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lunes, 3 de junio de 2019

LA ENCRUCIJADA – Ada Pérez Guevara

Ada Pérez Guevara (Cantaura, Anzoátegui, 1905 – Caracas, 1997). Periodista, activista social y escritora venezolana. Como activista, participó de la fundación del Ateneo de Caracas (1931), firmó el acta constitucional de la Asociación Cultural Interamericana e integró el grupo fundador de la Biblioteca Femenina Venezolana, y de la Asociación Venezolana de Mujeres (1936). Como parte de su labor periodística, fue fundadora y redactora de la revista El Correo Cívico Femenino (1945-47), y colaboró con importantes medios impresos de Venezuela, como El Nacional y El Universal. Publicó los libros de cuento Flora Méndez (1934), Pelusa y otros cuentos (1946) –obra de la que he tomado el cuento que aquí encontrarán- y Az de cuentos (1993); los volúmenes de poesía En ausencia tuya (1926) y Horizontes (1931); los ensayos Lo que deben saber las futuras madres venezolanas (1936), Sufragio femenino. Aspectos venezolanos (1944) y Apuntes de la vida y de la obra de Mercedes de Pérez Freites (1970); y la novela Tierra talada (1937). Ganó el Premio Unico Violeta de Oro de Ciudad Bolívar (1970), por el cuento Luz nueva.



LA ENCRUCIJADA


—Entra, pues. Es tu casa, mujer.

Inclinó Carlos Suárez el dorso, haló el picaporte herrumbroso, y abrió bien el anteportón de calados postigos, para que ella pasara.

Súbita impresión de frialdad y de añoranza, poseyó a Rosaura. Reconocía, sí, aquella casa, con su corredor ancho, su patio centrado por una vieja pila llena de boras húmedas; y también reconocía las habitaciones entabladas, tapizadas de papeles un tanto descoloridos.

—Ven por aquí. En este cuarto, trabajo de noche. Este otro, está solo, y tú lo organizarás como quieras. Aquí duermo yo, y hay otra pieza más, sola también, después del comedor. ¿Ves?

Rosaura recorrió todo, con su paso menudo y elástico, detrás de Carlos Suárez, quien a grandes zancadas, le daba posesión de una vez para siempre, de esa su casa, un tanto desvencijada, un tanto parecida a otra cualquiera de Caracas, y que sin embargo, era para Rosaura "aquella casa".

—Aquella casa. Sí. ¿Pero dónde y cuándo la vi?

Rememoró inútilmente, convencida sin embargo de que alguna vez, en la infancia quizás, conoció la casa donde viviría ahora, y, cosa extraña, este convencimiento trajo a su mente la misma impresión de frío desagradable.

—Bueno, doña Rosaura; ¿en qué piensas tanto? ¿No te gusta la casa?

—No es eso, no, Carlos. Me parece que la conozco. Me parece que pasé por estos cuartos, por el patio, pero sin poder acordarme de cuándo fue. Quizás estaría chiquita. No sé; no sé; pero lo cierto es que la conozco.

Mientras hablaba, miró de nuevo hacia el patio, y a la puerta del comedor en penumbras que cerraba el fondo, divisó una figura pesada y oscura cuyos ojos, abiertos y fijos, la miraban atentamente. Carlos Suárez explicó:

—Es Petra, que de seguro te quiere conocer. Venga, Petra, para presentarle a la señora.

Olor complejo a ajos, a sudor y a aceite perfumado, precedió a Petra, quien con su rolliza presencia y anchísimo fustán llenó por un momento el patio. Mirándola de cerca, quiso Rosaura sonreírle, pero la negra cara de Petra, ceñidos los apelmazados moños sobre el cráneo, se mantuvo seria, como una tosca escultura.

—Tiene más de veinte años en casa. Me conoce los gustos, desde chiquito, explicó de nuevo Carlos Suárez.

