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lunes, 21 de octubre de 2019

LAS FLORES DEL RECLAMO – Juan Antonio Canel Cabrera

Juan Antonio Canel Cabrera (close-up en blanco y negro)
Juan Antonio Canel Cabrera (1953). Periodista y escritor guatemalteco. Fue miembro del grupo literario La Rial Academia, junto a otros escritores como Marco Augusto Quiroa, Eduardo Villagrán y Marco Vinicio Mejía. Ha desarrollado su labor periodística como columnista de medios impresos guatemaltecos: el periódico cultural Tzolkin (1984-85), la Revista Tinamit (1998-2000) y los diarios Prensa Libre, Siglo XXI y Nuestro Diario. Ha publicado los Libros Incendio en el monte de Venus (relatos, 1994); ¿Qué mirás? (novela, 2004); La muerte se perfuma (novela, 2009) –con la cual ganó el certamen centroamericano de novela corta, edición 2009, en Honduras-; El Alacrán es Juan (casi biografía, 2012); y Realidad y fantasía de Elías Valdés (casi biografía, 2016). El texto que leerán seguidamente es un cuento inédito.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Juan Antonio Canel Cabrera.



LAS FLORES DEL RECLAMO


A Mercedes le declaré mi amor, por escrito, hace diez años. Después de entregarle el papel, en el cual viajaron todos los argumentos y razones de tal confesión, no la volví a ver. Hasta hoy, al encontrarla en la universidad. Iba con un vestido gris, estampado con pequeñas flores rojas, amarillas y hojas verdes; estaba ajustado perfectamente a su cuerpo.

Parecía jardín en arenas tersas.

La cintura, en diez años, no le aumentó ni disminuyó. Su cara sí se transformó. Sobre el rostro se extendía una especie de velo que le servía de salmuera a una prolongada nostalgia. Las piernas también permanecían intactas y bellas en los exhibidores de sus medias de seda. En su perfume, discreto pero seductor, latía el encanto que aureoleaba su extrema atracción.

Soy alérgico a las conferencias; sin embargo, hoy, asistí a una sobre libros raros; sobre esas obras cuya existencia se tuvo constancia algún día y ahora sólo quedan rastros vaporosos que la tradición oral y las referencias librescas nos hicieron llegar con gran esfuerzo. Un erudito renombrado vino de Alejandría para hablar en la universidad sobre el asombroso viaje que el libro ha recorrido a través de la historia y sobre esas joyas impresas que han deslumbrado a la humanidad. Para mi suerte, también Mercedes asistió. Verla fue como sacarme la lotería después de diez años de comprar números. Me senté en un lugar desde el cual la observé de manera concienzuda y, más que poner atención al discurso del conferencista, pensé en la ingratitud del tiempo y en mi falta de audacia para dotar de más fuerza a mis palabras escritas hace más de una década.

Cuando concluyó la actividad, nos reunimos fuera del auditórium. Los dos actuamos como si nada hubiese pasado entre nosotros. Ninguno formuló una invitación; a pesar de eso, caminamos como autómatas hacia la cafetería. Allí, el tiempo se disfrazó de fantasma y no sentimos cuando pasó.

El encuentro fue reencarnación en una vida distinta a la que nos hizo conocernos hace muchos años.

Comenzó hablando acerca de la erudición del conferencista y luego sobre los grandes talleres románicos de la Edad Media donde los monjes se dedicaban a la reproducción de libros; a resguardar el conocimiento.

Me hizo una formidable descripción del oficio del miniator que dibujaba y pintaba las más bellas y pulcras miniaturas que después servirían de modelo para esculturas, frescos y los sorprendentes vitrales de las futuras iglesias góticas. Alabó el oficio del rubricator que legó a las páginas de los libros los hermosísimos capitulares que servían de pórtico esplendente a los textos.

Discurrió sobre los amanuenses y las calidades que debían reunir en su oficio; describió con escrupulosidad todo el ambiente y hasta las maderas y materiales con los que construían los scriptorium que servían de cobijo a esos escribientes que, de los exemplaria copiaban los textos sagrados.

Luego me dio una lección sobre la evolución de los tipos de letras. «Así como el canto gregoriano pudo, con el tiempo, evolucionar en la música sinfónica —me dijo—, ahora existen tipos de letras de las más diversas y sofisticadas formas. La escritura electrónica es una gran ventaja técnica sobre la que existía hasta hace poco. Hoy ya no se tallan las letras en maderas duras ni se funde el plomo para los tipos, ni se escribe a mano para reproducir los libros. Sin embargo —acotó—, siempre me produce un placer especial ver las páginas policromadas y escritas con plumas sofisticadas de los viejos textos cuyas letras de caligrafía excelsa constituyen genuinas obras de arte».

