Foto de Isabel Wagemann |
María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976). Periodista y escritora ecuatoriana. A lo largo de su trayectoria, ha colaborado con periódicos y revistas de distintos países, entre los que destacan Internazionale (Italia), Samuel (Brasil), Gatopardo (México), SoHo (Colombia), Infobae (Argentina), El Universo y Mundo diners (Ecuador), y Quimera y FronteraD (España). Ha cultivado la narrativa (especialmente la crónica y el cuento) y sus libros publicados son: Lo que aprendí en la peluquería (artículos periodísticos, 2011); Permiso de residencia (crónica, 2013) y Pelea de Gallos (cuento, 2018). Le han sido otorgados el Premio Ciespal de Crónica (2012), por ¿Qué no ves que estamos en crisis?; el Premio de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) a la Mejor Crónica del año (2012), por El Mercado de Babel; el Premio Hijos de Mary Shelley (2015), por el cuento ¿Quién dicen los hombres que soy yo?; el Premio Cosecha Eñe (2016), por el cuento Nam; y el Premio Joaquín Gallegos Lara (2018), por su libro Pelea de gallos. Además, en el año 2012 fue nombrada una de los 100 latinos más influyentes de España. Sus cuentos han sido traducidos al inglés, italiano, francés, alemán, danés, chino y portugués. Actualmente reside en España. El cuento que leerán a continuación es un texto inédito, cedido por la autora para nuestro espacio.
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de María Fernanda Ampuero.
JACQUES
A ti, Jacques, justo a ti.
Vino ella, monstruosamente guapa. No mandó a nadie, se acercó ella misma, cubierta con una capucha, a la barraca inmunda que compartías con los otros hombres. Cuando se descubrió, todos, hasta los más borrachos, se levantaron, se pusieron firmes. Tú no. Tu habilidad te volvía insensato. Tu insensatez te volvía hábil. En ningún caso te ibas a poner firme, ya, ante nadie. Ella no te iba a mandar a ejecutar. A cualquiera menos a ti. Ella lo sabía, ellos lo sabían, tú lo sabías. No tuvo que preguntar, ni decir tu nombre, aunque lo tenía en la boca, en la lengua, como un sabor a insecto: Jacques. La mirabas desafiante detrás de tu barba tiñosa y de tu cara llena de cicatrices. El pelo, sucio, grasiento, te cubría los hombros, media espalda, pero nunca tus ojos de rapaz con hambre.
Se acercó a ti, cubriéndose la nariz y la boca con un pañuelo blanco, lo más blanco y delicado que habías visto en tu vida, y al sentir el perfume del pañuelo, tan anómalo en un sitio hediondo como este, donde dormían como vacas más de treinta hombres, deseaste poner una de tus manazas sobre su cara y asfixiarla. Calculaste. No tomaría más de un minuto dejarla morada, inerte, bajo ese ridículo pañuelito que le impedía respirar tu mismo aire y a la guardia real lancearte como a un jabalí por todos tus costados.
No, no eras tan imbécil como para hacer algo así.
Te ofreció el trabajo. Está bien dicho. No lo impuso como podía hacerlo, como por jerarquía debía haberlo hecho. Lo ofreció. Como si tú tuvieras la más mínima oportunidad de pensártelo, de decir no, mi señora, no lo haré. Entendiste lo que te pedía, pero la obligaste a repetírtelo, a quitarse el pañuelo de la cara, a acercarse a ti, al hedor de tu boca podrida, a tu cara destrozada por la viruela, la malnutrición, las plagas, las peleas, la sarna, el desaseo, el frío extremo, el calor extremo y, en fin, la pobreza. La viste dar un respingo de repugnancia. Viste su naricita aletear como una mariposita rota. Qué fácil triturarla. Esa criatura frente a ti, tan perfecta, tan bella, pidiéndote esa cosa bárbara, se hubiese muerto con un solo minuto de tu maldita vida.
No preguntaste nada. Ella dio coordenadas aproximadas, un cuchillito de oro que sacó de un bolsillo y que te entregó sin darle mayor importancia, como si te estuviera dando la hoja seca de un manzano y dijo que quería que esto se hiciera enseguida. Te levantaste. Le sacabas por lo menos tres cabezas. Ella retrocedió y dijo que serías recompensado por tu silencio y por tus servicios a la corona. La miraste fijamente y ella no soportó tu mirada. Volvió a cubrirse la cara con el pañuelo y salió.
Saliste detrás de ella. Enseguida era enseguida. No era un trabajo difícil. Empezaste a seguir las huellas en el bosque. Un ser humano es más fácil de detectar que un animal. No está en su ambiente, es más desprolijo, más caótico, sus porquerías son sencillas de ver, de olfatear. Como imaginabas, no significó ningún reto encontrar las primeras huellas, las manzanas mordisqueadas, los excrementos, un lecho de hojas a modo de cama e incluso manojitos de flores, aquí y allá, en los troncos de los árboles.
