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lunes, 29 de mayo de 2023

QHAYA KUTIRIMUY (VUELVE MAÑANA) - Alberto Ostria Gutiérrez

Alberto Ostria Gutiérrez (Sucre, Bolivia, 1897 – Santiago de Chile, 1967). Político, diplomático y escritor boliviano. Estudió en la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca. Fue director del periódico El Diario entre 1926 y 1927. Tuvo una extensa carrera diplomática, en la que se desempeñó como ministro plenipotenciario en Perú (1928-1929), Ecuador (1930) y Brasil (1936). Participó como delegado en varias conferencias internacionales y fue ministro de Relaciones Internacionales entre 1939 y 1941. También fue Embajador en Chile (1942-1943), y se exilió a partir de 1944 por el ascenso al poder de Gualberto Villarroel. Una vez derrocado el régimen de Villarroel, volvió a ser embajador en Chile entre 1946 y 1952, tiempo en el que dio lugar a una serie de conversaciones con el gobierno chileno, con el propósito de obtener un puerto para Bolivia en el Océano Pacífico a cambio de compensaciones no territoriales para Chile. Entre sus publicaciones literarias destacan El traje de arlequín (escrito en colaboración con Adolfo Costa du Reis, 1921); Rosario de Leyendas (1924); y La casa de la abuela (1924). El texto que leerán seguidamente pertenece al libro Cuentos bolivianos fuera de serie (2017), compilado por los escritores Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva.




QHAYA KUTIRIMUY
(VUELVE MAÑANA)

Carátula de: Cuentos bolivianos fuera de serie (Torre de papel, Bolivia - 2017) varios autores

Golpeada por el dolor de la víspera, tuvo aún fuerzas para levantarse. Era tal vez chaupituta, la media noche. Automáticamente, dobló los cueros de ovejas y los dos phullus: su único lecho, tendido sobre la tierra dura. Luego, asomándose a la puerta, clavó los ojos en la sombra. No se distinguía nada. Arriba, en el cielo, apenas unas cuantas estrellas brillaban entre las grietas de unas nubes negras.

Bajó por el sendero que iba a lo largo de la montaña, hasta caer en la quebrada de Viñamayu. Desde allí, el camino se hacía más fácil. Bastaba seguir el curso del riacho. Por último, entrar en la ancha carretera, que llevaba a la ciudad.

La ciudad era pequeña. Ni ferrocarriles ni tranvías que la perturbaran. Algún automóvil o algún coche. Burros con sus cargas de choclos, de frutas, de carbón. Calles rectas. Paredes blancas y limpias. Uno que otro transeúnte, muy de cuando en cuando, como para demostrar que allí había gente.

Avanzó por la calle de San Pedro que concluía en la plaza central. Tras los tejados rojos comenzaba a asomar el Sol. La noche había derivado en una mañana clara y las nubes, blanquecinas ya, se hallaban refugiadas en las crestas de las montañas.

¿Qué hacer? ¿Hacia dónde dirigir los pasos? El reloj de la catedral marcaba las siete. Pero ¿Qué podía importarle a ella el reloj de la catedral? ¿Acaso sabía lo que significaba ese ojo grande, prendido en lo alto de la torre? Tiempo, horas, minutos eran para ella cosas sin sentido. Para ella solo existían la mañana, la tarde, la noche, que diariamente llegaban con el Sol o con la sombra.

Su instinto la empujó al cuartel, contiguo a la iglesia de San Francisco. Varios soldados concluían después de barrer la calle. Sucios, apenas con el pantalón de uniforme, descalzos. En la puerta se paseaba el centinela.

—Tata —dijo acercándose a uno de ellos—, ¿sabes algo de mi hijo, del Juancito? Se lo llevaron ayer...

El soldado siguió barriendo, sin ganas, enceguecido por el polvo que levantaba su ancha escoba de thola; pero ante la insistencia de ella se detuvo un instante, la miró y dijo:

—¡Fuera de aquí!