Cada palabra suya era un paso que yo daba en busca del génesis y la historia de los libros.

Su musicalidad bucal me hizo recorrer imaginariamente mercados persas buscando historias aún no escritas del libro.

En los olores, en los colores y en el bullicio venían encriptados muchos datos de difícil decodificación.

En ese andar imaginario, consulté encantadores de serpientes y mercaderes de sedas que traían en sus telas la sensualidad del más lejano oriente. Escuché cómo, in illo tempore, se tejían las hojas de papel con papiro y me emocionaba al constatar mi incredulidad. No pude resistir la tentación de indagar, bajo soleadas tiendas de campaña, los secretos de genuinos y, también, fraudulentos adivinos escondidos en sus frondosas barbas. Unos me instaban a la búsqueda de lámparas en cuyo interior se hallaban prisioneros los más portentosos efrits que me llevarían a la verdadera cuna del libro; otros me dieron sugerencias sobre como sentarme sobre una piedra y esperar que la noche viniera a darme las respuestas a mis preguntas. Observaba y escuchaba absorto, bajo tiendas pintadas con largas líneas rojas y blancas, a los viejos contadores de las más fantásticas historias. En ese trayecto me encontré con Scherezade, que también recopilaba datos para los cuentos salvadores de su vida. Sin embargo, hube de apartar mi vista y pensamientos de ella porque sentí que los celos de Mercedes laceraban mi dermis con la más exquisita discreción.

Añoré que ella nunca dejara de hablar porque cada frase suya hacía florecer viejos escenarios que dormitaron largos calendarios enterrados en la tumba del tiempo.

Cada tema sobre el cual hablábamos parecía como si ya antes lo hubiésemos conversado pero con la vaguedad de no poder precisar cuándo. Ni yo le pregunté por qué no había acudido a la cita que le hice en mi carta ni ella quiso hablar nada sobre el tema de la misiva. Todo fue, repito, como reencontrarnos en una nueva vida con resabios de nubes que nunca consiguieron convertirse en lluvia para fertilizar nuestra relación.

No llegué, siquiera, a tomarle la mano; sin embargo, la electricidad que sentí recorrer mi cuerpo, como tromba, me mantuvo al borde de la insensatez, estupidez y locura.

Este reencuentro fue como tener ante nosotros el terreno más bello y apto para construir la mansión más hermosa; lástima grande no tener los recursos para edificarla.

Todo el tejido de las palabras recorrió nuestras vidas pero sin tocar los extremos que pudieron unirlas. No hubo reproches ni la menor palabra que pudiese herirnos en la conversación; no obstante, el lenguaje silencioso de nuestros ojos y labios fue más explícito al traducir las voces que escondían nuestros corazones. Ese tiempo suspendido que vivimos en esta oportunidad, de pronto, volvió a correr cuando la marejada de alumnos entró por las puertas de la cafetería e inundaron y ahogaron nuestras palabras.

Era la hora del almuerzo.

Nos levantamos y la acompañé hasta el estacionamiento que distaba, de donde estábamos, un largo trecho. Recorrimos casi todo ese espacio apoyados en bastones de silencio. Sólo nos detuvimos cuando nuestros ojos necesitaron hacer mutuos protocolos de comprensión.

—¿Cuál es su carro?

—Aquél... a la sombra de ese sauce.

Y volvimos a ponerles sordinas a nuestras voces, hasta que esos pocos y lentos pasos nos situaron frente a la puerta de su vehículo.

Me sorprendí al verlo totalmente cubierto de flores. La parte de adelante estaba esparcida con claveles rojos y blancos, como si quisieran pronosticar buenos augurios para nosotros. Las puertas, tapizadas con mosquetas y azahares. El techo lo cubrían rosas de varios colores, abundantes jazmines y orquídeas de las más variadas especies. Los platos de las llantas eran grandes nenúfares. La parte de atrás la cubrían búcaros, gladiolos, crisantemos, camelias y nardos. Si hubiesen estado pintadas habría parecido un carro sicodélico.

Pero no.

El superávit de esa escena fue el suelo, regado con hojas de pino que, como pensamiento fugaz, me parecieron el tálamo perfecto. Las flores exhibían la frescura del corte reciente y exudaban perfumes que, aunados, llenaban el ambiente de inusitada exquisitez.