Una hembra es aún más fácil de encontrar. En esos días, suelta sangre y olor por todo el bosque, un olor penetrante, un poco podrido, facilísimo de percibir. Antes de ir a su encuentro, mataste un conejo gordo, lo pelaste, lo asaste y te lo comiste hasta roer los huesos. Pensaste en la mujer del pañuelo viéndote así, cubierto de grasa de conejo, y pensaste en roerla a ella hasta sacarle el tuétano. Te masturbaste.
Cuando te vio, no pareció tan asustada como creíste que lo estaría. Era casi una niña. Unos doce, catorce. ¿Qué sabías tú de edades de niñas? Lo único que sabías de las niñas era que había que matarlas nada más nacer para que no fueran otra boca, un problema, para que no fueran como mamá a merced de tipos como papá. Eso sabías de las niñas: que eran unas criaturas coloradas a las que había que apretar del pescuezo o meter al agua o, ya se te ocurrirían formas, para que, te explicaba ella, no tuvieran la vida de mamá. Y tú le veías la barriga y rezabas que fuera un niño para no tener que hacer eso otra vez. Pero tú, Jacques, eras el experto, lo fuiste desde siempre. Ni Vincent, ni Damien, ni mucho menos Roman, se acercaban a esa bola de pelos y vísceras y caca que mamá había expulsado para llevársela al bosque y ahí, a solas, impedir que la nueva hermanita sea infeliz como mamá.
Por eso decían que eras valiente, Jacques, que serías un soldado o un cazador, porque podías mirar a la muerte a los ojos. Pero lo que no sabían era que habías visto lo que papá había hecho con la primera niña. Papá, ese hombre enorme, que venía cada primavera a llevarse la cosecha, dejar preñada a una y dar azotes a otros, cortó el cordón que la unía a mamá, lanzó a la pequeña contra el suelo y la abrió como una fruta. Aquí no queremos mujeres, dijo. Las mujeres son un problema, dijo.
Esta otra niña camino a dejar de ser niña te miraba, con una mano se agarraba el codo del otro brazo, sonreía vagamente. No gritaba, no corría, no buscaba un palo para intentar defenderse. La niña habló. Dijo que era del Reino y que se había perdido y que necesitaba llegar a la otra orilla del río para encontrar a unos parientes, que su padre había muerto, etcétera. No sabes por qué la escuchaste. A estas alturas, bajo tu mano letal, ya hubiesen muerto jabalíes, hombres, lobos, tus hermanitas, zorros, lo que sea. Coño, Jacques, tú clavaste una flecha en el corazón a la maldita madre de todos los cervatillos de ese bosque, degollaste a todas las cerdas que chillan como mujeres cuando las alejan de sus cerditos, asfixiaste a todos los lobeznos que caminan tropezándose, te siguen, te lamen la mano y son suaves como nada en el mundo. Y, sin embargo, escuchabas a la niña que empezaba a resultar un poco pesada, sobre todo porque ahora ya lloraba sin evasivas y te pedía que la ayudaras a buscar comida y a ir donde los familiares, por favor, señor.
Tú la veías llorar, frágil, sí, perdida, sí, pero qué era ese llanto al lado del otro, del de hambre de los tuyos, tuya. Del que mató a tu madre y a tu hermano Roman, cuando lo del invierno de mil días y la hambruna, cuando, por prohibición del Rey, impidieron a todos los habitantes del reino cazar en el territorio y entonces tú, que era lo único que sabías hacer para evitar que tu familia se muriera de invierno y de inanición, cazaste un zorrito y la guardia real te pilló y te quitaron al animalillo, lo quemaron, y a ti te encerraron y te dieron trescientos latigazos. Al salir, débil como un anciano, te dijeron que mamá y Roman habían muerto. Eso era llorar, por ejemplo.
Sacaste el cuchillito de oro. Ella lo reconoció: la heráldica de su madrastra. Y entonces sí viste en su cara la cara de todos los animales que habías matado cuando estaban a punto de morir. Lo saboreaste. Matar a la princesita. La criatura suave y rosada que veías crecer y engordar y dar saltitos en el jardín mientras se moría Roman. El hijo de puta del padre lo que hizo con el coto de caza fue lograr que todos los cazadores del reino trabajaran para él por un maldito plato de comida. Después él vendía esa carne y esa piel y ese cuero al precio que le daba la gana. Y la princesita cantaba: la, la, la, la.
Ahí estaban, frente a frente. La violarías. Tenías tantas ganas de clavar tu verga en una mujer limpia, nueva, cremosa y no en esas viejas desvencijadas del Barrio Prohibido, con esas entrepiernas apestosas y resecas. Tampoco ibas mucho. Das miedo, te decían, las putas. Tienes los ojos como vacíos, te decían, las putas. Es como follar a un muerto, te decían, las putas. Entonces te cobraban más o te decían que por el culo y de espaldas, como los animales. Te acercaste. La princesita temblaba. La piel más blanca que el pañuelo de la madrastra, el pelo negro crin, los ojos aún llorosos, pero bellísimos, enormes, suplicantes. Entonces, cuando ibas a cortarle el estúpido vestido de princesa, puro frufrú y tul ya echadísimo a perder por la ferocidad del bosque, te lo dijo.