No la ofendió la brusquedad del soldado. Solamente sintió la negativa que envolvía. Por eso se estremeció un instante. Pero no alcanzó a tener miedo. Avanzó más bien a donde se hallaba el centinela. Y repitió su pregunta:

—Tata, ¿sabes algo?...

El centinela no contestó. Se limitó a amenazarla con la culata del fusil, cuando ella intentó penetrar en el cuartel para saber algo de su hijo, del Juancito.

Una chola que pasaba, compadecida sin duda, se limitó a aconsejarla:

—Suyaricuy, espera.

Entonces ella se sentó al borde de la acera, donde llegaba ya el sol y esperó. La tierra, el sudor y las lágrimas, cruzando las arrugas de su rostro, habían trazado hondos surcos negros. Sus ojos menudos, gastados por los años, se hallaban enrojecidos como llagas. Una sombra pequeñita se proyectaba de su cuerpo acurrucado.

Transcurrieron dos, tres horas. En su vientre el hambre comenzó a dejarse sentir. Pero ella no hizo caso del hambre, como no había hecho caso del cansancio, ni de la dureza de la piedra donde se hallaba sentada. Siguió mirando hacia el cuartel, siguió esperando, como le habían aconsejado.

Entretanto, de su mente no se apartaba la misma obsesión: saber algo de su hijo, del Juancito, a quien unos cuantos soldados, el día anterior habían arrestado de su rancho para llevarlo al Chaco, a la guerra.

Esa era al menos la pobre explicación que habían alcanzado a darle los indios de otros ranchos. Mas ellas no alcanzaban a comprenderla. “Guirra, guirra”, ¿qué era eso? Nunca había oído tal palabra y no podía, por tanto, penetrar en su imaginación. Además, para comprenderla habría tenido necesidad de pensar. Y ella, ¿acaso podía, acaso sabía pensar? Solo sabía preparar la lagua y el mote en las mañanas; después, cuidar las ovejas, el burro, la yunta de bueyes; en la noche volver a preparar la lagua y el mote.

Su dolor no nacía, pues, de pensar, ni siquiera de recordar. Era un dolor animal, como el de la perra que, aun siendo perra, sufre cuando le arrancan a sus hijos.

Del cuartel, hacia el mediodía, salieron unos oficiales y entraron otros. Todos parecían tener prisa y algunos hablaban animadamente. Esperanzada, ella intentó detenerlos al paso, repetir sus preguntas. En vano. Pasaban sin escucharla, sin comprender lo que decía. Por fin uno de ellos se detuvo al oírla:

—Es tarde —exclamó el oficial fastidiado, cortando las preguntas que ella comenzaba a hacerle—. Estamos muy atareados. Qhaya kutirimuy, vuelve mañana.

No satisfecha con eso, intentó acercarse a otro. Inútilmente. Ambuló todavía por los alrededores del cuartel. A la sombra de unos árboles, en la puerta del mercado, dos cholas vendían platos de ají, de lagua, de maíz tostado. A la vista de aquello, se encogieron sus entrañas apretadas por el hambre. Pero se limitó a comprar un poco de coca, para acullicar durante el regreso.

Al pasar nuevamente por la plaza central, el ojo grande del reloj marcaba las tres de la tarde y la sombra de la torre se proyectaba ya sobre el atrio de la catedral. Mas ella no miró en esa dirección. Miró hacia la calle de San Pedro, donde principiaba su camino. Luego, sus pies avanzaron con paso lento, cargando la misma pena que había traído.

Volvió al día siguiente como le habían dicho. Cinco leguas, veinticinco kilómetros había de su rancho a la ciudad; pero para ella no existía la distancia, como no existía el hambre, como no existía nada fuera de su dolor.

Encaminó los pasos hacia el cuartel, lo mismo que el día anterior. En la acera había sentadas otras indias, con los ojos enrojecidos de llorar, como ella. Se sentó en la acera también.

