozones, sobre todo, en asuntos democráticos, en cositas de partidos, en percances de intereses políticos, y por éstos hemos podido pasar de una esclavitud tranquila a los contratiempos de una libertad peligrosa. La historia de nuestros partidos políticos es una serie de travesuras, casi siempre, con tendencias a la comedia, a la tragedia, y en determinadas ocasiones, al sainete. Y no se crea que nuestros retozos vienen desde 1810, que ya durante los siglos que precedieron a la revolución del 19 de abril, los caraqueños se metían en el bolsillo a los gobernadores que de España nos enviaban, salvo en una o dos ocasiones en que éstos hicieron rascar el freno a los miembros del Ayuntamiento de Caracas. En las disputas acaloradas que tuvieron los cabildos político y eclesiástico desde remotas épocas, hasta mediados del último siglo, fueron más culpables los caraqueños del Ayuntamiento con el gobernador a la cabeza, que los españoles del cabildo eclesiástico, sostenido por el obispo. Si Bohórquez, Mauro de Tovar y otros prelados supieron lanzar excomuniones a sus contrarios, insultarlos y acusarlos ante el monarca, el general Solano, espíritu liberal, inteligente y justiciero, supo poner a raya a los retozones del Ayuntamiento de Caracas, desde 1763 hasta 1770, cuando éstos quisieron armarse con el santo y la limosna, como lo tenían de costumbre. Y todavía más atrás, los retozos caraqueños venían repitiéndose, pues todo databa desde que por intervención de los agentes de la colonia en la Corte de Felipe II, recabaron de éste, con diplomacia y astucia, el que los dos jueces de la ciudad y el Ayuntamiento, por muerte de los gobernadores, entraran a mandar la provincia.

Departamos acerca de uno de estos retozos caraqueños, en los días en que esta capital, por disposición del monarca, quedó, en lo civil, dependiente del virreinato de Bogotá. En dos ocasiones ha estado la capital, Caracas, bajo el gobierno de Bogotá; la una, cuando fue creado el virreinato de ésta en 1717, y la otra, cuando fue fundada la República de Colombia, un siglo más tarde, en 1819. La historia conoce cuanto precedió a la disolución de la República en 1830. Entre las causas principales figuran los retozos republicanos de 1826, con sus corolarios de actas y pronunciamientos a favor y en contra de Bolívar en 1828 y 1829. Narremos ahora, lo que trajeron los retozos caraqueños de 1720 a 1726.

En 1716, se encarga de la gobernación de Caracas, don Marcos Francisco de Betancourt y Castro, el cual duró muy poco tiempo en sus funciones. Para comprender cuanto vamos a narrar, conviene saber que, por uno de tantos caprichos que tuvieron siempre los reyes de España respecto de los límites entre las diversas secciones de América, desde 1717; Caracas y las secciones de la colonia venezolana, Guayana y Maracaibo, quedaron anexadas al virreinato de Bogotá, que acaba de erigirse, pero sólo en lo político, pues en lo religioso dependían aquellas secciones del Obispado de Puerto Rico. Por esta disposición quedaba Caracas despojada de su carácter de capital, e igualmente quedaba bajo el mando no de un gobernador que en nombre del monarca se establecía en aquélla, sino como un pueblo secundario, dependiente del gobierno de Bogotá. Los notables de Caracas no vieron con buenos ojos tal cambio; pero como el obedecimiento y fidelidad al monarca era virtud no desmentida en todo buen vasallo, inclináronse sin murmurar. Una medida tan inesperada respecto de una capital que estaba más cerca de las costas de España que de la ciudad de Bogotá debía causar disgustos, fomentar intrigas y hasta desacatos, como veremos más adelante.

Por causas que ignoramos quiso el virrey de Bogotá, don Jorge de Villalonga, separar del mando al gobernador Betancourt, para cuyo efecto vino a Caracas, como interino, a principios de 1720, don Antonio de Abreu; mas como aquel resistiese entregar la gobernación, por estar próxima su salida hubo de quedarse hasta que cumplió su tiempo. En esta situación, no queriendo el Ayuntamiento recibir a Abreu, por la mala voluntad que éste había sabido captarse de la población de Caracas, nombraron a los alcaldes don Alejandro Blanco y don Manuel Ignacio Gedler en 1720, y en 1721 a don Alejandro Blanco Villegas y don Juan Bolívar Villegas, nombramientos que fueron comunicados al rey. A poco llega a Caracas el sustituto de Betancourt, don Diego Portales y Meneses, que se encargó de la gobernación de la provincia. Tranquilo andaba todo cuando en 1723 se presentan en Caracas dos comisionados del virrey de Bogotá, Pedro Beato y Pedro Olavarriaga, que habían agenciado más antes la pretendida deposición del gobernador Betancourt.