Detrás de Petra, y en vivísimo contraste, atravesó el patio una enorme gata de Angora, toda blanca, con una mancha negra sobre el lomo. La gata también miró a Rosaura, con su dorada mirada inquieta, un tanto curiosa y desconfiada.

No había llegado Petra a la cocina, cuando Rosaura, que desde su entrada a la casa se sentía extraña, tuvo la necesidad imperiosa de acercarse más a Carlos Suárez, de recostar su cabeza, siquiera por un momento, en el hombro de él, para cerciorarse de que aquella soledad que parecía envolverla, no existía. Súbitamente, lo rodeó con sus brazos, lo estrechó con ahinco, y recostó al fin, la cabeza, sobre él.

—¿Qué es eso, Rosaura? ¿Y si nos vé Petra? No, Rosaura, aquí no.

—¿No estamos casados ya, pues? dijo ella.

Bruscamente, casi con rudeza, se desasió Carlos Suárez de Rosaura, quien de improviso quedó sola, en el corredor, frente a aquel viejo reloj de pie, cuyo péndulo era una lira, y estaba exornado con gordos angelitos de bronce.

Más alto que ella, el reloj, de estilo barroco, movía el péndulo tan pausadamente que a simple vista podría creerse que sus horas eran más largas. Carlos Suárez había salido a la puerta para hacer traer las maletas, todavía en el automóvil. En esos momentos, la soledad fue medida, rítmicamente, por el viejo péndulo bronceado, y también por el ritmo cálido del pulso de Rosaura, acelerado en compleja emoción, presta a convertirse en llanto. Pero, no, no lloraría. Los ojos húmedos parpadearon y maquinalmente comenzaron a analizar de nuevo el reloj. Allí estaba el cuadrante, de números romanos, señalando cada segundo por el salto de la manecilla delgada. Sobre el vidrio, se reflejaba parte del patio, con su hojarasca verde y una florescencia de magnolina a medio abrir. Crujió el anteportón. Carlos Suárez entraba con una maleta en cada mano. El esfuerzo afeaba su rostro.
Eso era todo. Ya estaba, pues, Rosaura, en la casa, ¿su casa? No, no sentía ella eso. ¿Podría llamar suya, alguna vez, aquella casa?

* * *

—¿As de bastos? ¡Qué vá! Tute de reyes.

Rosaura entregó sus cartas, con una sonrisa un tanto cansada. Para ella, las cartas, el juego todo, eran incoloros.

Él empezó a contar los puntos en un silencio que parecía palpitar con múltiples latidos. El reloj grande del comedor, con su tic tac a saltos; el del corredor, con un tic tac más próximo, ya que jugaban allí; el del cuarto de trabajo de Carlos con un tic tac mucho más apagado, porque en su interior, no giraban cadenas metálicas, sino simples cordeles.

—Te gané con setenta puntos. ¿Jugamos otro partido?

—Como quieras —dijo la voz velada de Rosaura, mientras el rostro permanecía tan inexpresivo como la voz.

—Mejor será acostarnos. Son las nueve.

Rosaura se levantó, reunió las barajas para colocarlas en el aparador del comedor. Pocos momentos después, cerrada ya la puerta de la calle, y a oscuras la casa, entraron, marido y mujer, al cuarto que Rosaura arregló a su gusto, en el primer mes de casados. Una noche, y luego otra, precedían a los días, en aquella casa quieta, con una semejanza abrumadora. En las mañanas, Rosaura dedicaba un rato al cuarto de trabajo de Carlos Suárez. Le gustaba limpiar personalmente la vieja mesa, con su gran campana de vidrio, sus innumerables ruedecillas y tornillos, sus lupas, y sus máquinas desnudas, en marcha de prueba libre, como un inconsciente visible. Con cuidado sumo, colocaba cada pequeño objeto en su puesto, y luego, observaba los muchos relojes fijos a las paredes, presididos por el de pie, cuyos cordeles sostenían aquel raro péndulo anticuado. Carlos le había contado que ese era un reloj colonial, que por mucho tiempo perteneció a la misma familia, y que lo había comprado barato, solamente para estudiarle la máquina y verlo marchar.