El centinela estaba en el mismo puesto que el día anterior. La calle había sido barrida más temprano; mirando por la boca ancha de la puerta, hacia adentro, aparecían unos soldados recibiendo los rayos del sol, junto a la pared del fondo.

Durante una hora no cambió el cuadro. Después, el centinela fue reemplazado por otro centinela. Ella, lo mismo que las demás indias, no se había movido de su puesto. Solo sus ojos bailaban inquietos, rojos como llagas todavía. De vez en cuando se oía un suspiro, una tos. Pasaba un automóvil saltando sobre las piedras de la calle. En la esquina se perseguían varios perros lanudos, probablemente compañeros de las otras indias.

Llegaron unos oficiales. Tímidamente, se levantó ella. La siguieron las otras indias.

—Tata —dijo—, ¿sabes algo?

Pero no la miraron siquiera. Ni a las otras. Esas escenas se habían repetido hasta el cansancio, en el curso de más de dos años que duraba la guerra del Chaco, y nadie hacía caso de ellas. Era natural que lloraran las madres. ¡Peor era el destino de los hijos!

El sol había alcanzado a ocupar todo el ancho de la calle. Hacía calor en la acera sin sombra. Las indias se habían ido dispersando una a una. Solamente quedaba ella.

Esa soledad la llenó de inquietud. Comenzó a dudar. Tal vez no era allí donde debían informarle acerca de su hijo, del Juancito. Por algo las demás indias se habían ido. Vaciló todavía un instante, pero luego se decidió a ir a otra parte.

—¿A dónde?

He ahí una interrogación grande, llena de misterio para ella. Se detuvo. Siguió andando. Se detuvo nuevamente. Pasaban a su lado los transeúntes y era ella la que ahora no los miraba siquiera. Comenzaba a desfallecer.

Se sentó de nuevo en la acera y se pasó la mano en la acera y se pasó la mano por la frente, para enjuagarse el sudor. De pronto, al levantar los ojos, descubrió a un soldado, haciendo guardia, como aquel otro del cuartel. Estaba frente al edificio de la Policía.

Al darse cuenta de ello, renació la esperanza de obtener noticias. Quién sabe era allí. Al fin y al cabo había soldados, como en el cuartel.

Cuando intentó entrar, el centinela no la detuvo, como en el otro cuartel. Se limitó a señalarle un cuartucho junto a la puerta, donde había varios hombres, fumando y charlando. Uno de ellos, el que estaba sentado al fondo, fue el primero en verla y se apresuró a gritar:

—Suyaricuy, espera.

Entonces ella se sentó en el umbral de la puerta. Y esperó nuevamente. Entretanto, los hombres siguieron charlando, como si ella no existiera.

Por fin salió uno. Después otro. Quedaron solo tres, que hablaban en voz alta y reían constantemente. Una gran modorra la había invadido, sentada allí en el umbral de la puerta. Aquellas carcajadas, sin embargo, la despertaron a la realidad. Vio ya solo tres hombres. Se puso de pie, avanzó unos cuantos pasos e intentó interrumpir la conversación.

—Tata...

El hombre que estaba sentado al fondo de la habitación le hizo una seña —una, dos veces— de que se callara. Como a pesar de eso ella insistiera, a los ojos oblicuos de aquél asomó la ira y en el color bronce de su rostro se acentuó el color verde.

—¡Déjanos en paz, india bruta! —masculló.

Él hizo seña al guardia para que la echara a la calle, inmediatamente.

Renació entonces para ella la misma interrogación de antes, grande, llena de misterio:

—¿A dónde ir, a dónde?

Tercer día. Camino a la ciudad. Pasos inciertos. Un caserón blanco, con un patio enlosado y al centro un gran cuadrante. Oficinas. Papeles amontonados como torres. En todas partes la misma respuesta para ella:

—No es aquí.