Traían el propósito de hacer la propaganda entre los magnates ricos de la colonia, acerca de la creación de una compañía de comerciantes de Guipúzcoa, la cual afrontaría grandes capitales en beneficio de la agricultura y del desarrollo de las poblaciones. Lo seductor de esta noticia, las utilidades exageradas que prometían sus autores, las franquicias que debía obtener en el porvenir una compañía tan respetable, la protección que se prometía del monarca, la riqueza incipiente de Venezuela llamada a grandes destinos, la destrucción, en fin, del contrabando extranjero; éstas y otras ideas fue el tema obligado de los criados o enviados del virrey Villalonga, en su paseo por los pueblos y ciudades de Venezuela. Bien comprendieron el gobernador Portales y el obispo Escalona y Calatayud, que desde 1717 se había encargado de este Obispado por ausencia de monseñor Rincón y que había sido destinado para el de Bogotá, todo lo grave y trascendental de semejante propaganda, la cual comenzó, desde sus orígenes, a producir los resultados de todo negocio imaginario: el deseo de lucro, desarrollo de la codicia, en una palabra, el monopolio, fuerza que destruye todas las aspiraciones de los necesitados y da vuelo a la ambición de los poderosos. Advertidos los agentes del virrey por el gobernador Portales, para que suspendieran el encargo que tan bien desempeñaban, ningún caso le hicieron, lo que obligó a éste a aprehenderlos; disposición que inmediatamente comunicó a la Audiencia de Santo Domingo y al virrey de Bogotá. Y como por la cesión de Caracas al gobierno de Nueva Granada, habían ya surgido ciertas competencias entre las autoridades de allá con las de acá, de esperarse era un rompimiento entre ellas, después de la prisión de los criados del virrey, sobre todo cuando ya muchos magnates de la capital, víctimas de las intrigas y exageraciones de Beato y Olavarriaga, no pensaban sino en las imaginarias ganancias de la proyectada compañía.

No anduvo Portales menos activo que los intrigantes, y lleno de astucia hubo de participar al rey la conducta que había seguido, así como los temores que por el cumplimiento del deber le asaltaban, respecto de las tropelías que contra él podía ejercer el señor de Villalonga; medida en que obró con pleno conocimiento de los hombres y de las cosas de América. La dependencia de Caracas del gobierno de Bogotá comenzaba a producir lo que era de esperarse: el choque entre dos gobiernos que no tenían por apelación sino la persona del monarca, no quedando por resultado de toda divergencia sino desgracias para la sociedad de Caracas, que debía presenciar un prolongado conflicto de intereses bastardos, y del triunfo de la codicia y del monopolio sobre el bienestar de la población trabajadora y sufrida.

En 1721 el virrey Villalonga pide al Ayuntamiento de Caracas testimonio del acta en que constaba la fianza dada por el gobernador Portales, medida que indicaba el comienzo de las hostilidades que iba a desplegar aquel mandatario; mas dio la casualidad que en el mismo año el rey ordenó al obispo de Caracas, por real cédula, que en el caso en que el virrey de Bogotá intentase algo hostil contra el gobernador Portales, lo impidiese; y que si llegaba a reducirlo a prisión, le tornase a la libertad y le volviese a su empleo. No comprendemos semejante política seguida por el monarca; tan despojada aparece de convicciones y de virilidad, que más bien puede considerarse como un juego de contradicciones, que como el desarrollo de un plan gubernativo. Si la gobernación de Caracas estaba subordinada a la de Bogotá, el rey no debía intervenir en hechos que no se habían consumado: si el virrey no obraba, por otra parte, con justicia, el monarca no debía desautorizarle, interpolando entre ambos gobernadores la persona del obispo, que obedeciendo el mandato real, desautorizaba al superior y favorecía al subalterno. Tal será siempre el resultado de toda política personal en la cual impera, no la fuerza de la ley, sino la conveniencia del momento.

