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lunes, 17 de junio de 2019

EL AMOR A DENTELLADAS – Silvia Dioverti

Silvia Susana Isabel Dioverti (Neuquén, Argentina, 1951). Escritora argentino-venezolana. Ha publicado los libros Por memorias y olvidos perseguida (poesía, coedición del Centro de Actividades Literarias José Antonio Ramos Sucre y el Consejo Nacional de la Cultura –CONAC-, 1988); Gato embotado y enamorado –segundo puesto del concurso Nacional de Narrativa Mariano Picón Salas- (Monte Ávila Editores, Caracas, 1994); Mordente de una sola nota -Premios DEMAC- (Ciudad de México, 2001); Manual del perfecto uxoricida -Premios DEMAC- (Ciudad de México, 2002); Dragón de bolsillo (Playco editores, Caracas, 2002) –segundo puesto en el Concurso Nacional de Narrativa Salvador Garmendia–; Manual del niño y niña paciente. Enfermedades hemato-oncológicas (Centro de investigación y estudio, con el Psicoanálisis CIEP, Caracas, 2006) –Mención de Honor en el Premio CENAL 2007–; Cartario (Editora Isabel De los Ríos, Caracas, 2011) –Premio Centro Nacional del Libro (CENAL) de 2011/12– y Cuentos con espinillas (Buenos Aires, 2015). Tiene publicaciones colectivas en diferentes países. El texto que aquí se publica forma parte del volumen inédito El amor a dentelladas.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Silvia Dioverti.



EL AMOR A DENTELLADAS


Es necesario ser duro como el metal
y derecho como flecha.

I Ching, La mordedura tajante (Shi Ho).

EN LOS ASIENTOS ENFRENTADOS del colectivo ella mira el rostro de la otra en el reflejo del vidrio. Los ojos son pequeños y la mirada dura. Las pupilas parecen dos tachuelas, contrastan en ese rostro de bebota ligeramente andrógino. La ve observarla y, adrede, gira la cabeza hacia la ventanilla opuesta. Se deja mirar de perfil. Hace un paneo que pasa sobre la otra sin detenerse. Como si no existiera. Pero ambas se han buscado en las redes sociales. Tienen un solo amigo en común. El colectivo se detiene en el semáforo y ella va hacia la puerta trasera para bajar. El conductor la mira por el espejo retrovisor y la invita a descender por delante, deteniendo el tránsito que está a punto de arrancar. Ella duda y, finalmente, pasa ante la otra. Siente sus ojos clavados en la espalda.

Camina tranquila. La amabilidad del chofer le ha ahorrado el apuro. Sabe que la otra bajará en la parada que está a dos cuadras y tendrá que desandar una. Cruza la calle y se oculta detrás de un árbol. Pequeños faroles de un kitsch pretensioso iluminan las vidrieras de “El Farolito”, salón de té. Oscurece. Él espera sentado de espaldas a los ventanales. Se da vuelta con disimulo y mira su reflejo en el vidrio, se acomoda el pelo, endereza la espalda. Cuando la otra aparece se levanta solícito. Se dan un abrazo corto, pero intenso. Él le corre la silla, se sientan. Bajo el close-up shot de sus ojos ella puede ver cómo, sobre la mesa, las manos se buscan, se rozan, se retraen. De lejos podrían pasar por padre e hija.


Siempre había sido buen mozo, un donjuán de “caza mayor” como él mismo se denominaba. Pero los años habían hecho estragos. No así en su voz que continuaba hechizando a quienes no habían leído La Odisea. Esas tantas que desconocían el recurso de untarse los oídos “con cera agradable como la miel”, o creían, ignaras, que las sirenas solo pueden ser de género femenino. Ella prende un Virginia y espera. Lento el tiempo, fuerte el viento que aviva la braza del cigarrillo. Lo ve hablar. La otra escucha y bebe, arrobada, sus palabras. Ella sabe que tendrán, por lo menos, dos horas de charla, de gestos furtivos, de manos que se rozan sin atreverse, todavía, a ir más allá. Deja el árbol y toma un taxi.


Desnuda, tendida sobre la cama, prende un cigarrillo y aparta la cabeza del hombre que reposa sobre su pubis. Mira el reloj. Es hora de irse, le dice, y lo empuja con firmeza. Se viste rápido, coloca un vaso de agua en la mesita de luz, se pone una ropa distinta a la que tenía y regresa al árbol. Diez minutos después él paga la cuenta y salen. Abrazo prolongado que dura un poco más que el anterior y cada uno echa a andar en sentido opuesto. Él camina lento, con el paso desgarbado de cuando cree que nadie lo mira. Ella lo sigue a cincuenta metros de distancia y observa esa espalda inclinada hacia la izquierda por la escoliosis. El viento le revuelve los cabellos y pone de manifiesto la calvicie. Se pasa la mano para volverlos a su lugar con ese gesto que ella conoce tan bien. Desanda camino y toma un taxi. Arrebujada en la oscuridad pasa frente a él que espera el colectivo para el largo trayecto de regreso a casa.



