Bernardo Domínguez Alba -conocido en el mundo de las letras con el seudónimo Rogelio Sinán- (isla de Taboga, 1902 - ciudad de Panamá, 1994). Docente, diplomático, académico de la Lengua y escritor panameño, quien fuera uno de los introductores del Movimiento de Vanguardia en su país natal, con sus poemas y cuentos. Vivió en diferentes países, tales como Chile (lugar donde conoció a los poetas Pablo Neruda y Gabriela Mistral), México, India e Italia (donde se vincularía con los movimientos de vanguardia europeos, cuya influencia sería fundamental en su escritura). Conforman su obra los libros de poesía Onda (1929), Incendio (1944), Semana Santa en la niebla (1949), Saloma sin salomar (1969) y Poesía completa de Rogelio Sinán (edición póstuma, 2000); los volúmenes de cuento A la orilla de las estatuas maduras (1946), Todo un conflicto de sangre (1946), Dos aventuras en el lejano oriente (1947), La boina roja y otros cuentos (1954), Los pájaros del sueño (1957), Cuna común (1963), Cuentos de Rogelio Sinán (1971), Homenaje a Rogelio Sinán. Poesía y cuento (1982) y El candelabro de los malos ofidios y otros cuentos (1982); las novelas Plenilunio (1947) y La isla mágica (1979); las obras de teatro infantil La cucarachita mandinga (1937) y Chiquilinga (1961); y el ensayo Los valores humanos en la lírica de Maples Arce (1959). Fue distinguido con el Premio Ricardo Miró de Novela (1943), por Plenilunio; el Premio Interamericano de Cuento (1949), por su cuento La boina roja; el Premio Ricardo Miró de Poesía (1949), por Semana Santa en la niebla; y el Premio Ricardo Miró de Novela (1977), por La isla mágica. En honor a su memoria fueron creados El Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán (de la Universidad Tecnológica de Panamá) y la Condecoración Rogelio Sinán. El cuento que aquí les comparto está incluido en el volumen compilatorio Cuentos panameños: antología de narrativa panameña contemporánea (2004), a cargo del también escritor Enrique Jaramillo Levi.
UN REPTIL DECAPITADO
Tras el cruce del llano, el pequeño auto, envejecido y maltrecho, logró avanzar apenas hasta el comienzo de una cuesta escabrosa. A pie, bajo los rayos de un sol caliginoso, llegué con mis amigos a un bohío solitario junto al río en un recodo de tan espesa vegetación que parecía un trozo de selva. Me eché cansado en una hamaca de la que ya no quise levantarme, arguyendo que yo nada sabía de avalúos. El campesino, dueño de aquellas tierras, deseaba un préstamo del Banco. Dijo que loma arriba nos esperaba su mujer, cocinando. Guiados por el hijo mayor, mis amigos siguieron adelante.
Tras mi segundo vaso de chicha fuerte sentí urgencia tan apremiante, que lo participé con cierta angustia. El hombre, de pie descalzo y algo aindiado, que ya salía machete en mano con el hijo menor, dijo mostrando la maleza:
-Lo hacemos en el monte; pero tenga cuidado con las culebras.
Siempre las he temido. Se lo dije. Me vio tan asustado que se dispuso a acompañarme. Siguió adelante con el niño y zocolaba, limpiaba la maleza para que yo pasara sin temor.
Vi que de pronto se detuvo e hizo una seña. A pocos pasos, una enorme culebra pendía de un árbol, lista a caer sobre su presa.
Aterrado, propuse regresarme, pero el hombre le dijo al niño:
-Sigue.
-Por mí, no arriesgue a su hijo -argumenté.
Fue inútil. Haciendo caso omiso de mi advertencia, de modo imperativo, hizo que el niño se fuera aproximando hasta el ofidio que, a su vez, descendía dispuesto a echárselo.
El brazo y el machete al desplazarse dejaron ver apenas un destello fugaz. Separada del cuerpo y ya en el suelo, la cabeza de la voraz serpiente abría y cerraba la boca como en un vano intento de venganza. Sin darle al hecho la menor importancia, el indio me señalaba un sitio donde podía librarme de mi urgencia.
-Ya no hace falta -dije.
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