Nunca había llegado a Caracas una real cédula con más oportunidad que aquélla en que el monarca ordenaba al obispo favorecer al gobernador Portales contra las tropelías del virrey Villalonga, pues poco tiempo después, recibió el Ayuntamiento de Caracas la orden de aprehender al gobernador, confiscar sus bienes y remitirlo a Bogotá. Apoyábase aquél para emplear un procedimiento tan duro en variados hechos que manifestaban la ninguna obediencia del gobernador Portales a las órdenes del virrey, en su falta de respeto a la autoridad superior, y en la altivez con la cual parecía desdeñar las órdenes que se le comunicaban desde Bogotá. Reunido parte del cabildo de una manera sigilosa; y acompañado de un escribano, del maestro de campo, vecinos y guardias, pasa a la casa real en solicitud del gobernador Portales. Comunícale a éste la orden del virrey, a nombre del monarca, a lo que contesta Portales, ya indignado: «No obedezco a tal despacho, pues V. E. nada tiene que hacer con los actos de mi gobierno».

Por segunda vez requiere el cabildo al gobernador la orden recibida, a lo que contesta Portales: «Presentadme esos despachos, que deseo ver, pues yo he recibido otros reales que aún no he abierto». Y fuera de sí al verse intimidado, se desata en frases destempladas contra el cabildo y los que le acompañaban.

Este desciende entonces a los bajos de la casa real, invoca el nombre del rey; acuden al instante los vecinos y transeúntes y todos juntos suben de nuevo y entran en la sala del gobernador Portales, quien al verlos, lleno de dignidad y de moderación dirige al cabildo frases amargas en que le echa en cara un tratamiento tan inusitado. Por la tercera vez amonesta el cabildo al gobernador en nombre del rey, y Portales se somete para ser conducido a la casa capitular, donde permanece custodiado. Enseguida se apodera el cabildo de los papeles del gobernador, se toma nota por inventario y confíscanse los bienes. Desde aquel momento aparecían en la escena política dos partidos. Por una parte figuraban el pesquisador Abreu, confidente del virrey, y siempre en asechanza para conseguir sus propósitos los agentes Beato y Olavarriaga, que habían sido puestos en libertad, y el Ayuntamiento, que debía apoderarse del mando. Por la otra, el gobernador Portales, sus amigos y el obispo Escalona y Calatayud, que tenía órdenes del rey para restablecer al gobernador en su empleo, en el caso de llegar a ser depuesto. Entretanto los magnates de Caracas, unos, los más ilusos, se afiliaban en el bando del pesquisador y agente del virrey, mientras que otros acompañaban al obispo y al gobernador. Sin detenernos en la justicia y conveniencia que asistieran a uno y otro bando, hasta cierto punto esta lucha era necesaria. El progreso y adelantamiento de toda sociedad exige el choque de intereses, de aspiraciones, de ideas y propósitos, que se disputan las diversas secciones de la comunidad; y hasta el exacerbamiento de las pasiones puede tolerarse, con tal que no pasen a las vías de hecho. De la lucha pacífica, bajo todas sus facetas sale la luz, porque el estímulo desarrolla las fuerzas, y del combate de las ideas surgen medios de ataque o de defensa. Alertados los enemigos de Portales, acusaron a éste ante la Audiencia de Santo Domingo y le expusieron todo lo sucedido, como un desacato inferido a la majestad de la ley, en tanto que por su parte el gobernador escribía al rey la historia de los sucesos y la poca libertad de que gozaba, bajo la autoridad de mandatarios tan apasionados. Aprobóse todo lo acontecido por el cabildo de Caracas, y quedaron los alcaldes ordinarios a la cabeza del gobierno de la provincia; en obedecimiento a reales órdenes.

Ante el cabildo, el obispo Escalona y Calatayud reclama la persona del gobernador, pero los alcaldes se niegan a entregarlo. A poco la Audiencia de Santo Domingo amenaza al prelado con multarlo, si lleva a cabo su pensamiento lo mismo que a los alcaldes si no continuaban al frente de la gobernación civil. El 25 de mayo de 1724 logra el gobernador Portales escaparse de la prisión y se refugia en el templo de San Mauricio. En fuerza de los poderes reales que tenía el obispo por Real Cédula de 5 de mayo de 1724, quedaba el prelado plenamente autorizado por segunda vez, a favorecer al gobernador. Mientras que esto pasaba llega a Caracas la real cédula de 13 de junio, en la cual mandaba el monarca al cabildo que obedeciera al gobernador. Trata el obispo de imponerse en sus justas pretensiones y es rechazado. Alborótase el partido de los gobiernistas, y no lo esquiva el contrario. El gobernador es conducido de nuevo a estrecha prisión, donde le cargan de cadenas. Logra evadirse de nuevo, y en esta ocasión refúgiase en el Seminario Tridentino. Ya para este entonces los dos bandos políticos se habían insultado y sus disputas tomaban el carácter de una revolución. Desprestigiado el gobernador, desatendido el obispo que, con mansedumbre y tacto pudo moderar en algo estos asuntos, el grito de las pasiones llegó a imperar por todas partes, y los partidarios del gobernador, abrigando temores, lograron hacerlo escapar por tercera vez y sacarlo fuera de Caracas. Al saberlo los alcaldes despachan tropas en todas direcciones, como 800 hombres salen para Valencia, y participan a todas las autoridades subalternas de la provincia, que ninguna debía obedecer al tal gobernador, y que todas y cada una estaban en el sagrado deber de aprehenderlo.