—Después, me acostumbré a tenerlo cerca, y ahora no lo vendería por nada. El año pasado, vino una madama, y se empeñó en que lo vendiera, para una quinta que estaba haciendo en el cerro, de estilo colonial. Me lo pagaba caro, y yo iba ya a vendérselo, cuando agregó que su marido tenía un camión y era fácil llevárselo. Me di cuenta entonces, de que el reloj no estaría más ahí, frente a mi mesa, y le dije que no, que no lo vendía. Le hablé de recuerdos de familia y no sé de qué más; lo cierto es que al fin la madama se fue, y que aquí está el reloj.

Rosaura, no por curiosidad pueril, pasa las horas en el cuarto de trabajo, un poco raro por cierto, de Carlos Suárez. Tampoco por curiosidad recorre calladamente, la casa, observando de cerca los variados ritmos de los relojes, de los cuales, sin duda, el más hermoso es el barroco con repujados y relieves cobrizos, del corredor de la entrada. Busca Rosaura algo más: quiere ahondar en las aficiones, en el trabajo de Carlos Suárez, para no sentirse así, lejana y rara. La tarde que lo conoció, estaba ella, con su guitarra bien afinada, tarareando una copla dentro de aquel grupo juvenil de su barrio. Josefina, Carlota y María del Valle, la rodeaban, y sus frescos rostros observaron, por un instante, a Carlos Suárez, quien acababa de entrar por primera vez a la salita, invitado por un amigo. En cambio, Carlos Suárez apenas las vio. Miró sólo a Rosaura, quien comenzó a cantar, acompañada de la guitarra, con su gracia simple, alumbrada de juventud. Poco después, Carlos Suárez empezó a enamorarla : en la placidez de su temperamento y de su vida metódica, ordenadísima, sería Rosaura alegría y movimiento. A fines de año, se casaron sin mayores celebraciones. A Rosaura parecióle cosa de sueños ser tan pronto la mujer de Carlos Suárez. Lo quería, sí, ciertamente; en su orfandad de afectos, pues vivía con unas primas, parecióle la suya suerte maravillosa, y así también lo pensaron todas las chicas vecinas. No era entonces para los deslumbrados ojos de Rosaura, Carlos Suárez, un simple relojero dedicado de lleno a su tarea, en aquel pobre cuarto de una calle céntrica, desprovisto de todo lujo, donde pasaba el día ante una vieja mesa mal pintada, con aquel extraño lente sobre un ojo y la luz encendida a toda hora. Ni era aquel ser sencillo, quizás demasiado metódico, que muchas veces continuaba en casa el trabajo del taller, y que en dos años de casados, no había variado nunca el ritmo de su vida íntima; que al parecer estaba satisfecho con la tranquilidad hogareña, con la salida a Misa, los domingos, y la visita familiar y periódica a aquellos parientes viejecitos ya, que vivían por la Pastora.

Rosaura, sin darse cuenta, empezó a variar. Aquella su risa a flor de labios, aquella su alegría espontánea, se extinguieron poco a poco. La guitarra, dentro de la funda de zaraza floreada, y flojas las clavijas, no supo más de la presión suave y firme de sus dedos. Parecíale a Rosaura cosa del otro mundo, un floreo en la guitarra, y mucho menos cantar, en aquella casa triste, frente al eterno refunfuñar de Petra y después de lo que había pasado, aquella tarde que Carlos Suárez la encontró cantando, sola en el corredor, y muy serio, serísimo, le dijo:

—¿Para quién son esos cantos?

—¿Para quién? ¿Como qué para quién? ¿Para mi!