Se desviste y se acuesta en la cama deshecha que huele a sexo. Sabe que el olfato, como el oído y la vista, no son los sentidos que él conserva mejor. Abre su laptop y busca el cuento sobre su pueblo. Deja la página abierta. Después va al otro, al que esconde entre las recetas de cocina, y escribe. Escucha la puerta de entrada. Cuando él se asoma al dormitorio ella hace como si tomara un medicamento y lo apura con un sorbo de agua.

— ¿Dolorida aún?

—Sí, mucho todavía. ¿Qué tal la reunión?

—Un poco más de lo mismo… ¿Tienes hambre?

Ella hace una mueca de desgano.

— ¿Quieres que baje a comprar algo?

— ¿Sushi? –pregunta ella con gesto goloso, y esboza una sonrisa tímida.

Él suspira. Piensa en los cincuenta y cuatro escalones que acaba de subir, y en los ciento ocho entre en bajada y subida que tendrá que hacer. Piensa en las cinco cuadras hasta el restorán japonés, en el dinero que él gana pero ella no. Se decide, sushi o caviar, no importa, cualquier cosa con tal de no oírla desgranar, otra vez, el rosario de sus males.

Cuando escucha cerrarse la puerta se levanta y se prepara unos fideos con salsa. Sabe exactamente cuánto tiempo le llevará a él ir y volver. Come con ganas, espolvoreando cada bocado con abundante parmesano. Apura una copa de vino, se cepilla los dientes, vuelve a la cama.



Él prepara la bandeja, arrastra un poco más los pies, está cansado. Ella come un uramaki, hace un gesto de desaprobación. Huele un nigiri y frunce la nariz. No está fresco, dice, y empuja la bandeja con suavidad, desalentada. Él suspira. Odia el pescado. Piensa en lo que gastó y, sentado al borde de la cama, comienza a comer con los ojos cerrados, evitando masticar esa carne blanda y gomosa. Cuando termina busca un tema para romper el prolongado silencio.

— ¿Pudiste escribir algo más? Te está quedando lindo el cuentito, me gustó el pedacito que me leíste.

—Los diminutivos, querido, los diminutivos...

Él se sonríe avergonzado y se toca la frente para indicar su mala memoria, su falta de atención cuando le habla.

— ¡Sí, sí, perdona! –dice para zanjar la cuestión. No quiere otra clase sobre “la lengua castellana de los conquistadores que usaban diminutivos con un sentido ampliamente peyorativo”.

Ella, ya soñolienta, palmea suavemente sobre la cama indicándole que se acueste. Él pone la bandeja en el suelo y comienza a desnudarse. Ella lo mira, frunce las cejas. Y es suficiente. Conoce de sobra su gusto por el sufrimiento, la adicción al maltrato que le permite convertirse en esa víctima compensatoria con que él se flagela, sumarísimo, su rol de victimario.

Él se pone las pantuflas y arrastra los pies hasta la cocina. Cuando regresa, ella vuelve a palmear sobre la cama y desliza el edredón hasta descubrir una nalga. Él amaga una sonrisa de entendimiento. Tampoco esa noche podrá jugar Scrabble en la computadora. En un último intento disuasorio retoma el tema del cuento.

—Cuando lo termines me gustaría leerlo…

—Cuando lo termine te lo mando al correo, así lo lees en tu hora de almuerzo, es corto y fácil de entender –y vuelve a dar una palmada sobre la cama.

Él comienza a besarla. Piensa en la otra. Ella piensa en el título que le pondrá al cuento. Se había decantado por “Egocidio”, pero ahora le parece un poco simplón. Aunque de eso se trata; no de hacerle saber que ella sabe, ni de que él sepa lo que de ella ignora –ambas cosas intrascendentes–, sino de darle un nocaut al ego. Sí, de eso se trata, de ponerlo en el blanco y apuntar directo a lo que él más quiere. Justo allí donde más le duele.

4 comentarios:

  1. Estimada y recordada Adriana, hasta hoy tuve oportunidad de leer este cuento. Me gustó, gracias por compartirlo. Un abrazo y un saludo para tu amado esposo. Con aprecio, Chente.

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  2. Hola Adriana, Enhorabuena! Tenía tiempo sin leer tus cuentos, quedé fascinado excelente relato complejo, profundo y sencillo a la vez, así es la vida de parejas un juego interesante. Awesome!

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  3. Hola buenas noches me gustaría seguir a la escritora por sus redes sociales las usara. Quiero hablarle.

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