Las cosas iban de mal en peor; cuando llega a Caracas la real cédula de julio de 1725, en la cual el monarca, instruido por Portales de cuanto había pasado, ordena al obispo la inmediata reposición del gobernador y la deposición de los alcaldes, que fueron unas de las víctimas de este escándalo, precursor de la instalación, poco después, de la célebre Compañía Guipuzcoana, de la cual el tal Olavarriaga fue su primer director. Por real cédula de enero de 1726, la conducta de la Audiencia de Santo Domingo fue desaprobada, y sus miembros condenados cada uno a pagar doscientos pesos de multa y a remitir al obispo Escalona y Calatayud el proceso seguido a Portales. Los alcaldes y regidores de Caracas que se opusieron a restablecer la persona del gobernador, fueron condenados a pagar cada uno mil pesos de multa y a ser remitidos a España, bajo partida de registro.(2)

¿Cuál fue el resultado inmediato de estos retozos políticos? La pérdida de la gracia que los caraqueños desde remotos tiempos habían obtenido del monarca español, por medio de comisionados tan diplomáticos, tan hábiles: la de que los dos alcaldes de la capital pudiesen reemplazar la autoridad del gobernador cuando éste muriera o fuese derrocado. Diez años más tarde de estos sucesos, el gobierno español anuló lo que habían hecho sus predecesores, y nombró agentes peninsulares que en todo caso pudieran reemplazar la persona del gobernador. Todavía, años más tarde, en la época del gobernador Solano, el Ayuntamiento, por retozos más o menos apremiantes, perdió uno de los alcaldes de la ciudad. Hasta aquella fecha ambos eran venezolanos; desde entonces, fue uno de ellos español el otro venezolano.(3) Los retozos republicanos de 1826, trajeron la caída de Bolívar y disolución de Colombia; los retozos de 1725, la pérdida de una gracia concedida hacía siglos por el monarca de España al Ayuntamiento de Caracas.

Los retozos caraqueños de que hemos hablado, así como todos los retozos de las muchas capitales de ambos mundos, son inherentes a los pueblos de la raza latina. Están en la índole de las aspiraciones, de las condiciones sociales, de la lucha constante que trae casi siempre resultados armónicos en el desarrollo general. Lo que está en las necesidades del cuerpo y del espíritu, hace parte de los puntos o decepciones, de las conquistas o perecimientos del ser pensante y libre. Los pueblos que han pasado largas épocas bajo el peso de alguna tiranía, patrocinan estos retozos como expansiones necesarias de la libertad social reconquistada; y los gobiernos que sostienen la verdadera libertad, ni los persiguen ni los protegen. La tolerancia política por una parte, y la completa libertad de la prensa por la otra, contribuyen siempre a disipar estos gritos del entusiasmo político, religioso o social, que no pasan de cierta efervescencia transitoria; obra del entusiasmo, de la juventud y de las tendencias civilizadoras de cada época.


Notas:

(1)Torrente, Historia de la revolución hispanoamericana, Madrid, Imprenta de León Amarita 1829, v. 3 gruesos en 8º.

(2)El viajero Depons, comisionado del gobierno francés cerca de la Capitanía General de Caracas, a comienzos del siglo, trae un ligero extracto de estos hechos. De este autor tomó Baralt, lo que figura en el volumen de su Historia antigua de Venezuela. Nosotros hemos sacado todos los pormenores de este curioso incidente de las Actas del antiguo Ayuntamiento, correspondientes a los años corridos del 1720 al 1726.

(3)Ya hablaremos de todo esto cuando publiquemos nuestro estudio inédito, titulado Orígenes de los partidos políticos de Venezuela.

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