Bruscamente, guardó ella la guitarra, y comprobó, sorprendidísima, que Carlos Suárez salió a la puerta de la calle y observó largamente a cada transeúnte, a cada desocupado, que nunca faltan por las tardes, en las esquinas. Durante la comida, en la cual se combinaron sólo los ruidos de los cubiertos sobre la loza, y los múltiples tic-tac de los relojes, observó también Carlos Suárez que su mujer, no tenía aspecto de señora, siempre delgadita y fresca como que no se hubiera casado.

* * *

—¡Ajá! Espere un momento, hombre. Leche B, aumente un cuarto de litro.

Regresa Petra del portón con su andar cada vez más pesado, y al pasar, echa un vistazo al cuarto de Rosaura. Esta, tendida en la cama, apretando sobre los ojos el brazo derecho, en falso reposo, oye aquel eterno y múltiple tictac, que para su tormento, parece prolongar los días en un desdoblamiento inaudito de horas, más señaladas cuando menos vividas.

Se detiene Petra, y frente al abierto ventanal del cuarto de Rosaura, explica:

—Cogí un cuarto de leche B; para la gata, usté sabe. Tres lochas vuelto.

Nada contesta Rosaura, temerosa de que su voz alterada la traicione. Espera que Petra recupere los límites de su reino cocineril, que siempre pretende extender más de lo debido, y luego se levanta, para llegarse hasta el cuarto solo, siempre a oscuras, porque su puerta cae al comedor, y porque la luz exterior que recibe es apenas la de una altísima claraboya protegida por vidrio opaco. Allí de vez en cuando, revuelan murciélagos, que otras veces penden del techo raso en los rincones más oscuros y en sospechosa quietud.

Un gemido apagado se oye en la habitación, donde los más variados e inútiles artefactos se han reunido, para volverse borrosos por la sombra y la capa gris de polvo: cartas sin uso, un fonógrafo anticuado, coronas mortuorias de porcelana, maletas, mesas amputadas, jarrones cascados, lámparas, y quién sabe cuántas cosas más. Procura orientarse Rosaura en la penumbra oliente a moho de la habitación, y luego, echa de ver, en el fondo del gran canasto redondo, medio volteado en un rincón, aquel manchón movible, blanco y negro, de donde parte el gemido.

Arrastra Rosaura el canasto hacia afuera, y a la luz clarísima del patio, contempla en primer término aquel vientre sedoso, aquellas rosadas mamas goteando leche en hileras paralelas; y al fin, los recién nacidos animalillos de ojos tenazmente cerrados, pelambre húmeda y boca ansiosa en busca de las mamas.

—¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco! Tuvo cinco.

Cesó bruscamente el gemido al arrastrar Rosaura la canasta: la bellísima gata, contrae enormemente las pupilas, el cuerpo, las entrañas dolidas, y mira a Rosaura con fijeza un tanto desconfiada.

Petra, en un tazón, de peltre, ha servido la leche, la ha calentado un poco, y viene a dársela a la compañera hogareña.

—Marquesa, Marquesa; ¿no tienes hambre, pues?

Rosaura coloca la canasta en el cuarto, mientras los gatitos se acurrucan más y más en torno a la gata, quien al oírse nombrar familiarmente por Petra, levanta la cabeza, otea la leche, y sin interés alguno, voltea el hocico, para lamer suavemente la pelambre de los recién nacidos.

* * *

Rosaura, de nuevo en su cuarto, vuelve a su posición primitiva. Tendida boca arriba en la cama, aprieta ahora más nerviosamente sus párpados cerrados, contra el brazo. Esto le produce extraña visión interna: sobre un fondo rojizo, empiezan a destacarse manchas verdosas de contornos brillantes, y variables, que a veces toman formas de estrellas, o de flores fantásticas, o de llamas agitadas por el viento. Pero, más adentro, más adentro, hay algo que produce una presión más fuerte que la del brazo: húmeda y caliente, sale en forma de llanto, que estrujado a prisa sobre las pestañas, abre paso al fin a un sollozar callado, amargo, incontenible, que crece, en el silencio del atardecer, como la sombra misma que va invadiendo ya, una vez más, la casa triste.