Finalmente, ingresó en un segundo patio, pequeñito, inundado por la hierba donde ante la oficina oscura había una larga fila de indias.

—Aquí es, mama —le dijo una de ellas.

Esperó varias horas, pero no alcanzó a llegarle su turno. Al mediodía salió el hombre que trabajaba en la oficina y cerró la puerta con un candado. Cuando cruzaba el patiecito ella logró interponerse en su camino.

—Es tarde —dijo él, señalando al Sol, cuyos rayos caían verticalmente—, qhaya kutirimuy, vuelve mañana.

De nuevo diez leguas murieron con el tercer día; cinco del rancho a la ciudad, cinco de la ciudad al rancho.

De aquella oficina la mandaron a otra, en la Municipalidad, y por último a otra, situada en un edificio anexo a la Prefectura. Allí esperó como en el cuartel, como en la Policía, como en el patio pequeño e inundado por la hierba.

Esperó...

Llegaron otras indias, con los ojos llorosos, al igual que ella. Y algunas lograron entrar en la oficina, por suerte o por desgracia, porque de la oficina salieron llorando.

Guaguay guañusca, mi hijo había muerto —oyó que decían.

Entonces a ella le dio miedo. Y no se atrevió ya a insistir para entrar. Prefirió quedarse en la puerta, como de costumbre. Mirar. Callar.

Un día encontró cerradas las puertas de la oficina. Buscó en todas direcciones para saber la causa. Pero al final, como estaba acostumbrada a esperar, esperó también. Y hacia el mediodía —era domingo— las puertas cerradas bastaron para decirle lo que le habían dicho tantas veces los empleados de la oficina.

—Qhaya kutirimuy, vuelve mañana.

Entretanto, fue pasando el tiempo: diez, cincuenta, quien sabe cuántos días.

En la oficina los empleados buscaron o fingieron buscar el nombre que ella les decía. Recorrían unos papeles largos, conversando o silbando. Y acabaron moviendo la cabeza negativamente, mientras le ordenaban a ella que no se acercara tanto: mitad por pena, mitad por asco.

Tuvo así que volver a la puerta, pero conservando intacta su esperanza; acrecentada más bien por aquellos pasos que había dado hacia adentro.

Posteriormente, para los otros —para los blancos, para los cholos— llegaron grandes noticias. Había terminado la guerra. Comenzaba la desmovilización. Final de una larga pesadilla. Alegría en los corazones.

Mas para ella todo siguió igual. Ni siquiera se enteró de esas noticias. Desde que se llevaron a su hijo, al Juancito, no hablaba con nadie. Además, aun cuando le hubieran avisado, habría sido inútil, porque ¿acaso sabía ella dónde, ni qué cosa era la guerra?

Los empleados de la oficina, a su vez, habían acabado por acostumbrarse a la presencia de ella, humilde, silenciosa, acurrucada, en la puerta como un animal inofensivo.

Cierto día, sin embargo, dos empleados que compulsaban una lista muy larga             —nombre de muertos, de prisioneros, de heridos— interrumpieron de pronto su tarea. Comenzaron a discutir en voz alta. Y luego llamaron.

—¿Cuál es el nombre de tu hijo? —preguntó uno de ellos.

—Juancito, tata.

—¿Juancito, que?

—Juancito Quespi, tata.

Los empleados volvieron a mirar en las listas, ávidamente.

—Ha muerto —dijo uno de ellos.

—No ha muerto —replicó el otro.

Los cuatro ojos se clavaron una vez más en las listas: O... P... Q... Quespi... Quespi... Quespi...

—Hay tantos Quespi entre los indios —volvió a decir el primero—, que resulta imposible distinguirlos. Son como las hormigas.

Y se encogió de hombros. El otro hizo lo mismo. Después, frente a la duda hundida como una cruz en ella, la propia duda de los dos les hizo decir, casi al mismo tiempo, lo de siempre:

—Qhaya kutirimuy, vuelve mañana...

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