Mientras Mercedes metía la llave en la cerradura de su carro, me dirigió una mirada que, aunque logré descifrarla interiormente, no me atreví a traducirla en voz alta. No conseguí que mi volcánico fuego interior hiciera erupción. Más que mirada, lo florecido en sus ojos fue contemplación.

Yo, en lugar de manifestarle en persona lo que hace diez años hice por carta, me fui a refugiar en mi mudez.

Sus ojos me decían: «¿Por qué no se atreve a declararme su amor de viva voz?, ¡ande, saque valor para confesarse conmigo! Estoy preparada para abrazarlo, y para que me perdone por todo ese tiempo diluido en nuestro alejamiento. ¡Ande, atrévase; venga y béseme!».

Todo mi cuerpo luchó por abrir los labios y, aún con toda la desesperación por hacerlo, no lo logró.

Me sentí cadáver que, ya enterrado, resucita y araña la caja; la golpea, grita y desfallece por tratar de salir del ataúd, pero todo es en vano: la cripta está cerrada.

Al sobrecogerme esa angustia, ella cerró la puerta de su vehículo. Su vestido se mimetizó con las flores del auto. Sentí el sonido de la campana que, en el ring boxístico, anuncia la derrota de uno de los contendientes.

El vencido era yo.

El motor arrancó y de su escape sentí cómo salía el humo impregnado con aromas de sándalo, canela, copal, pachuli y corozo. Ni aún sintiendo toda esa placidez olfatoria, mi lengua fue capaz de articular las palabras.

Ni balbuceos pude hacer.

Mientras su vehículo rodaba por el asfalto, fui testigo de cómo iban cayendo, una por una, las flores que lo cubrieron. Cada flor, al nomás tocar el suelo, de manera instantánea se marchitaba. Corrí tras ella a sabiendas de la imposibilidad de alcanzarla. Hasta que llegué a la puerta de la universidad fui consciente, otra vez, de haber perdido la oportunidad de decirle a Mercedes, de viva voz, todo lo que ella despertaba en mí. Hizo sonar la bocina de su auto para despedirse pero, en lugar del clásico sonido del claxon, escuché el de campanadas lúgubres y lastimeras.

Regresé al lugar del estacionamiento, donde también tenía aparcado el mío; comencé a recoger las flores marchitas que, en lugar del perfume primigenio, ahora comenzaban a despedir una disimulada fetidez.

Cada flor acopiada parecía decirme: «qué estúpido fuiste; te perdiste la oportunidad».

Tras de mí, en ese recorrido de la fatalidad, sentí la lenta persecución de un anciano organillero que, con sus ropas raídas en extremo, intentaba darle ánimos a mi tristeza. Tantas fueron las flores recogidas, como los reproches escuchados. Y llegué a acumular en mis brazos tal cantidad de ellas que me impidieron ver el camino y perdí el rumbo; me extravié en los meandros universitarios.

A mi cuerpo llegaron las sensaciones de fatiga y mareo que hicieron sentarme en una de las bancas de cemento. Antes, en el tonel para la basura, maquillado de hollín y descuido, tiré las flores.

No entendí cómo, en un espacio tan reducido, cupieron tantas plantas marchitas porque, cuando boté la última, el recipiente aún parecía vacío. Entonces me pregunté si el encuentro con Mercedes fue real; si las flores fueron verdaderas y el humo saliendo del escape del carro realmente existió.

Estoy asombrado; ahora que pasó todo lo que relaté, recuerdo con nitidez el rostro de Mercedes. Sus perfumes vienen a descansar en mi olfato; su risa me provee de la alegría necesaria para vivir; su erudición libresca me llena de placer y su cuerpo, balanceándose, despierta mis hormonas. Me levanto de la banca y busco el camino que me llevará a mi auto. Voy jugando con miles de recuerdos acerca de Mercedes resucitados en las muchas conversaciones evocadas con exactitud. Abro la puerta del auto. Me siento; suspiro y me quedo un rato prolongado deleitando mi memoria.

Cuando arranqué el carro, no puedo contener las lágrimas al percatarme que hoy, precisamente, se cumplen ocho años de su muerte.

2 comentarios:

  1. sobra el treitapor ciento de las palabras y el setenta de los adjetivos, sobre todo los que se anteponen al sustantivo. Una pregunta: ¿que tomo en la cafeteria?

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