En el cuarto del lado, no gime la gata. Duerme beatíficamente, formando un solo manchón de terciopelo con los recién nacidos.

Rosaura, al vestirse para esperar a Carlos, sin darse cuenta del profundo sentido del gesto espontáneo, se palpa largamente su vientre virginal, frente al espejo, en la quietud inalterable de aquella casa extraña donde nunca ha reído un niño.

* * *

Un día, Rosaura tuvo veinticinco años; o lo que es lo mismo, cinco años de su vida al lado de Carlos Suárez. Cinco años, no para unirlos, sino para separarlos. Carlos Suárez la quería, la deseaba también, y por esto, no le era infiel. Gustábale mirarla, delgadita y menuda, siempre un poco infantil, con aquella tez tan limpia y fresca y aquel maravilloso lunar en la barbilla que daba un aire picaresco al rostro. La miraba, y la besaba al principio, largamente. Después, espaciaron los besos, y más aun los de Rosaura. Ahora, a los cinco años de casados, pasan días, semanas y aun meses ayunos de ternura.

Ya, por las noches, no hay partidas de barajas. Carlos Suárez trabaja hasta tarde; su clientela ha aumentado.

Rosaura mientras tanto, acostada en la cama, en aquella su postura habitual, parece dormir. Una noche, la luna está clarísima, y alumbra con su plenitud embrujadora, la pila del patio. Ella, callada, mira hacia afuera. Carlos Suárez, desvistiéndose, comenta:

—Te la pasas triste, ahora. ¿Qué más quieres? Todo lo que necesitas, lo tienes. Ropa, prendas, servicio. Comes lo que quieras, y nadie te mortifica. De mi trabajo, vengo para la casa. ¿Qué miriñaques son esos?

Rosaura no contesta. Como en visión lejana pero precisa, recuerda su soltería. Su pequeña escuela de primer grado, formada por las vecinitas, que la abrazaban por la cintura y formaban de nada un alboroto muy grato. Recuerda el Dispensario gratuito, donde pasaba horas enteras trabajando, sin asco. Lavando heridas, poniendo inyecciones, haciendo vendajes, con las otras muchachas. Entonces, se sentía contenta, porque era útil. Pero ahora, ¿qué es su vida? ¿Puede llamarse esto, vida?

Carlos Suárez continúa:

—¡Cuántas mujeres, estarían todo el día dándole gracias a Dios si tuvieran lo que tú tienes! Nunca te he dejado hacer un oficio. ¡Ah mujer fantasiosa!

Diciendo esto, se acostó a su lado, dio la espalda a Rosaura y a la luna, y cerró los ojos hasta el amanecer.

* * *

Nunca ha podido Rosaura explicarse a sí misma, y muchísimo menos, explicar a nadie, cómo fue aquello.

Eran las tres de la tarde, y mediaba mayo.

Medio adormecida en el fondo del corral, Petra remendaba. El silencio hogareño parecía haberse extendido a la calle, casi sin tráfico. Rosaura anduvo, casi de puntillas, toda la casa. Se detuvo en el cuarto de los trastos viejos, y contempló largamente el sueño, profundo y dichoso, de Marquesa, cuyo sedoso cuerpo empezaba otra vez a crecer, como capullo en flor, para dar cabida a nuevos frutos vivos.

También se detuvo Rosaura frente al viejo reloj barroco.

Palpó con el índice, maestro en dominar el bordoneo de la guitarra, el rollizo angelillo que coronaba la esfera, y que era redondo y bello como inspiración de Rafael. Más tiempo aun estuvo frente al otro reloj, cuyo péndulo oscilaba gracias a cordeles, y que presidía el cuarto de trabajo de Carlos Suárez.