–Tengo mi dote. Tengo monedas de oro, gemas y títulos nobiliarios y de propiedad. Mi padre sabía que mi madrastra no me quería, así que me lo dio todo en vida. No te miento, está aquí, tengo mi dote conmigo, la he ido trayendo al bosque desde que soy pequeña.
Fuiste con ella a una cueva y allí, en bolsas, deslumbrante, más de lo que pudiste imaginar jamás. Oro, perlas, diamantes, esmeraldas, zafiros. Sumergiste las manos en las monedas de oro como hacen los imbéciles y resististe por muy poco la tentación de ponerte una corona y sostener un cetro. Quisiste violarla ahí, sobre esas monedas y esas gemas y todas esas mierdas que hubieran impedido que se murieran de hambre todas esas cientos y cientos de personas a las que viste morir. Quisiste morderla como un perro, despedazarla, arrancarle la piel a tiras, en redondo, como se pela una naranja. ¿Quién iba a saberlo? Estaban ahí en esa cueva. Solos. Le llevarías el corazón de la princesita a la loca esa y luego desaparecerías con su fortuna.
Nada más tú sabes qué pasó por tu cabeza, tal vez una de tus hermanas muertas a un día de vivir, tal vez que eras un asesino, pero no un mentiroso, tal vez tu madre recibiendo otra golpiza de tu padre, tal vez tú mismo intentando quitarte la vida, tal vez los animales que piden con ojos de persona que no los mates, tal vez un golpe de calor en la sangre fría. Quién sabe. Marcaste la cueva para recordar dónde estaba tu tesoro y salieron juntos en silencio, la princesita y tú. Caminaron mucho hasta que encontraron a una cerda joven que los miró con desdén y gruñó. Sacaste muy despacio el arco y la flecha. Dos brazos tensos. Un dedo. Un movimiento. El animal estaba herido de muerte. La princesa se tapó los ojos, soltó un gritito, quiso llorar. Hablaste por primera vez.
–Vas a sacarle el corazón.
La niña te miró y supo, como sabe la gente por el tono o la mirada del otro que no puede protestar, que tenía que obedecerte.
No diste más instrucciones. La princesita tuvo que lidiar con los chillidos del animal moribundo, tan parecidos a los humanos, con cortarle la garganta, con abrir carne y músculo, con hemorragia y vísceras. La princesita, cada vez menos princesita y más otra cosa, abría con ese cuchillito de oro la piel de la cerda, tan parecida a la humana, y metía la mano rebuscando por todos lados el corazón. Sus manos blanquísimas chapoteaban por entre la burbujeante sangre del animal y tú veías, veías con claridad, cómo la inocencia del reino y su jardín, el lalalá, y todo eso, lo que era ella, se iba a la mierda.
Eso te complacía.
Cruzado de brazos, veías a la hija del Rey ejecutar el repugnante acto de buscar el corazón de la cerda que, además, estaba preñada y en un momento dado saltó la bolsa con los cerditos y fue cuando la princesita vomitó una cosa negra sobre la cerda y tuvo que seguir escarbando en ese interior, entre intestinos, pulmones, mierda y fetos de cerdito, para, finalmente, encontrar el corazón, ponerlo en una caja para mandárselo a su madrastra y hacerle creer que era suyo.
Porque su madrastra la quería muerta.
Y su papá no estaba para defenderla.
Y ya no tenía dote.
Y estaba sola en el bosque.
Y había matado algo vivo.
Limpiaste el cuchillito y te lo metiste al bolsillo. Diste dos golpecitos con el índice a la caja con el corazón de la cerda y la guardaste. Entonces te dispusiste a emprender el camino de regreso. Con el oro, los títulos nobiliarios, las propiedades, empezarías una nueva vida. Tendrías hijos. Los alimentarías bien. Jugarían en un jardín. Cantarían.
Habías dado un par de pasos cuando escuchaste la voz de la princesa. Te volviste. Su vestido estaba empapado en sangre, también su hermosa cara, su cuerpo, su pelo.
–Mi señor, ¿y yo qué haré?
Te encogiste de hombros, le lanzaste el cuchillito de oro a los pies y seguiste tu camino.
Estimada Adriana: Hasta hoy tuve la oportunidad de leer este cuento y me dejó frío. Una gran escritora y con mucha imaginación. Un saludo cordial, Chente.
ResponderEliminarsugerente y muy bien escrita. En la foto monstruosamente guapa
ResponderEliminarBrutal
ResponderEliminar