Luego, fue a su habitación y se vistió de prisa, con un sencillo traje y un sombrerito de paja, cuya simplicidad la favorecía. Era la primera vez que se decidía a salir sin anuencia previa de Carlos Suárez y sin notificar a Petra de su destino. Era esta una costumbre que había creado él a raíz del matrimonio, y que a Rosaura parecía humillante, a los cinco años de casados. ¿Pero, cómo destruirla ahora? ¿Cómo destruir otras muchas cosas?

No intentaba ir lejos: salió nuevamente, sin que el anteportón sonara, y echó a andar calle abajo. En esa cálida hora y en su apartado barrio, había receso de tráfico. Uno que otro heladero escandalizaban, con su campanilla alborotadora, a la chiquillería.

Mientras andaba, un raro bienestar se apoderaba de Rosaura. Al principio, era simple placer de andar libremente. Luego, bienestar físico. Caminó con mayor firmeza, y empezó a observar complacida, cuanta vidriera encontraba a su paso. ¡Cómo estarían, de bonitas, las de las joyerías y tiendas de modas del centro de la ciudad!

Media hora después, había terminado, en línea recta de andar aquella interminable calle, lo que siempre había deseado puerilmente.

Ante ella, vio grandes troncos de árboles con manchas de sol; y mucha hierba de un vivísimo verde, de donde surgía un olor sabroso a tierra mojada.

Pasaron frente a ella algunas parejas de novios, agarrados de la mano o de brazo, para perderse en los senderos que se escondían entre los árboles. Luego, algunos bebés en sus cochecitos, de cara al cielo.

Repentinamente, unos pájaros campesinos empezaron a gorgear, revolando, cerca de ella. Se detuvo, sentándose en un banco. Contempló deslumbrada la hermosura del parque y del cielo vespertino, clarísimo y todavía azul.

Por el sendero que bordeaba su banco, apareció un grupo de escolares, casi adolescentes. Venían cantando alborotados, y viéndola sola, allí, la tomaron por una señorita extranjera, quizás institutriz o maestra.

—Mademoiselle! Mademoiselle! Bonsoir!

Rosaura, sin querer, sonrió. Se sentía como embriagada de sol, aire y verdor.

Como ocurre siempre en mayo, los atardeceres se prolongan. El de esa tarde, era suave y lleno de paz. De repente, echó a de ver Rosaura que el parque estaba casi solo y que los automóviles pasaban con los faros encendidos. Dedujo entonces, que ya Carlos Suárez había llegado a casa.

—¿Cómo volver ahora? ¿Qué irá a pensar de mí? Y, además, ¿a qué volver? En tantos años de casada, ¿la invitó él alguna vez a ver un crepúsculo de mayo a través de gruesos troncos de árboles? ¿Pudo siquiera ella andar libremente, sin hacer mal a nadie, y durante el tiempo que quisiera, por las calles de la ciudad? ¿Fue útil a alguien mientras vivió en "aquella" casa?

Quizás por costumbre, quiso saber la hora. Pero no había allí reloj alguno.

Estuvo un rato abstraída, con el sombrerito de paja sobre la falda. Era la encrucijada, siempre difícil, aun allí, en aquel maravilloso sitio.

Luego, decidió prontamente, como que siempre lo hubiera pensado:

—Dormiré esta noche casa de mis primas en El Valle. Seré maestra otra vez. Ni a esta hora, ni nunca, debo volver a aquella casa de Carlos.

Pasó un rato más, sentada en el parque, ya en sombras. Una súbita sensación de soledad la invadió.

Luego, lentamente, comenzó a caminar. Lentamente, en línea recta, subió por la misma calle interminable que había recorrido ese mismo día a las tres.

3 comentarios:

  1. Tiene reminiscencias de "Ifigenia" de Teresa de la Parra.

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  2. Otro gran cuento de esta escritora que no conocía. Feliz publicación.

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  3. ¡Mil gracias por sus lecturas y comentarios! Me alegra que este cuento -y su autora- siga encontrando lectores. ¡Saludos!

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